Friday, March 31, 2006

Lecturas de Interés 2


Blog de Alejandro Padrón

Tomado de RADAR PAGINA 12
Domingo 28.05.2006
noe jitrik habla de su libro de recuerdos
Alla lejos y hace tiempo
Crítico, escritor y profesor universitario, experto en literatura latinoamericana, exiliado en México durante la dictadura, Noé Jitrik acaba de publicar un libro conmovedor: Atardeceres, un relato de recuerdos en los que recupera su infancia en el pueblo de Rivera, el descubrimiento de Buenos Aires, los primeros libros, la ciudad empedrada y un destino que lo alejaría por completo de esa tradición única para todo hijo: la paterna.
Imagen: Jorge Larrosa
María Moreno
Atardeceres, de Noé Jitrik, no es exactamente una autobiografía ni una ficción sobre su infancia –“yo no quería de ningún modo inventarme”–. Se trata de relatos que no avanzan sino mínimamente, como si se tratara de fijar una imagen recordada que sólo se pone en movimiento para describirse a sí misma, con el apenas esbozado fuera de campo que genera la duda entre un aparente primer sentido y su reconstrucción. Es decir, no cuando el sentido –siempre dudoso– ha sido atribuido sino cuando se lo ha ordenado en una serie en la que siempre queda algo por interrogar. Cuadernos de infancia de Norah Lange y Varia imaginación de Sylvia Molloy utilizan un registro semejante, donde una voluntad de hipótesis mínima se sobrepone a la tentación de corregirse. ¿Podrían bautizarse a estas pequeñas historias que al mismo tiempo son universos conjeturales sobre los diversos dispositivos de la ficción memorativa, sus condensaciones y desplazamientos, “magdalenas” en homenaje al objeto mínimo en cuyo sabor Proust dice haber encontrado una causa?
–Escribí un libro análogo sobre otro período de mi vida, de los años ‘39 al ‘43. Se llama Los lentos tranvías. Yo vivía en México, donde estaba también Pedro Orgambide con el que no teníamos en ese momento una buena relación. Orgambide sacó un artículo en el que contaba cómo Elías Castelnuovo pasaba por el frente de su casa cuando él era chico y lo que eso significaba para alguien que ya entonces deseaba formar parte del mundo de la cultura (desde muy joven estuvo en el Partido Comunista). Al leer ese artículo yo recuperé la imagen de un tipo que pasaba borracho por el frente de mi casa de la calle Julián Alvarez en Buenos Aires –se decía que era cocinero de la confitería Del Molino– gritando: “¡Alvear-Mosca, Alvear-mierda!”. Y entonces tuve otras imágenes de mi infancia, como la de una casa con geranios a la española, imágenes a la manera de fotografías, es decir que no apelaban necesariamente a mi memoria sino a mi memoria congelada. Es un recurso como cualquier otro, es el recurso de Bergman en Saraband, por ejemplo. Pero aquél fue el disparador: el chico Orgambide viendo pasar a Elías Castelnuovo.
Tenían distintos mitos de origen.
–Por supuesto. La memoria es como un espacio que se va llenando e inconscientemente hace un trabajo de reubicación. Algunas están ahí latentes, algunas olvidadas, otras no tanto. A medida que se evoca, la memoria se modifica, se altera. Porque la evocación nunca es la imagen depositada en la memoria: al ser elaborada mediante palabras, se produce una transformación inevitable. La escritura es modificadora. No un custodio fiel sino casi una suposición.
Atardeceres lleva un subtítulo que es una indicación tenue de lectura: relato. Aunque Jitrik considera que esta categoría alcanza también a los ensayos y los textos teóricos. Pero no es el relato autobiográfico de una vocación, es decir hecho desde un presente donde se inventa un pasado. Sin embargo, en el recuerdo de otros, el saber sobre qué fue de Jitrik hace que se lo evoque a tono con esa configuración posterior.
–Con motivo de este libro hubo una coincidencia increíble. Yo lo había terminado de escribir y, un día, mi secretaria del Instituto me avisó que me había llamado por teléfono una chica que quería hablar conmigo porque estaba escribiendo un libro. Pensé: ¿la atiendo? ¿No la atiendo? Porque esas demandas suelen ser frecuentes y no siempre agradables. Al fin me decidí a hablar con la chica. Me dijo: “Fíjese que mi abuela es de Rivera y yo estoy escribiendo un libro con los recuerdos de ella”. “Qué coincidencia, porque acabo de terminar un libro sobre mi infancia en Rivera”, le contesté. Entonces ella se entusiasmó con el asunto y nos juntamos con la abuela. Y la abuela sostuvo muchas cosas que yo no incluí en mi libro, por ejemplo que, cuando era chica, ella me venía a buscar a mi casa para jugar y que yo me veía con un montón de libros.
Es una reconstrucción a la luz de tu personaje posterior.
–Dijo también que mi mamá decía: “No puede salir porque está estudiando”. Y que ella decía: “Señora, por favor, déjelo jugar con nosotros”. Tenía una imagen de mi padre como la de un hombre severo, pero muy bondadoso. Mi papá, como cuento en el libro, fabricaba soda en un pequeño taller. Pero como el agua del pozo de casa era dura y salobre, era una soda muy fea. En algún momento él decidió ampliar el negocio. Se hizo traer extractos de bebidas gaseosas y comenzó a hacer refrescos. Esta señora me contaba que, de chica, le decía: “Déjeme ayudarlo con la soda”; entonces él la convidaba con un vaso de refresco. Y ésa me parece una verdadera traición del recuerdo, porque los refrescos que hacía mi papá eran horribles porque los hacía con esa agua salada. ¿Qué Crush podía hacer ese pobre hombre? Cuando publiqué el libro, fui a ver a esta señora de mi pueblo que se llama Esperanza Fernández y le leí algún capítulo. Me dijo muy seria: “No era así”. Era la segunda vez que me pasaba. Cuando publiqué Los lentos tranvías, vivíamos en México y mi mujer hizo un viaje a Buenos Aires. Entonces mi hermano se estaba muriendo y ella le dio a leer el borrador. El también dijo muy seriamente: “No era así”. Ese no era así es el espacio de una modificación y de una búsqueda poética que yo sigo en todo lo que escribo.
Si los textos autobiográficos suelen venir no de una experiencias sin mediaciones sino de otros textos, ¿Atardeceres tiene alguna genealogía? Hacia el final del libro aparece Guillermo Enrique Hudson.
–Hudson es un fetiche para mí. No es que lo lea todo el tiempo. Lo descubrí cuando era estudiante y era un objeto de admiración: me parecía tan fresco, tan bello lo que había escrito, que cuando leí el libro de Martínez Estrada sobre él compartí sus sentimientos. Una de las escenas más patéticas de la vida de Hudson es cuando escribió Allá lejos y hace tiempo. Estaba enfermo, afiebrado, se había quedado viudo de una bruja –quizá no lo fuera tanto– y comenzaron a aparecer sus recuerdos de infancia. A eso, Martínez Estrada lo relata con un efecto dramático que a mí me trajo resonancias que me hicieron querer recuperar para mí también ese período que parecía tragado por el tiempo. Yo también tengo 70 años o más, pensé, como cuando Hudson escribió Allá lejos y hace tiempo. Claro que ya había habido como disparador un viaje a Rivera junto a Fernando Ulloa, su mujer y la mía, Tununa. Allí me encontré con el primer libro que leí, pero no una edición cualquiera sino la misma, en la biblioteca del pueblo. Todo el resto estaba cambiado, por supuesto.
¡No era así! Esa puede ser la síntesis de la literatura misma.
Sylvia Molloy encuentra en las autobiografías de escritores una recurrencia que ella denomina escena de lectura. Esta escena suele insistir en escritores donde el acceso a la escritura ocurrió desde cierta situación de ilegitimidad. Por ejemplo, en Victoria Ocampo por ser mujer; en Sarmiento por ser pobre; ambos por ser autodidactas. Y de allí para abajo en el canon, si es que se cree en él, la escena es utilizada con ligeras variaciones. Pero, ¿cómo se construye la novela del deseo de leer en un espacio donde leer no aparece como valor?
–En la primera semana del primero inferior yo había permanecido más bien indiferente al aprendizaje. Fue, como cuento en el libro, cuando la maestra me tocó la cabeza, lo que me provocó un sentimiento que era diferente del que sentía por mi madre o por mis hermanas y entonces, en una semana más, aprendí a leer y escribir. Es decir, hay un toque que me hace entrar en un deseo de agradar o de algo por el estilo. Esta historia tiene mucho éxito entre las mujeres que me escuchan. Que fue por amor que yo aprendí a leer y escribir.
Tus padres no conocían bien la lengua y la escuela suele ser un espacio de recuerdos humillantes. ¿Hubo para vos experiencias de ese tipo?
–Antes que mi papá muriera fuimos a vivir a Villa Crespo y ahí había toda una comunidad que no hablaba bien el castellano. Sí, me acuerdo de que en la escuela primaria vino mi papá a hablar con la maestra. Tenía en ese momento un carrito tirado por un caballo y apareció con un látigo en la mano. Casi me muero.
Buenos Aires irrumpió en tu hábito de lectura.
–En esos primeros años, yo lo único que sentía era una avidez por la ciudad. Quería tragármela y hacía paseos con una actitud casi de armar un inventario. Hubo una escena inaugural a los pocos meses de llegar cuando mi hermano, un poco mayor que yo, me llevó al lugar en que Corrientes se convertía en Triunvirato. Me la señaló como si estuviéramos a la orilla de un río, diciendo: “Mirá, ésa es la calle Corrientes”. Me acuerdo de que era angosta y estaba hecha con unas maderitas. Triunvirato tenía empedrado. En ese momento no leía, estaba en eso. Hasta que mi hermano, que era telegrafista en el pueblo, me regaló una antología de Rubén Darío que había sacado de la biblioteca. Si lo infantil había sido el descubrimiento de la lectura, ese libro fue el descubrimiento de la escritura.
Desde la experiencia del exilio, ¿cómo es el recuerdo de la Argentina? ¿Es el de Buenos Aires? ¿O el de Rivera? ¿O una mezcla de los dos?
–Hay una canción de Celia Cruz donde ella habla de su voz y dice que con ella puede atravesar cualquier herida, cualquier tiempo, cualquier soledad sin que la pueda controlar. Esa letra era reveladora de mi manera de vivir el exilio, de aceptar el lugar donde estaba. Porque para mí no había una dimensión territorial. Existía el ofrecimiento mexicano y el drama argentino. La experiencia de extrañar podía aparecer indirectamente, por ejemplo, al estar viendo los volcanes de la ciudad y, al mismo tiempo, escuchando por la radio del auto una canción de Kurt Weill y Bertolt Brecht.
Se te recuerda muy solidario.
–Yo me sentía un poco al margen de los tipos con una filiación política, con un sentimiento de envidia, si se quiere, hacia aquellos que habían tomado la decisión de la militancia, el valor. Por eso no me sentía muy bien conmigo mismo. Entonces suplantaba eso con una acción de otro carácter. Sí, discutía de política o suscribía a declaraciones, pero lo más verdadero para mí era la política de solidaridad. Me he pasado mañanas enteras en la Secretaría de la Gobernación haciendo trámites o sacando gente de la cárcel. Esto que para los demás puede parecer como una gran cosa, para mí es la manifestación de un déficit.
Los libros que operan con la memoria suelen hacer el relato de la transmisión de rasgos familiares. En Varia imaginación, de Sylvia Molloy, la narradora evoca cierto gesto de la madre que ella repite sin darse cuenta. A veces cita efectivamente las palabras de la madre, otras la cita es física. En Atardeceres, el narrador se propone como un corte con todo lo que lo precede.
–Es que mi padre no me dejó una lección de ningún tipo. Todo lo que tengo de él es el residuo significante de su firma en la libreta de calificaciones. El punto de partida de Atardeceres fue ése: de los rasgos de la grafía de mi padre, sacar algo. La mano, cuando traza signos, deja en cada trazo el depósito de una energía particular y a eso lo han entendido los chinos, que pintan de pie. La descarga energética sobre el papel que se realiza de pie es muy diferente de la que se realiza sentado. Ahora, ¿en qué consiste la diferencia? En que lo que se transmite tiene densidades diferentes y opuestas. Cuando se escribe desde arriba con un pincel como los chinos, quizá no se pueda hacer más que dibujos. En la película que he visto sobre Pollock pasa lo contrario: él no puede dibujar, arroja la pintura. Cada grafía supone, implica un depósito que actúa, pero que es muy difícil de definir y, casi diría, no hay derecho a definir. En la firma de mi padre, ¿por qué hay esa fuerza en el trazo de la T y los otros trazos tan débiles? ¿Por qué la T, que es la viga que sostiene el edificio de esa escritura? ¿Qué significaba desde el punto de vista de él?
Es una cruz...
–Su cruz es el problema. Ha venido desde la lejana Minsk cuando sólo tenía diecisiete años. ¿Dónde había quedado metido? ¿Qué hacía en este lugar? El creía que iba a Nueva York y cayó acá sin conocer la lengua. En Rivera. Era inteligente, porque cuando yo era chico ya escribía en castellano.
Jitrik siempre está en obra, si no, se siente perdido. Ha cultivado todos los géneros con la misma obsesión con que, en su juventud, hacía el inventario de la ciudad, iniciaba una colección de discos de jazz o se veía todos los conciertos del Teatro Colón desde el gallinero. Cuando le colocaron un marcapasos en el corazón se sorprendió ligeramente: era un órgano tan literario. Luego comprendió que se trataba de una realidad sin metáforas.
–Después de la operación, que me despertó todos los terrores, tuve una depresión muy fuerte de la que no sé si estoy repuesto. ¡La verdad es que una cosa es tener terrores a lo Raskolnikov y otra cuando se tienen más de 70 años! Los días previos a la operación yo no estaba especialmente intranquilo. Mis dos hijos me acompañaron al hospital. Estábamos ahí esperando, hacíamos bromas. Y yo pensaba en qué iba a ocupar el tiempo de espera y de restablecimiento. Me llevé una autobiografía de Koestler y papel para escribir. Antes de entrar al quirófano, una mujer me dijo: “¡Usted es fulano de tal!”. Así que, cuando terminó la operación, me llevaron a la unidad coronaria ya gozando de mi fama. Me sentía bien y empecé a leer a Koestler. Al rato pasó un chico amigo, que es médico en ese hospital. Le dije un poco paródicamente: “Si después en la guardia tiene un rato, venga a charlar conmigo porque no puede ser que esté aquí y no pueda hablar con nadie. Me están desaprovechando”. Llegó como a la una de la mañana. Yo estaba despierto, leyendo. Y nos pusimos a conversar como hasta las tres. ¡Cómo no me iba a excitar la situación si me mencionó un fragmento de una novela mía, Citas de un día, y me pregunta el sentido! Y yo empecé a hablar hasta por los codos con una euforia loca. Al día siguiente volví a mi casa y me desmoroné. Me costó dos años salir. Llanto, mudez, miedo. Tanto que empecé a ver a una psicoanalista. En una de las sesiones le conté sobre la foto que ilustra el libro donde aparece mi abuela Bernardina con sus nietos. Hay un detalle en esa foto que es el cuello de la camisa de uno de mis hermanos. ¿Por qué me fijo en ese detalle? ¿Qué es lo que me llama la atención? Era una camisa común, de un color neutro, seguramente cosida por mi madre. Me pareció tan significativo eso que lo traduje como una cifra de los que son mis búsquedas. Me fijo en esas cosas que no tienen ni objetiva ni históricamente ninguna densidad ni importancia pero, lo mismo que el trazo en la firma de mi padre, me permiten seguir adelante. Ir un poco más lejos en la significación que esas cosas puedan tener. Y cuando tengo algo entre las manos, empiezo a sentirme real. No feliz, real.



Le blog d´Alejandro Padrón

MAISONS D'ÉCRIVAINS
Walter Benjamin à Berlin

Walter Benjamin à Paris en 1927, l’année où il commence à fréquenter l’École de Francfort.

Par Evelyne Bloch-DanoLe Magazine littéraire n° 453Mail 2006Crédit : Germaine Krull / Museum folkwang, essen / La Quinzaine - Louis Vuitton
Les traces de Walter Benjamin à Berlin, sa ville natale, sont aujourd’hui effacées. Parcours nostalgique.

Étrange défi que celui de marcher sur les pas de Walter Benjamin à Berlin, la ville des métamorphoses… Les grands travaux du xixe siècle, les bombardements de 1943-1945 et la chute du Mur qui déplace le centre de gravité vers l’Est en font une cité en perpétuel mouvement. Les traces de Benjamin le nomade sont effacées. Pas une maison ou un appartement, pas une plaque sur un mur. Mais est-il expérience plus benjaminienne que celle du deuil et de la nostalgie de la ville natale ? Si « s’égarer dans une ville comme on s’égare dans une forêt demande toute une éducation », retrouver l’auteur de Chronique berlinoise dans la capitale allemande, c’est déchiffrer pas à pas le labyrinthe avec, pour seul fil d’Ariane, des textes parfois elliptiques écrits à Ibiza à la veille de l’exil. Des halles de la place Magdebourg, il ne reste rien. Au n° 4 où il est né, un immeuble moderne ; au n° 2, un magasin de meubles (1850-1910), seul témoin, peut-être, des premiers pas. La rue de Genthin où demeurait la tante Lehmann en robe de soie et bonnet noir, est toujours consacrée aux boutiques de meubles. « J’étais dans mon enfance prisonnier du vieil Ouest et du nouvel Ouest. Mon clan habitait ces deux quartiers avec une attitude où se mêlaient opiniâtreté et fierté et qui faisaient d’eux un ghetto qu’il considérait comme son fief. »Le vieil Ouest, c’est le canal de Lützow, la Kurfürstenstrasse comparée à Venise, le quartier de Tiergarten (le bois de Boulogne de Berlin), aujourd’hui fief des ambassades. La colonne de la Victoire qui célèbre Sedan nous rappelle qu’« il n’est aucun document de culture qui ne soit document de barbarie ». C’est ensuite, toujours pleines de charme, la Carmerstrasse et Savigny Platz où il va à l’école. Le nouvel Ouest où la famille s’installe au 23 Delbrückstrasse prend ses aises à Grünewald, un Neuilly qui ressemblerait au Vésinet. Ourlé de lacs gelés et de forêts où des fondeurs glissent sans bruit, à dix minutes du centre-ville, Grünewald sera le point d’attraction de Benjamin, malgré sa révolte contre le milieu bourgeois de ses parents. Longtemps, il habite chez eux, parfois il s’installe dans des pensions du quartier. « Veux-tu m’interdire de me différencier avec ma petite usine à écriture située en plein Ouest […], écrit-il à son ami Gershom Scholem, veux-tu m’interdire de pendre le drapeau rouge à la fenêtre, sous prétexte qu’il ne serait qu’un chiffon ? »Ce drapeau, il en découvre la couleur grâce à la dédicataire de Sens unique, la Lettonne Asja Lacis avec qui il vivra quelque temps en 1928 à Düsseldorferstrasse, dans le quartier de Wilmersdorf. Au 42, un immeuble récent, non loin, un restaurant pour enfants. Lui, il grandit dans la sécurité bourgeoise et a la révélation du désir sexuel un jour qu’il s’est perdu en allant à la synagogue. Dans Orianen-strasse, la synagogue restaurée témoigne de l’importance de la communauté juive dans l’Allemagne d’hier. Les prostituées qui tapinent alentour évoquent « l’éveil du sexe » dans « la rue maquerelle ». Révolte et transgression feront de lui cet intellectuel vagabond dont les livres constituent la seule patrie. Il mène « une existence elliptique » entre Berlin et Paris, et l’exil venu, en mars 1933, refuse d’émigrer en Palestine pour conti-nuer ses recherches sur les passages parisiens. Berlin appartient désormais au passé, et à ce titre constitue une inépuisable source d’inspiration. L’homme des villes, traqué comme tous les réfugiés allemands en France, se suicidera en septembre 1940 à Port-Bou, un village à la frontière espagnole.Évelyne Bloch-DanoWalter Benjamin l’ange assassiné, un beau livre de Tilla Rudel abondamment illustré, fait revivre l’écrivain allemand, éd. Mengès, 25 €.


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García Márquez, en Cartagena

Tomado de El Tiempo de Bogotá, Mayo 6 de 2006
Novela 'Memoria de mis putas tristes'
obtuvo premio literario del periódico Los Angeles Times
El Nobel colombiano fue galardonado con el Book Prize en la categoría de mejor obra de ficción, una de las 9 concedidas anualmente por el periódico.
La obra de García Márquez premiada era la única traducción de una obra en español que se encontraba candidatizada en esta categoría.
La obra "Memories of My Melancholy Whores" fue traducida del por Edith Grossman y publicada por Alfred A. Knopf.
Los otros finalistas en la categoría fueron:
E.L. Doctorow, "The March: A Novel" (Random House)
Mary Gaitskill, "Veronica" (Pantheon Books)
Nick Hornby, "A Long Way Down" (Riverhead Books)
Haruki Murakami, "Kafka on the Shore" (traducido del japonés por Philip Gabriel) (Alfred A. Knopf)
En la gala de entrega de los galardones también fue entregado el premio anual Robert Kirsch por los logros de toda una vida a Joan Didion, renombrada periodista, guionista, ensayista y novelista.
Nacida en Sacramento y graduada de la Universidad de California en Berkeley, Didion encuentra en su vida en California la inspiración para mucho de lo que escribe. Sus libros incluyen "Play It as It Lays", "A Book of Common Prayer", "Slouching Towards Bethlehem", "Democracy: A Novel", "The White Album", y su libro más reciente, "The Year of Magical Thinking".
La mención destacó, "Joan Didion es la voz de la California contemporánea. Desde sus autorizadas colecciones 'Slouching Towards Bethlehem' y 'The White Album' - las cuales evocan un paisaje de dislocación y fragmentación, donde el centro no se sostiene - hasta sus más recientes 'Where I Was From' y 'The Year of Magical Thinking', ella nunca ha aspirado a nada más que no sea decirnos quienes somos".
El Premio Robert Kirsch, presentado este año por Tim Rutten, reconoce la obra de un autor que reside en los estados del oeste de Estados Unidos o cuyo trabajo se concentra en los mismos y cuyas contribuciones a las letras norteamericanas merezcan reconocimiento de su obra. El fallecido Robert Kirsch se desempeñó como crítico literario de The Times durante más de 25 años antes de su muerte en 1980. Fue novelista, editor y maestro así como uno de los más destacados críticos literarios del país.
Los Book Prizes de Los Angeles Times de este año honran a sobresalientes logros literarios en nueve categorías: biografía, interés actual, ficción, primera obra de ficción, historia, misterio/suspenso, poesía, ciencia y tecnología y ficción para jóvenes. Cada ganador, incluyendo Didion, recibe un premio de $1,000 en efectivo.
Dana Gioia, presidenta de la Fundación Nacional para las Artes, sirvió como maestra de ceremonias para la presentación de los Book Prizes.
Ganadores de Book Prizes
Biografía: Hilary Spurling, "Matisse the Master: A Life of Henri Matisse, the Conquest of Colour", 1909-1954 (Alfred A. Knopf); presentado por Blanche Wiesen Cook
Interés actual: Anthony Shadid, "Night Draws Near: Iraq's People in the Shadow of America's War" (Henry Holt); presentado por Ronald Brownstein.
Ficción: Gabriel García Márquez, "Memories of My Melancholy Whores" (traducido del español por Edith Grossman) (Alfred A. Knopf); presentado por Luis J. Rodríguez
Premio Art Seidenbaum Por Primera Obra de Ficción: Uzodinma Iweala, "Beasts of No Nation: A Novel" (HarperCollins); presentado por David L. Ulin.
Historia: Adam Hochschild, "Bury the Chains: Prophets and Rebels in the Fight to Free an Empire's Slaves" (Houghton Mifflin); presentado por Leo Braudy
Misterio/Suspenso: Robert Littell, "Legends: A Novel of Dissimulation" (Overlook Press); presentado por Mary Higgins Clark.
Poesía: Jack Gilbert, "Refusing Heaven: Poems" (Alfred A. Knopf); presentado por Dana Goodyear.
Ciencia y tecnología: Diana Preston, "Before the Fallout: From Marie Curie to Hiroshima" (Walker & Company); presentado por Robert Lee Hotz.
Ficción para Jóvenes: Per Nilsson, "You & You & You" (traducida del sueco por Tara Chace) (Front Street/Boyds Mills Press); presentado por Adam Gopnik.
Acerca de los Book Prizes
Los Book Prizes de Los Angeles Times se establecieron en1980.
Los finalistas y ganadores de los Book Prizes de Los Angeles Times son seleccionados por ocho comités de tres integrantes.
Los jueces para la categoría de ficción también seleccionan a los finalistas y al ganador en la categoría primera obra de ficción.
La mayoría de los jueces son autores que han publicado y fungen durante un período de dos años. Ninguno de los jueces, excepto para el premio Kirsch, son actualmente empleados de Los Angeles Times.
No hay requerimientos de nacionalidad para los autores nominados en cualquiera de las categorías. Con la excepción de importantes traducciones nuevas de la obra de un autor fallecido, todos los autores deben estar vivos al momento de la publicación en Estados Unidos.
Los Book Prizes han honrado a numerosas figuras de la literatura reconocidas internacionalmente, entre ellas Ray Bradbury,Lawrence Ferlinghetti, Allen Ginsberg, Tony Hillerman, Christopher Isherwood, Milan Kundera, Ursula Le Guin, Frank McCourt, David McCullough, Larry McMurtry, Tillie Olsen, Ishmael Reed, Carl Sagan y W.G. Sebald.
Los Angeles Times, ganador del premio Pulitzer, es el mayor diario metropolitano de Estados Unidos, con una cifra de lectores diarios cercana a los 2.4 millones que aumenta a 3.4 millones los domingos.
Con sus empresas y afiliadas en los medios de comunicación -- incluyendo latimes.com, TheEnvelope.com, Times Community Newspapers, Recycler Classifieds, Hoy, y California Community News -- Los Angeles Times llega cada semana a aproximadamente 7.7 millones o 59 por ciento de todos los adultos en la región del sur de California.
Los Angeles Times, que este año arriba a su 125 aniversario dando cobertura al sur de California, forma parte de Tribune Company (NYSE: TRB), una de las principales compañías de medios de comunicación del país con intereses comerciales en editoriales, Internet y en transmisiones.


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Tomado de la Edición del Viernes, 05 de Mayo de 2006

Radar Domingo, 30 de Abril de 2006

Silvina oculta
Durante toda su vida, Silvina Ocampo vivió y escribió a la sombra de las tres grandes figuras que la rodearon: su marido, Adolfo Bioy Casares, su amigo Jorge Luis Borges y su hermana Victoria. Sin embargo, desde hace un tiempo, críticos, escritores y periodistas coinciden en echar luz sobre esa penumbra y reivindicarla como una de las mejores plumas argentinas. Ahora, Editorial Sudamericana se suma al rescate publicando una colección de cuentos y un largo poema autobiográfico inéditos que confirman lo que su obra ya insinuaba: que es la gran escritora de la infancia.
Por Patricio Lennard
Algún día, en relecturas y recordatorios alentados por futuras efemérides, o en los esbozos biográficos que se den a leer en venideras reediciones de sus libros, quizá Victoria Ocampo sea la que porte las cartillas de hermana de Silvina Ocampo, y Adolfo Bioy Casares, las de ilustre marido. Después de todo, en este tiempo, algo han hecho la crítica literaria y el periodismo por resolver el “caso” cuya carátula reza: “Lateralidad de Silvina Ocampo en la cultura argentina triplemente agravada por el vínculo”. Mujer de Bioy, hermana de Victoria, amiga de Borges: he allí los fundamentos del karma de segundona que nunca pudo (ni quiso) sacarse de encima, opacada por el aura de esos dos grandes hombres y por el de aquella que detentó su primogenitura, mientras ella, Silvina, la menor de seis hermanas, se sentía un “etcétera” de su familia.
No extraña tanto, pues, que en las solapas de los libros de Bioy (a diferencia del dato, insoslayable por cierto, de la cofradía à deux que él formaba con Borges) a Ocampo no se la mencione. Un impasible desdén que, hacia 1975 –cuando ella había publicado ya la mayor parte de sus mejores libros–, Marcelo Pichon Rivière veía en el hecho de que fuera la única integrante del grupo Sur que no había sido tocada por la fama. “Hay que admitir que a muchos se les escapa un imperdonable Bullrich después de Silvina, y a otros, un Victoria (sonoro, entusiasta) antes de Ocampo”, escribía tal vez pensando en la anécdota que la autora le contó, tiempo después, a María Moreno en una entrevista, y en la que una mujer se le acercó a decirle: “Silvina, ¡qué emoción encontrarla! Compro todos sus libros. ¡Cómo me gustó Los burgueses! Acá justo tengo mi ejemplar, ¿me podría dar un autógrafo?”. A lo que Ocampo reaccionó firmando “Silvina Bullrich” con pudor e ironía.
Su consabida estrategia de “mantenerse del lado del secreto” (mezcla de timidez e introversión en lo personal, y de renuencia a exponerse en público y conceder entrevistas, como un modo de marcar un contraste con el alto perfil cultural de Victoria), ha influido en la forma en que su obra se mantuvo oculta durante mucho tiempo. Una expresión que habría que tomar al pie de la letra, si se tiene en cuenta que recién ahora (doce años después de la muerte de Silvina) salen a la luz un conjunto de inéditos de un enorme valor, superadas ya las dilaciones sucesorias. Tanto Las repeticiones (una selección de veinticuatro relatos y dos nouvelles, que Ernesto Montequin y Matías Serra Bradford realizaron entre los papeles de Ocampo) como Invenciones del recuerdo (una autobiografía en verso que ella redactó de manera intermitente entre 1960 y 1987, y que había concebido como un libro autónomo) dan inicio a una Biblioteca Silvina Ocampo de Editorial Sudamericana en la que también está previsto la publicación de otros dos inéditos: La promesa (una de las tres novelas que escribió, junto a La torre sin fin y Los que aman, odian) y Ejércitos de la oscuridad (un libro de anotaciones sobre la noche). Textos que, lejos de ser las sobras del banquete ocampiano, vienen a llenar huecos de una obra en la que una escritora desde siempre obsesionada por los niños realiza, fragmentariamente, una arqueología de su infancia.
Así, como si se tratara de miguitas de pan en la senda de un bosque, los recuerdos infantiles que Silvina esparció en poemas y cuentos son el rastro que se sigue en su autobiografía. Un texto admirable (lo mejor de su obra poética junto con su libro de 1962, Lo amargo por dulce) en donde la construcción de su mito personal se sobreimprime a la imagen de esa niña rica que dice que de grande quiere ser costurera. La misma que encuentra en las dependencias de servicio de su casa, y en las planchadoras y mucamas que a regañadientes la dejan jugar a la sirvienta, el universo narrativo de muchos de sus textos. No es casual que Victoria Ocampo escriba una reseña en la revista Sur sobre su primer libro, Viaje olvidado (1937), en la que expresa su desconcierto por el modo en que sus propios recuerdos no coinciden con los que su hermana allí ficcionaliza. Lectura en clave autobiográfica que Silvina, de manera póstuma, convalida (y promueve) en Invenciones del recuerdo: un libro en donde sólo pasa revista a sus anécdotas de infancia (como si esa edad fuera lo único interesante de su biografía), y que se cierra con una escena en la que un muchacho la llama, por primera vez, “señorita”.
Recordar la niñez para Ocampo, entonces, supone transfigurarla, inventarla, volverla literatura, ya que de lo que se trata es de conjurar (¿hace falta decirlo?) la imposibilidad fatal de la memoria. Así se entiende que ciertos episodios aparezcan enmascarados en su autobiografía (su hermana Clara, que murió a los doce años de diabetes infantil, es llamada “Gabriel” en el poema), o que la autora nunca identifique al sujeto de la enunciación con su nombre propio ni utilice, casi, la primera persona. A tal punto la empresa autobiográfica se le antoja a Silvina una ficción antiproustiana, que no duda en definir su libro como “una historia prenatal” en una entrevista de 1979: un guiño irónico que alude a la utopía del recuerdo (allí donde el lenguaje no es siquiera una sombra), imaginando la (im)posibilidad de escribir las “memorias de una recién nacida”.
“El vidente”, una de las dos nouvelles incluidas en Las repeticiones, es la puesta en escena de ese despropósito. Jacinto Malvi –un niño que nace y crece ciego en un ámbito rural harto precario, hasta que descubre un don “milagroso” que le permite autocurarse su ceguera– relata allí, en primera persona, los recuerdos de su nacimiento. Jacinto es capaz de repetir las palabras que le oyó decir a su papá ante el cadáver de su madre, cuando éste la encontró muerta al borde de un arroyo, luego de que diera a luz a su bebé sin ninguna asistencia; o de rememorar que en su propio bautismo tuvo que rezar el Credo junto al cura, pues ni su padre ni su tía lo sabían. Ese pre-edipismo verboso y delirante (en que a lo “siniestro” freudiano se le pone escarpines) también está presente en “La ciudad de arena”, un relato en que dos embarazadas siguen el dictado intrauterino de sus hijos para construir, en una playa, la ciudad del título.
Si bien en los cuentos de Ocampo el infantilismo es lo que retorna permanentemente (no como neurosis, sino como lógica) al mundo de los adultos, sus niños rara vez son tan sólo infantiles. Ya sea las cartas de amor que Ruperto le escribe a su muñeca en “La santa” (y cuyo encendido erotismo escandaliza a sus padres), o la voluntad de Nardo, en “Lo mejor de la familia”, de seguir siendo, indefinidamente, un recién nacido (al punto de que aprende a decir papá y mamá a los cinco años) son ejemplos de cómo los niños ocampianos no pueden sentir miedo a los monstruos, obstinados como están en parecerse a ellos. “Atravesar la infancia es una severa prueba para la razón”, escribió Silvina en uno de sus cuentos. Menos mal que volvió para contarlo.


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Tomado de la revista GATOPARDO
Edición Especial 6 años
¡Boooom!
Por Felipe Restrepo
han publicado varios libros e incluso han ganado premios importantes. Por eso la búsqueda se redujo a los que tuvieran más de un libro, hubieran ganado algún premio y que vendieran bien. La lista se redujo bastante y quedaron afuera muchos nombres interesantes: Julieta García, Heriberto Yépez y Vizania Amescua, de México; Mauricio Becerra, Margarita Posada, Carolina Sanín, Juan Carlos Garay, Juan Álvarez, Luis Fernando Charry y Álvaro Robledo, de Colombia; Daniel Galarza y Daniel Alarcón, de Perú; Pablo Torche, de Chile; Andrés Neuman, Samantha Schwelin, Oliverio Coelho, Patricio Pron, Gabriela Bejerman y Juan Terranova, de Argentina; o Rafael Ossio Cabrices y Sandra Lafuente, de Venezuela.Esta selección, como cualquier otra, puede parecer arbitraria y un poco antipática. Sin embargo, estos once autores son los que responden mejor a los criterios de selección. Es decir que hace tiempo dejaron de ser promesas. Muchos han escrito textos hiperrealistas, otros, novela policíaca y negra; algunos han optado por la novela histórica, y otros, más arriesgados, se han aventurado en la ciencia ficción. En todo caso resulta imposible detectar una estética común entre ellos.Y la prueba es que cada uno tiene una visión y un estilo muy particulares. Cuando les pedimos que definieran brevemente a su país, obtuvimos toda clase de respuestas: para unos no es más que una mala broma, mientras que otros creen que es el lugar más divertido del mundo. Casi todos miran sus países con mucha distancia -de hecho, la mayoría vive en el exterior-, pero también se sienten eternos extranjeros fuera de ellos.En todo caso aquí están: esta es América Latina, descrita en un brochazo por las voces más jóvenes y prometedoras de su literatura.
Ser escritor en nuestro continente era un oficio triste, muy mal pagado y un poco… vergonzoso. Jóvenes talentosos que soñaban con ser escritores prefirieron dedicarse a actividades mucho más “dignas” -futbolistas, periodistas, actores de telenovelas, baladistas pop- para evitarse el desgraciado camino de la literatura. Los pocos que decidieron seguir su vocación, sufrieron bastante. El argentino Rodrigo Fresán, por ejemplo, confiesa en un texto publicado en el libro Palabra de América que tuvo una pesadilla por mucho tiempo: “Yo volvía a ser un niño. Yo estaba en el patio de mi colegio estatal y mis compañeritos me rodeaban en un círculo y me gritaban algo terrible. [...] me gritaban -con ese tono tan infantil como monstruoso que sólo poseen los infantes- lo siguiente: '¡Joven escritor latinoamericano!, ¡joven escritor latinoamericano!', repetían una y otra vez como si fuera el más terrible de los insultos”. Es muy probable que Fresán no sea el único autor que ha tenido este estilo de pesadilla.Sin embargo en Latinoamérica las cosas cambian rápido: cada vez hay más jóvenes que quieren escribir y que ya han superado los complejos y los miedos de los autores de las generaciones anteriores. Ya no les importa demasiado el boom, ni los asustan los fantasmas de García Márquez o de Vargas Llosa. Al contrario: los ven como unos abuelitos adorables a quienes prefieren abrazar a insultar.Para su edición de aniversario, Gatopardo decidió buscar a los representantes más ilustres de esta nueva generación de autores. La idea era encontrar a algunos elegidos que hubieran logrado publicar una novela antes de cumplir 35 años. Pero la sorpresa fue grande: en casi todos los países se pueden hallar jóvenes que
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APROXIMACIONES
REPORTAJE
Tributo a Salvador Elizondo
El escritor mexicano Salvador Elizondo, fallecido el 29 de marzo, dejó una obra que refleja el combate entre el cuerpo y el lenguaje. Un compromiso con la palabra como vocablo en sí mismo y con la búsqueda precisa de su significado y asignación a cada hecho. Su libro Farabeuf es uno de los títulos fundamentales de México. Éste es un repaso por su creación.

Carlos Fuentes
Tomado de BABELIA - 29-04-2006

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Salvador Elizondo (1932-2006). (HÉCTOR GARCÍA/AGENCIA REFORMA) ampliar
Crea un mundo singular, originalísimo, en torno a la imaginación del dolor
Hay escritores que requieren de toda una saga literaria para contar la historia de su sociedad (Balzac, Proust, Faulkner). Hay otros que en un número reducido de libros dicen lo que la historia olvidó (Kafka y hasta cierto punto Joyce). Hay escritores de obra reducida pero elocuente. Rulfo cierra con dos libros el ciclo de las "novelas de la Revolución"; ya no hay más que decir. A Salvador Elizondo le bastaron muy pocos libros para contar el combate universal entre el cuerpo y el lenguaje.
Tuvimos una vieja relación separada por tiempos y espacios dispares. Nuestras abuelas sinaloenses fueron muy amigas en Mazatlán, muy cercanas al poeta Enrique González Martínez y luego conservadoras memoriosas en el recinto final de las provincias perdidas, la ciudad de México. Las abuelas se contaban las travesuras de los nietos y por eso supe de la viva imaginación del niño Elizondo, su capacidad para poner en jaque las convenciones familiares, su apetito burlón para desconcertar la pompa y la circunstancia.
Vivió muy cerca de mi genera
ción universitaria y publicó sus primeras cosas en la revista Medio Siglo. Viajó a Italia y escribió cartas insólitas y perceptivas desde su ático en la Vía Marguta. Alquiló un quejumbroso piso en la calle de Tacuba, trasfondo de un viejo palacio colonial que me sirvió de ambiente para Aura. Allí, famosamente, celebramos la muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953, con un "fiestón" de donde surgieron, unidas para siempre, numerosas parejas. El amor nace en la fiesta. El famoso titular de la muerte de Stalin constaba de una sílaba: "Ya".
Con Salvador recorrí los cabarets y teatros frívolos de los años cincuenta. A él le llamaba la atención que yo anotara vocablos insólitos en un cuaderno de notas. Elizondo, en cambio, pescaba una palabra popular al vuelo y la iba desgranando como perlas negras que esperaban la mano del escritor para escapar del fondo del mar verbal. Desguanzo, desguanzado, desguanzamiento, desguañangada, desguañangar: como en un rosario verbal Elizondo rescataba una palabra y la ponía a caminar fuera de sí misma, hasta sus extremos y más allá. Al mismo tiempo, observaba la vida marginal de la entonces segura ciudad de México y juntos caminábamos de Rosales a la Colonia Cuauhtémoc a las tres de la mañana sin temor a una violencia sometida, latente.
Compartíamos un enorme amor al cine (el padre de Elizondo fue un productor famoso) y sin programarlo, nos encontrábamos como los dos únicos espectadores de películas (Él de Buñuel, Beat the Devil de Huston) que sólo permanecían un par de días en las carteleras de los cines Mariscala o Real Cinema. Era un hombre ingenioso, inesperado, habitado por un diablo y tocado por un ángel. Sus respuestas veloces y burlonas eran proverbiales. En una ocasión, el infaltable necio le hizo una pregunta necia a Elizondo al término de una charla del escritor.
-Es usted un pendejo -le contestó Elizondo-.
-Señor Elizondo, no me insulte.
-No lo insulto. Lo defino.
Muchas cosas definió Elizondo para nuestra literatura. Destaco de su espléndida obra dos títulos. Elsinore es una página autobiográfica insólita sobre el paso de Salvador por una academia militar norteamericana donde su apellido era transformado de Elizondo en Elsinore. Digna metamorfosis nominativa de un nombre castellano al de un brumoso castillo danés habitado por la muerte y la duda -o la duda de la muerte, jamás la muerte de la duda-. Elsinore ocupa un lugar singular en una estantería parca: la de la autobiografía literaria mexicana.
Farabeuf, la obra más conocida de Elizondo, tendría el vago antecedente en México de los dibujos de Julio Ruelas y en las letras francesas, las obras de Sade y Georges Bataille. Hasta ahí las comparaciones. Elizondo crea un mundo singular, originalísimo, en torno a la imaginación del dolor. Farabeuf no expresa dolor, lo imagina. Ése es su poder. Si como dice un personaje de La montaña mágica, de Mann, no hay literatura que no trate del dolor, Farabeuf no sólo confirma la regla, la extiende, la modifica y la mortifica a un grado insólito: el dolor, en principio, no admite palabras, las suprime, es puro grito. La hazaña de Farabeuf consiste en darle voz a lo inexpresable. Una voz cruel, serena, en oposición directa al sufrimiento y su grito inarticulado.
Decía Virginia Woolf que la len
gua puede darle palabras a la duda en Hamlet pero no a un simple dolor de cabeza. Y Nietzsche le dio un nombre a su dolor. Lo llamó "Perro" por ser fiel, desvergonzado, entretenido e inteligente. Elizondo logró darle voz al dolor inexpresable y encaminarlo, en sus siguientes libros, a la fidelidad, inteligencia y desvergüenza de las palabras, compañeras enemigas, enigmas cotidianos, desafíos al silencio del dolor y al dolor del silencio.
A veces, durante los atroces años recientes en los que la tortura emigró de Auschwitz a las comisarías de Pinochet y Videla, a la prisión de Abu Ghraib, releo a Elizondo y le devuelvo su sentido a la realidad disfrazada. Hoy no se habla de "tortura", ni lo permita Dios. Hoy, torturar es "recabar información", es parte de la inteligencia política. Singular paradoja: torturar para obtener información mediante la privación del lenguaje. Cuando te cortes un dedo, ponle vendaje a tu cuchillo.
Salvador Elizondo pasó sus años finales con una compañera admirable, Paulina Lavista, mujer de mirada inteligente, humor sagaz y compañía amorosa. Quizás fue ella quien, al cerrar los ojos de Salvador Elizondo, pudo decirle que nadie tiene más máscara que su propio rostro.



Blog de Alejandro Padrón

Alberto Ruy Sánchez regresa a Mogador en 'Nueve veces el asombro'
J. R. M. - Madrid
Tomado de EL PAÍS - Cultura - 27-04-2006
El escritor Alberto Ruy Sánchez, en Madrid. (BERNARDO PÉREZ) ampliar

"Dicen que la ciudad de Mogador no existe, que la llevamos dentro". Éste es el primer capítulo completo de Nueve veces el asombro (Alfaguara), el nuevo libro, inclasificable, tan personal de Alberto Ruy Sánchez. "Pero otros dicen que sí existe y que justamente la llevamos dentro". Así se abre y se cierra el segundo capítulo del regreso de este autor mexicano, inquieto, sensible, evocador, a su mundo propio de Mogador.
Por ese territorio del deseo, un concepto que Ruy Sánchez sobrepone al amor, anduvo este autor mexicano ya en su novela Los jardines de Mogador. "Es el ámbito donde se resumen las pasiones de los personajes de mis libros", asegura Ruy Sánchez. Un ámbito de exploración, donde el autor ahonda en la naturaleza del deseo.
Mogador puede ser muchas cosas y estar en muchos sitios. Es ese mundo que los lectores pueden llevar dentro, o no. "Es una mujer y sobre ella interiorizo el mundo erótico. La literatura erótica está principalmente hecha con visiones externas, a mí me interesan las internas", afirma Ruy Sánchez.
Es un jardín de Scherezade, donde no hay plantado más que utopía y mestizajes. Puede ser también un territorio donde las fronteras entre la narrativa y la poesía no estén claras. "De hecho, he querido forjar una poética del asombro", cuenta. Pero no un asombro con definición castellana. "No en el sentido de echar sombra o espantarse y más rico que maravillarse. En el sentido de un significado árabe que me parece perfecto: 'Experimentar un impacto agradable ante algo inesperado que se juzga maravilloso'. Es una definición perfecta para mí".
Ruy Sánchez es exigente con su visión de la literatura. "El escritor debe crear como una revelación, ajeno a los géneros. También debe moldear lo que tiene entre manos como un objeto artesanal y no debe regirse por las leyes de una intriga, sino de un ámbito", asegura. Son las leyes sagradas que él mismo ha aplicado en el mundo de Mogador. Pero el lector es libre de transgredirlas, naturalmente.

La literatura mexicana refuerza su cosmopolitismo frente a la mirada interna
Varios autores de México debaten sobre su obra en Casa de América y en la Complutense
JESÚS RUIZ MANTILLA - Madrid
Tomado de EL PAÍS - Cultura - 27-04-2006

De la ciudad satélite desde donde observa el mundo Carmen Boullosa al perfume de Mogador que inspira a Alberto Ruy Sánchez. De la preferencia centroeuropea de Sergio Pitol al refugio en el Viejo Continente de los chicos del crack. De las raíces italianas de Fabio Morábito a la reivindicación de los exiliados españoles de Jordi Soler, hay todo un largo camino en la más reciente y viva literatura mexicana. "Somos los nietos de Juan Rulfo", dice Morábito, "pero estamos más centrados en una visión cosmopolita del mundo que en el mexicanismo". Ése y otros asuntos los abordan esta semana una veintena de autores mexicanos en la Casa de América y en la Universidad Complutense de Madrid en varios debates.
Conservan la fuerza de una tradición irrepudiable, que entronca con sor Juana Inés de la Cruz, Juan Rulfo y Octavio Paz. Pero viven los grandes conflictos contemporáneos buscando una definición muy ancha de su lugar en el mundo. Si las generaciones anteriores habían estado demasiado obsesionadas con indagar en el interior de México, las más actuales han decidido buscar fuera.
Éstos y otros asuntos surgen de manera viva y encendida en los debates que una veintena de autores mexicanos sostienen desde el lunes en la Casa de América de Madrid y en la Universidad Complutense. Sealtiel Alatriste, Eduardo Becerra, Carmen Boullosa, Margó Glantz, Alberto Ruy Sánchez, Fabio Morábito, Elmer Mendoza, Cristina Rivera Garza, Jordi Soler... Todos forman un panorama amplio, ecléctico, que no reniega ni rechaza los grandes monstruos sagrados de su historia literaria pero que intentan, cada vez con más lectores a sus espaldas, hacerse un hueco en un templo donde hasta hace poco relucían sólo algunos escogidos.
Si Octavio Paz o Carlos Fuentes han sido los popes de la literatura mexicana de las últimas generaciones, si muchos escritores mexicanos vivían como crucial el compromiso con la política y el poder, ese papel va cambiando. "Antes, los escritores tenían un valor superlativo y pocos lectores; ahora nos pasa algo parecido a lo que ocurre en Estados Unidos, que vamos teniendo más lectores y no contamos en el panorama público", asegura Carmen Boullosa, autora de El médico de los piratas y La otra mano de Lepanto (Siruela) o De un salto descabalga la reina (Debate). Boullosa, como sus colegas visitantes, se aloja en la Residencia de Estudiantes de Madrid, pero mira el mundo desde un lugar llamado Ciudad Satélite, a cuyo lomo observa en su país eclecticismo y varios escritores con voz propia: "Los que huyen de la mediocridad", dice la autora.
El peso de los nombres
Lo mismo que le ocurre a Alberto Ruy Sánchez, a quien le interesa en la literatura la búsqueda de una voz poderosa. "A mí, quien más me ha influido para ser escritor ha sido Samuel Beckett. En nuestra literatura me gustan quienes hacen valer esa condición. Me han impresionado últimamente Guadalupe Nettel, autora de El huésped, o Verónica Murguía, que ha escrito Aulilla o El cumpleaños de Juan Ángel".
Las dos son exponentes de una literatura que trata de escapar del peso de los nombres. "En México había como una estructura de calificación, que continúa, pero ya mucho menos", afirma Ruy Sánchez. Pero no quiere decir eso que huyan de los magisterios que algo significaron en sus carreras. Ninguno de ellos reniega de Paz, por ejemplo. "Yo conocí al Paz de puertas abiertas, que platicaba y criticaba. El gran poeta, referente para muchos de nosotros, aunque creo que son ignorantes los que dicen que después de él no hay nada que merezca la pena", dice Boullosa.
Para la escritora también son fundamentales todos aquellos que han tratado de buscar su camino últimamente. "El grupo del crack es admirable en eso. Los cuentos de Ignacio Padilla, los ensayos de Jorge Volpi, los respeto y me parece muy importante que se hayan ayudado entre ellos".
Fabio Morábito cree que es fundamental un sentido generacional en la literatura. Ahora y siempre. Lo sabe porque, aunque se define como escritor mexicano, llegó al país donde vive con 14 años desde Milán, la ciudad en que nació en 1955. "Si hubiera llegado con 20 años no sé si hoy escribiría en español", afirma el autor de Cuando las panteras no eran negras (Siruela) y los libros de cuentos La vida ordenada y Grieta de fatiga (Tusquets). La necesidad de diálogo con otros, saber para quién escribía, ha sido fundamental en su carrera. Cuando creaba en italiano se sentía extranjero. "Necesitaba saber con quién estaba dialogando", afirma. Con un país abierto, más moderno. "Somos los nietos de Rulfo y hemos heredado su prudencia, pero nuestra visión es más cosmopolita, aunque es algo que ya habían empezado a hacer escritores a mitad del siglo pasado, como Pitol, que se abrieron más al mundo y no se obsesionaron tanto con definir México".


La historia, como no se había contado
Denise Dresser y Jorge Volpi publican un libro en el que crítican con ironía los textos oficiales
Juan Solís
El UniversalMartes 25 de abril de 2006
Tomado de El País, 26.04.2006

A punto de tomar la ciudad de México, Hidalgo se detuvo en Cuajimalpa por miedo al tránsito del Paseo de la Reforma y se replegó a Guadalajara en busca del apoyo de la porra de las chivas; El Pípila y los Niños Héroes son dos mitos geniales; Juárez firmaba como Benny; Maximiliano era un príncipe de cuento que se casó con una rana loca llamada Carlota, y los ejércitos de Zapata y Villa abandonaron la capital porque sus caballos no circulaban ese día.
Si a la politóloga Denise Dresser y al escritor Jorge Volpi, como a millones de mexicanos, les hubieran contado esta historia en los libros de texto gratuitos, y no la oficial, otro gallo nos cantara.
Por eso ambos han decidido legar a las nuevas generaciones un material que pretende sustituir a los libros de texto actuales. Se trata del tomo México. Lo que todo ciudadano quisiera (no) saber de su patria.
Con prólogo de "Benito Juárez" y bellas ilustraciones, el libro, editado por Aguilar, resume en 10 capítulos y un epílogo el pasado y el presente del país, además plantea los posibles futuros luego de las elecciones del 2 de julio de 2006.
Los autores aseguran que el tomo no se exhibe, aunque sí está a la venta, en las tiendas Sanborns, lo que califican como un "acto de explícita censura". Sostienen que los empleados de la cadena les dijeron que tener el libro escondido se debe a instrucciones de la empresa.
El origen de la publicación se remonta a los días de primaria en los que "uno puede creer en la Revolución Mexicana y en Santaclós". A Dresser le tocó estudiar en libros aburridos que tenían en la portada a la Madre Patria. Volpi absorbió el tedio en textos con franjas de colores cuyas páginas nunca le revelaron el México real.
"Lo preocupante es que esos libros, con otro diseño, son los mismos que leen mis hijos -señala Dresser, quien se identifica con doña Josefa Ortiz de Domínguez, aunque no habla de perfil-. Esos libros enseñan a los ciudadanos de este país a ser mártires y víctimas, a conformarse con la historia oficial repleta de mitos e hipocresías, a colorear figuras de héroes mexicanos muertos."
La idea es que esos niños sean "jóvenes que viven con los ojos y la boca abierta, denunciando, criticando, exigiendo, mirando al país tal y como es; sabiendo que sus representantes están ahí gracias a sus votos y que viven de sus impuestos."
La idea original es de Dresser, quien se la planteó a Volpi a finales del año pasado. Cuatro meses después, y con la ayuda de sus alumnos tanto en el Instituto Tecnológico Autónomo de México, como en la Universidad de las Américas, lo terminaron.
Los autores recomiendan a los padres de familia leer con sus hijos el libro para fomentar la crítica desde el hogar, toda vez que la crítica, acota Dresser, "es fruto de la indignación saludable, que es el componente de cualquier ciudadanía participativa y que genera capital social."
No escapa a la crítica la sociedad civil que "ve a la política como espectáculo y siente que no hay nada en juego, cuando en realidad se trata de nuestro país."
De ahí que aconsejen a los mexicanos que para elegir al próximo huey tlatoani lo primero a tomar en cuenta es "no tratarlo como tal, no debemos ser un país en búsqueda sexenal de líderes providenciales o rayos de esperanza. La salvación sólo va a venir de ciudadanos exigentes, críticos y participativos que vean al Presidente como alguien que tiene el valor fiduciario de representarlos, y no como una figura omnipotente frente a la cual haya que arrodillarse."
Entre los que salen mejor librados destaca Morelos, y a quien no les va tan mal es a Ernesto Zedillo y al subcomandante Marcos. No hay un capítulo dedicado a la Iglesia, aunque el texto niega la existencia de Juan Diego y destapa al cardenal Norberto Rivera como secretario de Gobernación, en caso de ganar Calderón.
Respecto del intelectual orgánico, figura patentada por Tlacaelel, Volpi señala que en este sexenio, "por omisión la clase intelectual, perdió ese estatuto privilegiado y perverso que tuvo durante la etapa priísta. Actualmente hay una tendencia de la clase intelectual a volver al modelo priísta, especialmente en el caso de López Obrador. Habrá que tener cuidado."
-¿De qué podemos sentirnos orgullosos, además de tener a Santa Anna y Salinas de Gortari como receptáculos de todas las torpezas y frustraciones?
-Podemos sentirnos orgullosos de ser un país que todavía puede reírse de sí mismo. El objetivo del libro es hacer reír, pero hacer pensar. Está hecho para sacudir conciencias."



Blog de ALEJANDRO PADRÓN

Tomado de PAGINA12. RADAR LibrosDomingo, 23 de Abril de 2006

De los suburbios al centro
Recién llegado a la Argentina, donde se ha convertido en una de las figuras extranjeras más rutilantes de la Feria del Libro, Hanif Kureishi habla sobre su peculiar posición de inglés de origen musulmán, liberal y exitoso autor de novelas y obras de teatro que tratan sobre los formidables cruces culturales de un mundo que aparece bajo amenaza.

Imagen: Nora Lezano
La actualidad de Kureishi

Por Andrew Graham-Yooll
No es fácil imaginar al autor Hanif Kureishi, por cumplir los 52 años, como el que alguna vez fuera el niño terrible de la literatura moderna inglesa. Es cierto que cuando en 1984 publicó Mi Hermosa Lavandería (1984), la historia de una relación entre un skinhead gay y un paquistaní gay, se abría un campo nuevo de contacto entre muy diferentes culturas. Pero aquí en Buenos Aires, donde viajó para estar en la Feria del Libro el sábado, parece serio (y hasta solemne), en sus opiniones sobre actitudes occidentales y comentario acerca de las convicciones musulmanas.
Sin embargo, el escritor, dramaturgo, guionista y cineasta, se permitió cierto humor en un discurso de agradecimiento al embajador británico en una cena el miércoles en la residencia de la embajada: “Soy británico, tanto que el British Council me invitó como tal a visitar la India para dar una conferencia. Cuando llegué me preguntaron si ya no quedaban ingleses blancos y por eso habían tenido que mandar un paquistaní. Querían un inglés de veras. Creen que todavía quedan”.
Desde las bombas en los ómnibus y subterráneos de Londres en julio del año pasado, Kureishi ha sido reiteradamente requerido para opinar sobre las relaciones entre el Reino Unido e Islam. Sus artículos en el matutino The Guardian y su colección de ensayos, The Word and the Bomb (La palabra y la bomba), que Radar describió como un manual de primeros auxilios sobre lo que piensa Kureishi para los que hablan y no piensan, se ha convertido en un referente indispensable. Para el establishment mediático británico ofrece la fórmula de referente ideal: apellido paquistaní, acento inglés impecable, educación de primera (filosofía), éxito como autor, muy agradable entorno social y profesional.
A pesar de esto, en una charla en Buenos Aires dijo que no se siente en absoluto un vocero de la comunidad islámica en Gran Bretaña.
“Vocero, no. Todo lo contrario. Vengo de una familia musulmana de la India y de Paquistán, por lo que no niego mi estado formal como musulmán. Pero soy liberal, mi familia fueron periodistas en Karachi y en Mumbai. Eran liberales en un país que en los años ’70 y ’80 se fue transformando en un Islam militante.” Y más:
“Soy un crítico, independiente de todo rol de vocero de colectividad. No tengo identidad política, excepto como liberal. Cuando escribí Mi Hermosa Lavandería fue considerado controvertido porque nadie hacía ese tipo de películas. Ahora se hacen películas como Brokeback Mountain que ganan un Oscar. En los años de Margaret Thatcher, cuando recién comenzaba el pionero Canal 4 de TV en Londres, con gente como Ken Loach, Peter Greenaway y Derek Jarman, pensamos que había que hacer esas cosas para representar otras voces en el Reino Unido y oponernos al tatcherismo.”
En esta entrevista, una larga charla atrasada por distancias e inconvenientes, había que recordarle a Kureishi que su liberalismo lo enfrentaba directamente con el Islam. El Korán, en su capítulo de los poetas (Sura 26) advierte que el escritor puede ser subversivo. ¿Puede haber, entonces, una literatura musulmana?
“Desde un punto de vista, en el Islam existe tan sólo un libro, una voz, y una sola autoridad. Cualquiera que niegue la existencia de Dios o que hable fuera del único libro está perdido. Eso ya lo vimos en el caso de Salman Rushdie. A los musulmanes no les caen bien las voces libres. Es un sistema autoritario.”
En Buenos Aires, amén de todos los compromisos y entrevistas de rigor, lo trajo una investigación para una novela en la que está trabajando, ya que tiene a un psicoanalista paquistaní como personaje principal. “Conocí a un analista y trataré de entrevistar a otros”, dice Kureishi. “Un lacaniano, en Buenos Aires hay que conocer uno. La impresión afuera es que en Buenos Aires todos son analistas o analizados, y quería conversar sobre la historia de su labor. Fui a Villa Freud, buscando una variante específica. Los lacanianos son algo así como los trotsquistas del análisis. Verdaderos desviacionistas.”
El descubrimiento
y la diaria
Hoy, ¿qué es para Kureishi escribir aparte de un ejercicio de vanidad o una forma elegante de rebelión?
“Escribo para descubrir lo que quiero decir. Soy un escritor profesional, eso presenta dos aspectos: mi interés por mi trabajo y mi interés por el mundo, el Islam radicalizado, el ser parte de una familia inmigrante. Por otro lado hago esto para vivir, así que tengo que seguir escribiendo.”
Eso supone que un escritor en la sociedad británica moderna está presionado para producir un libro cada dos años para ganarse la vida. “Y, sí, para mandar a los chicos (mellizos varones de doce años, y un varón de ocho) al colegio. Pero también me gusta mi trabajo.”
Reconoce que escribir en Inglaterra tiene algo de elitismo. “No hay mucha gente con el talento para hacerlo. Inevitablemente va a haber pocas personas que pueden ganarse la vida escribiendo. En ese sentido escribir es elitista.”
Aunque algunos de sus escritos se apartan de temas musulmanes en el Reino Unido, como su teatro (Sleep with Me, 1999), el tema se halla presente en buena parte de su obra, desde la inaugural Mi hermosa lavandería y luego, El Buda de los Suburbios (1990), donde el personaje tiene un padre paquistaní y madre inglesa; es una novela de maduración y un retrato de las relaciones raciales en Gran Bretaña. Ganó el premio Whitbread a la primera novela. A Kureishi le alivió que su padre, que murió en 1991, vivió para ver su éxito. También es conocido por sus obras de teatro, entre ellas, Cuando Sammy y Rosie se encamaron, y Londres me mata (1991). Sin embargo, la producción de Kureishi siempre vuelve al tema del Islam en el Reino Unido.
“He hecho un documental sobre camareros de restaurante musulmanes. Viajé por Inglaterra entrevistándolos. Quería que me dijeran cómo era ser musulmán e inglés y averiguar cuántas identidades tenían. Había coros de opinión que decían que estaban alienados. Los tipos con quienes conversé eran musulmanes británicos y paquistaníes, y cabalgan bien sobre las dos identidades.”
El autor inglés John Berger describió las bombas en Londres en julio de 2005 como el sangriento resultado de dos mundos en guerra. Había cierta inevitabilidad en esta opinión, como que algo tenía que suceder.
“Ya sucede. No es una amenaza, lo malo ya ocurre. Pueden parecer incidentes aislados, pero la gente en Irak, o los ciudadanos de Irán, no tienen dudas de que están bajo ataque por Estados Unidos y Gran Bretaña. Hay grandes diferencias en los valores que sostenemos usted y yo, digo fundamentalmente, en la forma de vida que llevamos, y los valores de un obediente musulmán. Un musulmán estricto probablemente odiaría el liberalismo mío. Y yo no tengo nada de ganas de vivir bajo un montón de clérigos del Islam. Sin embargo, la mayoría de los musulmanes con quienes trato yo en Inglaterra, cuyos hijos van al colegio en Hammersmith, en la zona oeste de Londres donde van mis hijos, consideran que el Islam es un asunto privado. Ellos quieren vivir en Europa, quieren sus obras sociales, los colegios abiertos, y buenos empleos. No ven un choque entre su Islam y el liberalismo que los rodea en Occidente. “Occidente necesitaba un fantasma para atemorizar a la gente, para asustarse. Antes era el comunismo. Luego se creó el enemigo a partir del Islam radicalizado. La paranoia requiere de otro para ser quienes somos. La paranoia de Bush, el eje del mal, habla de desconfianza profunda. Supongo que después del 11 de septiembre puede ser comprensible esta visión. La gente como uno está en una situación compleja, tratando de elegir un camino entre diferentes posiciones. A partir del hecho de ser periodistas, escritores, artistas, tenemos que buscar la forma de dialogar sin caer en un extremo u otro.”
La pregunta a la que invita un escritor británico es siempre la misma: si le gusta hablar de política o si no preferiría concentrarse en sus libros.
“Vivimos en una sociedad donde todos hablamos de esto, nuestros amigos todos discuten los niveles de peligro. ¿Quiénes son? ¿Qué hacemos? ¿Cómo es esta gente? ¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué hacemos en Palestina, en Irak? ¿Qué sucederá en Irán? Son todos interrogantes muy urgentes. Hubo un tiempo aparentemente calmo luego de la caída del Muro de Berlín, pero ahora vivimos en una guerra.”
Lo interesante en el discurso de Kureishi es que habla de “nuestro país”. La tropa británica en Irak son “nuestros soldados”. Este discurso lo identifica profundamente con una pertenencia inglesa. “Nuestro” país está en guerra en Irak y “nuestros soldados” están ahí, por lo tanto es natural que hablemos de esto.
“Creo que todos nosotros, mi familia, mis amigos, yo, nos identificamos con nuestro país. Y también somos vehementes opositores. Nuestra identidad es muy importante para poder criticar con fuerza y públicamente a Tony Blair y a Bush, y sus aliados. No hablo en urdu (el idioma de paquistán), pero soy parte de los orígenes y familias de mi padre y de mi madre. Vengo de dos lugares. Soy británico y vivo en Inglaterra. De todos modos, casi toda mi familia vive en el exilio, y no en Paquistán. No pueden vivir en Karachi en la situación política actual. Uno de mis primos vive en China, otro se instaló en Praga. Son parte de un vasto grupo de gente que anda por el mundo en una especie de exilio, como los sin techo que no tienen lugar de pertenencia.”
Kureishi es un escritor británico, identidad que le da pertenencia en la no pertenencia. Su escritura gira en torno de esto, y de la dificultad de las relaciones.
“Algo que sucedió en mi generación, nacida en los años ’50, es que todos los que iniciaron relaciones a los veinte se divorciaron a los cuarenta. Lo mismo va a suceder con mis hijos. Supongo que no se casarán a los 23 ni vivirán casados hasta los 75. Imagino que tendrán numerosas relaciones y unos cuantos hijos por ahí. En nuestra generación los padres se quedaron juntos. Me parece que estar tanto tiempo con alguien es muy difícil. Casi toda la gente que conozco no puede tolerar esto o ya no lo quiere. Es una forma de liberación del encierro en interminables matrimonios sin esperanzas. Claro que también produce mucho sufrimiento. Lo que realmente atravesó a mi generación fue el feminismo. El feminismo y el crecimiento de la tecnología. Mi madre se levantaba a la mañana y hacía el fuego, luego lavaba la ropa y la colgaba en el jardín, y ése era su día. Ahora las mujeres se levantan, van al trabajo y ganan mucho más que uno. Mi madre era ama de casa. Se quedaba en casa y le servía una taza de té a mi padre cuando él se la reclamaba al llegar del trabajo. En los años 70 las mujeres dejaron de llevarles tazas de té a los hombres, y buscaron buenos trabajos, ya no changas, buscaban seguridad económica y cambiaron la vida. Algunas de las cosas que escribo surgen del desarrollo de la calidad de las relaciones entre hombres y mujeres, y el efecto que tienen sobre nosotros.”

Blog de ALEJANDRO PADRÓN

Tomado de La Vanguardia 19.04.2006
ENTREVISTA
Sergio Pitol, escritor
"Me aterra repetirme"
El autor mexicano recibirá el viernes el premio Cervantes de manos del Rey
"Las barcelonesas Tusquets y Anagrama marcaron una línea avanzada, que ayudó a crear una cultura nueva"

JOAQUIM IBARZ - 19/04/2006Xalapa (México). Enviado especial Sergio Pitol ha preparado con mimo y especial dedicación el discurso que pronunciará el viernes en Alcalá de Henares tras recibir el premio Cervantes. Rodeado de sus perros, Pitol recibió a La Vanguardia en su acogedora casa de la ciudad colonial de Xalapa, en la que se reside desde que regresó a México al término de su larga trayectoria diplomática. - ¿Cómo un hombre tan cosmopolita escogió una pequeña ciudad provinciana para residir? - Aunque nací en Puebla, mi familia es veracruzana de muchas generaciones. Mi niñez, adolescencia y primera juventud las pasé en Córdoba (Veracruz). Al dejar la diplomacia en 1989, tenía una casa muy bonita en Coyoacán, un hermoso barrio de Ciudad de México. Pero allí me sentía perdido. Salí al exterior en 1961, cuando la capital tenía tres millones, y regresé 28 años después, cuando ya superaba los 20 millones. No sabía dónde estaba, no tenía referencias, casi todo lo sentía ajeno. La contaminación me dañaba la vista, respiraba mal. - Y la Universidad de Xalapa le dio la oportunidad de dejar la capital al invitarle a dar unos talleres. - Al volver a Xalapa, donde tengo familia y amigos, sentí que podía volver a escribir. Decidí quedarme aquí para siempre. En los 15 años que llevo en Xalapa he trabajado más que nunca. Los tres libros que he terminado en esta casa son los mejores que he escrito. Di un salto de imaginación, estilo. - ¿Ha escrito mejores obras por estar más aislado? - Quizá sí. Después de años de vida diplomática, estaba cansado de vida social. Aquí estoy solo, con mis perros, me siento bien. Salgo poco, me concentro en el trabajo. Paso los días como un franciscano. - Pese a ser de distinta generación, mantiene una estrecha amistad con Enrique Vila-Matas, quien le llama "el maestro perfecto". ¿Cómo se formó esa relación? - Viene de lejos. Yo viví en Barcelona entre 1969 y 1971. Había tenido un primer puesto de diplomático en Belgrado, pero, cuando en 1968 se produjo la terrible matanza de estudiantes en Tlatelolco, abandoné el cargo y me fui a vivir a Barcelona. Esa época fue extraordinaria, Barcelona era una ciudad muy viva, no estaba teñida por el franquismo. Me fue muy bien trabajar en varias editoriales. - Dirigió una colección en Tusquets, y en Seix Barral formó parte del grupo de lectura que seleccionaba los libros que publicar. - Hice buenos amigos catalanes, que conservo todavía. En casa de Beatriz de Moura nos reuníamos una vez a la semana para cenar. Un día llegaron dos jovencitos, Enrique Vila-Matas y el cineasta Gonzalo Herralde, hermano del editor, Jorge. No hablaban nunca, o contestaban con una palabra. Pero nos veíamos con relativa frecuencia. En 1972 yo era agregado cultural en Varsovia cuando me llamó Vila-Matas. Me dijo que estaría en Varsovia unas ocho horas antes de tomar el avión. Iba con una actriz que después hizo una carrera espléndida. Creía que no me acordaría de él. Conversamos tanto durante la comida que perdieron el avión. Se quedaron un mes en mi casa de Varsovia. De ahí surgió una amistad muy enriquecedora. Hemos coincidido en muchas partes. Su libro Bartleby y compañía (2001) es una obra maestra. - Anagrama ha publicado casi toda su obra. - Yo asistí a la inauguración de Anagrama, donde conocí a Jorge. Estoy vinculado al origen de dos de las grandes editoriales catalanas, Tusquets y Anagrama, que nacieron casi al mismo tiempo. En Barcelona, Seix Barral se había vuelto una editorial moderna. Las otras eran buenas, pero pacatas, asustadas por la censura. Carlos Barral abrió espacios, publicó la literatura contemporánea y despejó el campo a otras editoriales. En esos años Barcelona era la ciudad más moderna y más conectada con Europa. En otras no habrían podido surgir editoriales de ese nivel. Me acuerdo de las muchas veces que Beatriz y Jorge tenían que ir a Madrid a lidiar con la censura. Fueron muy valientes, adelantados de una nueva época que estaba surgiendo. Desde el principio marcaron una línea innovadora, avanzada, que ayudó a crear una cultura nueva. Fueron dos caminos hacia el futuro, sin guiarse por criterios mercantiles. - ¿Qué escribe ahora? - Desde que el 1 de diciembre me anunciaron el Cervantes no he dispuesto de tiempo para escribir. Tengo dos novelas muy adelantadas. Una sobre el siglo XIX mexicano, sobre la creación de la nación, que me interesa mucho. La otra me la pidió Norma de Colombia para una colección de novelas policiacas en que hay un escritor como protagonista. Yo elegí a Gogol, que es un personaje rarísimo. No sé si la voy a terminar o si la convertiré en un cuento largo. Después del premio buscaré otras cosas. Mis obras van por trípticos. Al terminar El mago de Viena sentí que ya no podría hacer otra trilogía sin ser un calco de lo que ya he escrito. Me aterra repetirme.

Tomado de La Vanguardia, 19.04.2006

Rarezas impresasLibros con biografía
Ya sean incunables o ejemplares de ediciones de bolsillo, muchos libros tienen una historia más allá de la tipográfica que se encuentra impresa en sus páginas, la historia que le han transferido sus propietarios y que ha dejado en ellos una huella que los enriquece
Obras impresas en papel de fumar o ricamente encuadernadas con piedras preciosas, o aquellas para cuya fabricación se utilizó piel humana..., el catálogo de rarezas y singularidades librescas es tan amplio como el de amantes de los libros

Porcel había oído hablar en Andratx de una historia del lugar, escrita por un tal "Pare Joanillo"

EVA MUÑOZ - 19/04/2006Libros raros por su escasez, por tratarse de un ejemplar de una edición restringida; libros únicos por su encuadernación, o porque sólo queden uno o dos ejemplares en todo el mundo, incluso porque ya no exista y se sepa que haya existido: avatares diversos han causado la desaparición del libro pero no de su rastro o memoria. Cualquier motivo ajeno al texto, como una encuadernación artística, anotaciones manuscritas o ilustraciones originales de algún personaje célebre sobre el propio ejemplar pueden hacer de un ejemplar un libro singular. Los materiales abren nuevas posibilidades de libros raros. Libros impresos en finísimo papel registro o en papel de fumar. Ricamente encuadernados y guarnecidos con piedras preciosas. El encuadernador Emili Brugalla realizó un encargo así para un empresario catalán. Se trataba de un regalo para el Sha de Persia del que se ha perdido el rastro. El ejemplar de El Quijote que Le Corbusier hizo encuadernar con la piel, de largo pelo negro, de su perro muerto resulta un perfecto y espantoso objeto surrealista y, estéticamente, una verdadera rareza para el padre de la arquitectura moderna. Aunque, sin duda, el material que más repugna la conciencia moderna es la piel humana. La piel de los cadáveres de reos e indigentes ha servido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia a este fin. También fue uno de los usos que se dio a la piel de los prisioneros en los campos de exterminio. Si bien, en el siglo XIX y por decisión propia, George Walton, salteador de caminos, ordenó que sus memorias fueran encuadernadas en su propia piel y entregadas a su captor, en un gesto que ahora se nos antoja una refinadísima venganza póstuma. Libros hechos expresamente para bibliófilo, libros de artista, libros dedicados, libros salvados de la destrucción voluntaria o fortuita; libros raros por su tamaño, descomunal o diminuto; manuscritos y últimas galeradas corregidas por el autor; incunables… Sin embargo, todas estas categorías no agotan las posibilidades de singularidad de un libro. Además de las circunstancias más o menos objetivas, inherentes al propio libro, que harían de él una rareza para cualquier bibliófilo o amante de los libros, existen otras, historias personales en las que el libro deviene protagonista o testigo, rastro, haciéndolo único para su poseedor. El bibliófilo Jordi Estruga, presidente de la Associació de Bibliòfils de Barcelona, aguarda en la que parece ser la pieza principal de su casa, su biblioteca. Allí se alojan un buen número de joyas bibliográficas y, en todo caso, multitud de libros bellos y curiosos. Ofrena a París es un libro editado por Albor en 1948 que recoge colaboraciones de numerosos artistas y escritores catalanes residentes en París el siglo pasado. En este caso se trata de un libro sencillo. La particularidad la revela Estruga -como buen creador de suspense- a posteriori, cuando descubre los cuatro folios mecanografiados bajo la cubierta. La autora es Elsa Vicente, y los folios contienen una lista con los nombres de los artistas reseñados en el libro y sus correspondientes direcciones en París. Aún hay otra cuartilla, esta vez escrita a mano, que recoge una escueta relación de nombres y la sentencia "todos estos están muertos". Apenas estos dos elementos crean en el amante de los libros una fascinación instantánea, como si contuvieran el principio de una nueva novela. Estruga muestra entonces sucesivas páginas en las que, al pie del nombre del autor al que está dedicado el capítulo en cuestión, hay una dedicatoria escrita a mano "para Elsa Vicente", firmada por Picasso, Josep Palau, Feliu Elies (Apa), Apel. les Fenosa... y el resto de autores vivos con los que, alrededor del año 60, esa mujer consiguió entrevistarse. El siguiente es un libro más grande y sólido, mejor encuadernado, que revela que ha llevado una vida reposada, que ha sido bien cuidado. En la cubierta se lee "Chopin" y, más abajo, "Mas juny, 1949". En esa masía, rehabilitada, por cierto, por el arquitecto Josep Lluís Sert, el industrial catalán Jordi Puig Palau reunió a un grupo de amigos, nueve o diez, para recordar al gran pianista en el centenario de su muerte. El programa del concierto conmemorativo, con las piezas que se interpretaron, una fotografía del distinguido grupo de amigos o el artículo Chopin a Mas Juny eran algunos de los diversos fragmentos que componían el libro, una edición ilustrada con grabados xilográficos E-C Ricart impresa por Oliva de Vilanova. Este ejemplar, el número siete de quince, era el de Josep Pla, uno de los asistentes a la fiesta y autor del citado artículo. Alejo o la casita en los bosques, de M. Ducray Duminil, impreso en 1819 en los talleres Brusi, es un incunable litográfico: el primer libro editado en España con ilustraciones litográficas. Aunque, por lo que a ilustraciones se refiere, aún resulta más curioso el ejemplar de El mendigo hipócrita, de Alejandro Dumas hijo, salido en 1857 de la imprenta de Ignacio Estivill. Contiene ilustraciones litográficas únicas hechas por Marià Fortuny cuando tenía 18 años, y se trata de uno de esos libros salvados. El joven pintor llegó a incluir un autorretrato entre las ilustraciones. Más tarde, cuando Fortuny se casó con la hija de Madrazo, pintor de Fernando VII, y era ya un pintor de fama, debió de parecerle de bajo tono su labor como ilustrador de novelas, y mandó a sus amigos que le ayudaran a destruir todos los ejemplares de la novela de Dumas que encontraran. Así se recoge en un opúsculo editado en el año 1938 por Ferran Callicó, quien recuperó entonces uno de los pocos ejemplares que logró eludir la condena. Por fin llegamos a una serie de libros singulares que son, además, joyas de bibliófilo. Imposible referirlos todos. La edición de 1602 del famoso Atlas de Ortelius, considerado el primer atlas moderno, cuyo título es en realidad Theatro del Orbe de la Tierra, cuenta como curiosidad el ser el primero en el que se publica un mapa de Catalunnya; impreso en Amberes, es también la primera edición en lengua española, pues la edición original, de 1570, era en latín. La Oratio Antonii Geraldini, un incunable del año 1486, es la crónica que Antonio Geraldini, humanista y poeta italiano al servicio de los Reyes de la Corona de Aragón, preceptor de la infanta Isabel y amigo de Pere Miquel Carbonell, bibliófilo catalán, hizo de las actuaciones del Conde de Tendilla, quien fue embajador de los Reyes Católicos ante el papa Inocencio VIII. Por último, la Gramatica Nebrissensis cum comento, otro incunable de 1497 surgido de los talleres de Joanne Rosembach, es uno de los dos únicos ejemplares conocidos en el mundo- el otro está en la biblioteca pública Ann Arbor de Providence (EE.UU.)- de la primera edición barcelonesa de la famosa gramática de Nebrija. El librero Otra mujer protagoniza la historia del librero y escritor Antonio Rabinad, al frente de un puesto de libros usados del Mercat de Sant Antoni "desde el principio del mundo", según dice. Rabinad compró una vez dos o tres novelas de segunda mano de una colección "con tapas verdes" de Edicions 62. "Todas estaban firmadas por una mujer, que además había escrito en las páginas en blanco del libro, como si se tratara de las páginas de un diario". Rabinad trató de hacerse con cuantos libros de esa mujer le fue posible. Al final logró reunir nueve, comprados en el propio mercado de Sant Antoni y en otras librerías de viejo. Se llamaba Maria Dolors y firmaba "con un trazo que lo envolvía todo, como si se protegiera, con bolígrafo rojo. La escritura hacía pensar que se trataba de una chica joven. Sin embargo resultó que se trataba de una mujer mayor, aunque me pareció igualmente encantador". Lo dedujo de sus comentarios, porque no llegó a conocerla, aunque uno de los libros contenía una fecha, 19 de febrero de 1982, yun lugar, Manresa. "Podría haber tratado de encontrarla, entonces yo hacía esas cosas..." El paseante Hace menos de un año hubo un incendio en un edificio del Eixample. Cerca de allí vive el artista plástico Josep M. Cabané que, pocos días después, daba un paseo nocturno. En el contenedor de basuras frente al edificio incendiado aún quedaban restos de objetos que, por carecer de utilidad, nadie se había llevado: ropa, diapositivas, libros quemados. Cabané está trabajando acerca de la ceguera y la memoria en relación con el exterminio nazi, y todos esos tejidos quemados, y especialmente los libros, le remitieron a su proyecto. Se los llevó. Entre los libros quemados -la mayoría no eran sino pilas de hojas quemadas, irreconocibles-, Cabané cita una edición de L´Atlàntida de Verdaguer y, curiosamente, varios acerca de la Segunda Guerra Mundial o un manual de primeros auxilios de los años 50 o 60. Dos historias de Buenos Aires Antoni Martí Monterde es autor del libro L´erosió. Viatge a Buenos Aires.Una de las ocupaciones de Martí en Buenos Aires era la de recorrer las muchas librerías de viejo que hay en la ciudad porteña, tal como relata en el libro. En aquellas visitas se produjeron algunos encuentros con libros, autores y libreros especialmente memorables. El primero de ellos es el resultado de un duelo entre Martí y un librero. En una de aquellas jornadas entró el escritor en una librería de viejo. Cometió la ingenuidad de mostrar excesivo interés por los siete volúmenes de las memorias de Pío Baroja en uno de esos establecimientos -en L´erosió Martí proporciona una detallada categorización de las librerías de viejo- en los que tienen la costumbre de no indicar los precios de los libros en la primera o última página, lo que permite al librero aprovecharse de compradores inexpertos. El librero cantó la cifra: 20 pesos (o dólares, en ese momento había paridad) cada volumen; algo, admite Martí, que podía considerarse razonable para una primera edición, salvo que entonces vio que en uno de los volúmenes sí estaba marcado el precio, y que era de 13 pesos. Se marchó, y en su interior, clamó venganza. Y, un mes más tarde, última hora de la tarde, dependientes cansados y propietario ausente, la obtuvo: se llevó los siete volúmenes a 12 pesos cada uno. Con la inesperada ganancia aún le dio para llevarse los Retratos contemporáneos de Gómez de la Serna. La segunda historia es de signo opuesto. Tal vez a causa de la reciente experiencia, Martí se internó en la siguiente librería de viejo -en el escaparate la edición de Victoria Ocampo de los diarios de Virginia Woolf- con cierta desconfianza. Sin embargo, nada más traspasar el umbral, un elemento imprevisto tornó esa actitud, primero, en sorpresa, y luego, una vez que concluyó que no se trataba de la radio, en simpatía. Sonaba un disco de Maria del Mar Bonet. Y, dice el escritor, no es que le fascine la cançó pero, "la voz de la Bonet, en tanto que voz, a doce mil kilómetros de su acento resulta entrañable". A partir de ahí, el relato es el de uno de esos encuentros fugaces pero intensos a miles de kilómetros de casa, memorables. Fiveller Seras, que así se llama el librero, es nieto de un catalán exiliado, y se alegra de poder conversar con alguien en catalán. Pasan la tarde, y al final el librero quiere mostrarle algo. Le hace bajar a lo que parece una cripta bajo la tienda, donde conserva decenas de cartas de Companys, Macià y otros insignes republicanos dirigidas a algunos de los exiliados en Buenos Aires. Así es como, mientras mira fascinado el archivo, que también contiene ejemplares de la revista Ressorgiment, Fiveller Seras le regala un ejemplar de la primera edición del Nabí de Carner, un libro pequeño y lleno de polvo que saca de una estantería. Una historia de Barcelona Joaquim Pibernat vive en un tercer piso con principal y sin ascensor en una calle del Eixample. A lo largo de su vida adulta ha cambiado siete u ocho veces de domicilio. La Poesia completa 1937-1975 de Joan Vinyoli es uno de los libros que no ha dejado que se quedara por el camino. Inicialmente iba a referirse a Les dones i els dies de Gabriel Ferrater, otro de los libros que también ha resistido a su periplo vital y que también descansa sobre la mesita baja del salón de su casa con las tapas gastadas. Pero ha cambiado de opinión. "Ferrater es un gran poeta, pero está acotado en el tiempo. Vinyoli ha ido creciendo". Se trata de la edición de Ariel del año 1975, en la colección Cinc d´Oros, un detalle en el que Pibernat insiste. También señala que la portada es de Tàpies. En 1975 Pibernat estaba en Ceuta haciendo la mili. Su novia de entonces le llevó el libro hasta allí desde Barcelona, haciendo autoestop. Este viaje también ha quedado incorporado a la biografía del libro, como la muerte de Franco y la marcha verde, todo ocurrido durante aquellos días. Pero aún hay otras razones. Afinidades electivas. Ferrater era un personaje mítico, no sólo un poeta. Vinyoli era un personaje más secreto, de vida en apariencia anodina, vulgar. "Yo también tengo un trabajo muy vulgar, alimenticio", dice Pibernat. Fue a su entierro, en 1984. También había pensado en Pessoa. Incluso tenía el título para el artículo: Se´m desfà a les mans. Es lo que le sucedió cuando se acordó del ejemplar de la revista Poesía dedicado a Fernando Pessoa. Abrió el hermoso ejemplar de hace 25 años y se desbarató. Me muestra otros ejemplares de esa misma revista, que sigue editando el Ministerio de Cultura aunque ahora no parece tener ningún interés. Entonces era un artefacto moderno. Pibernat también editaba entonces otros artefactos modernos, como las revistas Artics o Cave canisUna historia con humorEl estudio de arquitectura de Juli Capella parece un estudio de arquitectura. Capella entra en la sala con dos libros que le caben en una mano. Uno de ellos es del tamaño de media cuartilla, el otro del de una caja de cerillas pequeña. El primero está forrado en tela roja y en la portada aparecen dos alianzas doradas entrelazadas que ya insinúan la ironía del conjunto. Parece que cuando en 1993 Juli Capella y Natàlia Tubella decidieron casarse, sus amigos no les hicieron la ola. El propio Capella se había considerado hasta entonces contrario (o cuanto menos escéptico) al matrimonio. Y de pronto, ambos habían decidido casarse. Capella, recopilador de citas, había reunido unas cuantas a propósito del matrimonio, de Shaw, de Montaigne o de la Biblia; en general no demasiado alentadoras. Las citas, claro, constituían el texto del libro de tapas rojas, que entregaron a sus amigos junto a la invitación de boda. El colofón concluía: "A pesar de estas sabias citas, coincidimos con Oscar Wilde, cuando afirmaba ´yo siempre traspaso los buenos consejos que me dan; es para lo único que sirven´". La delicada miniatura del segundo constituye el perfecto receptáculo para albergar la ambiciosa potencia del concepto. ¿Recuerdan el juego infantil consistente en buscar formas conocidas, animales o cosas, incluso episodios enteros, entre las formas a primera vista abstractas de las nubes, las manchas de humedad de una pared, las sombras dibujadas por el calado de una cortina e incluso el dibujo de las piedras de un suelo de terrazo? Juli Capella hace años que se entretiene encontrando formas fálicas en los más diversos objetos (incluso afirma que la península escandinava tiene la forma de un falo caído en una moneda de un euro). La arquitectura, claro, que el propio Capella define como "el arte de mantener erecto aquello que de forma natural tiende a caer", le ofrece un campo abonado. La definición se encuentra en el preámbulo del citado librito: PENETRE en la Historia de la Arquitectura,un cuidado y minúsculo divertimento de 3 x 4 cm que llevaron a cabo Capella y Román Ávila, compañero del estudio y autor de las ilustraciones. Desde los menhires prehistóricos hasta la torre de Heron City del propio Capella, PENETRE constituye un recorrido ilustrado a lo largo de algunos de los más célebres hitos arquitectónicos (aunque, curiosamente, el edificio más oriental que recoge es el Taj Mahal): columnas griegas o latinas, pináculos góticos y la propia planta de una catedral gótica, la torre de Pisa, el Flatiron Building y, por supuesto, las Torres Gemelas; todo ricamente pintado y encuadernado en cuero. (Pero que nadie busque el librito para regalar por Sant Jordi. No está a la venta).Una historia de familias y batallas El escritor Baltasar Porcel es de Andratx, en Mallorca. Allí siempre había oído hablar de un libro, atribuido al Pare Joanillo, que relataba la historia del Pla se lo regaló a Porcel, diciéndole que era un libro fascinante. Se trataba de la Historia de la baronía de los señores obispos de Barcelona en Mallorca, de Juan Bautista Ensenyat y Pujol, presbítero, editado en la Escuela Tipográfica Provincial de Palma en 1919. Ahora hay una amplia colonia de alemanes y peninsulares en Andratx, pero hasta hace no muchos años era un pueblo "aislado, pobre, que ha sufrido muchas vicisitudes", dice Porcel. Allí llegó Jaume I cuando fue a conquistar Mallorca. Cuando la isla fue suya hubo de repartirla con los señores que le habían ayudado. Así fue como Andratx quedó en manos del obispo de Barcelona. Fue el principio de una sucesión de disputas que no acabarían hasta 1812, en que fueron abolidos los señoríos. Que el poder radicara tan lejos hizo de Andratx un lugar "aislado y anárquico". Su larga historia y su carácter quedan recogidos en el libro del Pare Joanillo, dos volúmenes con tapas amarillentas, impreso en papel barato y con tipografía ordinaria, de prosa "barroca, altisonante y llena de tópicos", pero que ha acompañado a Porcel desde que se lo regaló Pla. "Tiene el estilo deun sermón dominical, pero aplicado a la descripción de las fechorías de los partidarios del rey o del obispo. Tiene mucha gracia este cura apasionado y medio loco, contradictorio, que tan pronto se muestra a favor de unos u otros. Y he encontrado cosas de mis antepasados. Hubo uno que fue de los más bravos en las revueltas de las Germanías".





Tomado de BBCMUNDO.COM,Viernes, 10 de marzo de 2006 - 15:27 GMT
Entrevista al escritor Muñoz Molina

"La literatura va a perdurar"
BBC Estudio 834
¿Cuáles son los temas recurrentes de su obra?

Antonio Muñoz Molina habló con la BBC desde Nueva York, donde dirige el Instituto Cervantes.
Yo creo que el principal es la conciencia de la quiebra del tiempo. Es decir, la conciencia de que ciertas personas han vivido en circunstancias históricas que las hacen pertenecer a dos mundos distintos.
Eso proviene de mi propia experiencia biográfica, del hecho de haber nacido en un país, en una época completamente distinta a la época que vino después.
Es decir, en el espacio de una vida, la mía, haber vivido desde un mundo rural, cerrado y retrógrado hasta otro totalmente distinto, esa quiebra del tiempo que hace que uno esté casi permanentemente escindido entre el pasado y el presente y que no acabe de encontrar su sitio en ninguno de los dos mundos.
Esta quiebra del tiempo es un poco la experiencia del hombre moderno, ya que de algún modo la vida de un hombre de unos 50, 60 años, pasa por muchísimas etapas. En su propio caso, por ejemplo, usted conoció un mundo sin televisión y ahora está viviendo en un mundo totalmente dominado por los ordenadores. Hay un quiebre del tiempo pero también una especie de desarraigo histórico y temporal del hombre moderno, ¿no?
Si. Eso tiene también su parte ventajosa. Yo no me estoy quejando. Quiero decir que eso me da una perspectiva bastante amplia. Yo veo el mundo en el que han crecido mis hijos y ellos dan por supuestas muchas cosas que yo sé que no se pueden dar por supuestas. Como es el bienestar social, la democracia, la tecnología al servicio de uno.
Hay dos nombres, (Jorge Luis) Borges, en un lado del Río de la Plata y del otro Juan Carlos Onetti, sin los cuales quizás yo hoy no sería escritor
Eso tiene una amplificación geográfica porque muchas personas hemos salido de un sitio y hemos acabado viviendo en otros sitios y hay tal distancia geográfica y espiritual entre los sitios de los que hemos salido y los sitios en los que estamos que somos un poco extranjeros en ambas partes.
Usted habló antes del quiebre temporal, quizás otra forma de decirlo es hablar del desarraigo y una de sus novelas, Sefarad, se basa en ese tema, y también muestra sus vínculos con distintas partes del mundo. Una de las partes del mundo con las que usted tiene grandes vínculos es con América Latina: vínculos literarios, casi afectivos...
Sí, casi no, yo diría afectivos.
A mí me sorprendió mucho el comienzo de la novela Carola Fainberg que dice: "Yo no creo que vuelva nunca a Buenos Aires"...
Sí eso lo dice un personaje, (risas).
Y ese personaje, Claudio, ¿le evoca algo?
Sí. En ese personaje puse mucho de esa desolación que he visto a veces en profesores españoles o latinoamericanos que llevan mucho tiempo en Estados Unidos, en ese mundo un poco enrarecido de las universidades y que ellos no acaban sabiendo dónde están, de qué lado están.
Yo tenía un amigo, que ya murió, que era profesor en una universidad en el Medio Oeste y me decía a veces en España, "yo no sé de qué lado del Atlántico estoy ahora mismo".

El escribir solitariamente sin que lo sepa nadie es una forma de heroísmo para la que yo creo que no estoy dotado
A ese personaje le tengo mucha ternura y también en esa novela lo que hay es mucho de mi amor no ya tanto a América Latina sino a la región del Río de la Plata. A ese mundo de Buenos Aires y Montevideo, al mundo literario, al mundo musical y al mundo de la vida cotidiana.
Mis vínculos sentimentales en América Latina son sobretodo y casi abrumadoramente con Buenos Aires y Montevideo, por muchas razones.
Y los vínculos literarios allí ¿con qué autores son?
Son con algunos nombres que son evidentes. Hay vínculos y vínculos. Hay vínculos que hacen que uno sea escritor. Hay dos nombres, (Jorge Luis) Borges, en un lado del Río de la Plata y del otro Juan Carlos Onetti, sin los cuales quizás yo hoy no sería escritor.
Me sorprendió un poco que no hubiera mencionado a Gabriel García Márquez porque por lo menos en el "El jinete polaco" uno siente su presencia, de alguna manera. ¿Con qué otros escritores usted siente un real parentesco?
En el caso de García Márquez le diré una cosa. Esa novela que después fue "El jinete polaco", comenzaba a escribirla y dejaba de escribirla durante mucho tiempo porque aparecía "Macondo", y me daba cuenta de que tenía que tener mucho cuidado con eso.
Para mí también fue muy importante en mi educación como escritor Julio Cortázar y la manera de construir las novelas de Mario Vargas Llosa.
Cuando yo leí esas maquinarias poderosísimas que son "Conversación en la catedral" y " La casa verde" esas novelas me impresionaron mucho, igual que me impresionó muchísimo y me sigue impresionando y sigo aprendiendo de Juan Rulfo.
Es como lo contrario, "Conversación en la catedral" sería el arte de lo máximo, igual que Juan Rulfo sería el arte de lo mínimo. Y las dos artes hay que aprenderlas intensamente.
La literatura de un modo un otro va a perdurar y sigue perdurando
Otro escritor que para mí ha sido crucial, decisivo absolutamente, al que amo, ha sido Marcel Proust. Ha sido un escritor del que yo me he alimentado y me alimento y que ha influido, no ya en mi manera de escribir, sino en mi manera de ver el mundo, muy intensamente.
Uno siente claramente esa presencia de Marcel Proust en "El jinete polaco", por ejemplo, en el retrato minucioso que se hace de los personajes y de la sociedad en que se encuentran, ¿no?
Una de las vocaciones de la literatura es contar el mundo. Estas vacaciones he estado leyendo muy intensamente a Walt Whitman y uno ve esa pasión en Whitman de contarlo todo, de que todo quepa en el verso.
Es una de las grandes tentaciones de la literatura y es una tentación maravillosa, ese querer hacer que la literatura contenga el universo.
Uno a veces sucumbe a esa tentación, como me pasó mucho en "El jinete polaco" y otras veces te das cuenta de que tienes que ser más modesto. Pero ese modelo enciclopédico siempre está ahí.
Y luego está el otro modelo, el de lo mínimo, de Borges, de Rulfo, de Chejov, son dos almas que tiene la literatura.
Muchos perciben que el papel de la literatura ha disminuido en relación con el impacto que tiene en este momento el mundo audiovisual. ¿Usted cómo ve el futuro de la literatura?
Yo cuando de verdad tuve conciencia de que iba a ser escritor fue cuando conseguí estar terminando una novela y que un editor se interesara por ella
La literatura nunca ha sido una fuerza dominante, casi siempre ha sido bastante minoritaria. Creo que en la medida en que la literatura siga escribiéndose e interpelando a cuestiones fundamentales del carácter humano, de lo que ocurre a cada uno de nosotros, la literatura de un modo un otro va a perdurar y sigue perdurando.
Sí puede que haya cambios tecnológicos que afecten a la presentación exterior de la literatura.
Le pongo un ejemplo: yo venía en el auto hacia la emisora escuchando a Bach en el ipod. Yo pensaba, Bach en 1750 jamás podía imaginar que alguien pudiera escuchar su música de la manera que yo la estaba escuchando.
Entonces, yo no soy pesimista ni optimista. Creo que la literatura responde a una necesidad muy profunda de los seres humanos, que es la necesidad de explicarse el mundo mediante las palabras.
Es la necesidad de explicar lo que hay y buscar lo que no hay. Así que no me preocupa demasiado, creo que los lectores y los autores seguiremos comunicándonos por ese camino.
Seguramente, ¿pero no percibe usted que disminuyó el papel o la importancia del escritor? Si uno lo compara por ejemplo con Emile Zolá y el famoso "Yo acuso", que por el prestigio de Zolá pudo poner en vilo prácticamente a toda la sociedad francesa con el caso Dreyfuss, hoy no se ve que un escritor pueda tener el mismo impacto.
Bueno, pensemos que quizás Emile Zolá era una excepción en su época (risas). No lo sé. En el mundo latino el escritor sigue teniendo una presencia mayor que en el mundo anglosajón. Pero yo no sabría evaluar su importancia pública.
Aparte que también desconfío de cuando el escritor es demasiado visible públicamente. A mí el modelo francés del escritor profético, o el modelo muchas veces latinoamericano del escritor pro consular tampoco me produce mucha tranquilidad.
Hay que tener cuidado con el escritor en la vida pública porque tiende a enamorarse de palabras y de generalizaciones.
¿En su caso, cuándo se dio cuenta de que iba a ser escritor?
Hay que tener cuidado con las profecías retrospectivas. Yo cuando de verdad tuve conciencia de que iba a ser escritor fue cuando conseguí estar terminando una novela y que un editor se interesara por ella.
Durante mucho tiempo escribí de manera solitaria y no estoy seguro de que hubiera resistido mucho tiempo más si no hubiera encontrado algún tipo de eco, de resonancia, en lectores o editores.
El escribir solitariamente sin que lo sepa nadie es una forma de heroísmo para la que yo creo que no estoy dotado.


Tomado de Clubcultura.com, jueves 13.04.2006

Sergio Pitol
EL LIBRO, CAMINO DE SALVACIÓN

I Premio Desde el primer día de diciembre pasado, cuando me otorgaron el Premio Cervantes, he repasado trozos del laberinto que ha sido mi vida, un niño huérfano víctima del anófeles malarii en un ingenio azucarero cercado por la jungla, las maravillosas lecturas durante esos años, de Verne hasta Tolstoi, la avidez por los viajes y su abundancia, el adolescente izquierdista, el joven elegante, libertino y snob, el beatnik deslumbrado por el budismo Zen y el tibetano, el solemne diplomático y otras encarnaciones más para acabar en este anciano franciscano que está aquí. En ese repaso pude de nuevo vislumbrar que la unidad de todos esos fantasmas del pasado se congregaban en la literatura. Ella me descubrió un camino de rigor e imaginación.
II La biblioteca La biblioteca ha tenido como una de sus características su calidad de uso colectivo. En las sociedades democráticas la biblioteca es uno de los templos del saber. Un 03 templo, pero no una iglesia. La diferencia es que el lector puede moverse en ella a su libre albedrío, tiene multitud de opciones. Puede encontrar un libro cuyo contenido lo domine, lo convierta en sectario de una idea, o de una ideología, pero encontrará tal vez otros que operen como antídoto contra toxinas para liberarlo de cualquier sumisión. Al entrar a ese recinto con muros cubiertos de libros el supuesto lector se interna en un espacio regido por una instancia libertaria. De repente, puede ocurrir que un lector, después de la impresión dejada por algunos libros inesperados, cambie de vida, de profesión, descubra la grisura que tiñe su vida actual e intente transformarse en otro individuo. En fin, en los estantes de una biblioteca están colocados millares de libros, para que muchas manos los tomen, las de los maestros, las de los alumnos y en algunas partes aun las de cualquier persona que así lo desee. La biblioteca debe ser un recinto ampliamente democrático.
III En diciembre de 1996 viajé por Alemania con el poeta peruano Carlos Germán Belli. La última etapa fue Weimar. Estaban reconstruyendo los antiguos teatros de la ciudad para que fuera capital cultural de Europa en el año 2000. Weimar, ya se sabe, es la ciudad de Goethe y de Schiller. Allí un funcionario de cultura nos invitó a comer. De entrada nos declaró que el libro era ya un objeto del pasado, que tenía los días contados, que el hombre actual podría evitar las molestias de su frecuentación, puesto que la Internet le resolvería cualquier necesidad de entretenimiento e información. La Internet, nos asestó en varias ocasiones, es el vehículo cultural del presente. Su aparición reviste la misma importancia que el invento de Gutenberg en su época. Las bibliotecas se transformarán en edificios de oficinas y viviendas. Los poetas no le son ya necesarios a nadie. Lo decía con gozo y complacencia. El poeta Belli y yo nos fastidiamos, le dijimos de varios modos que lo que decía nos parecía una locura, una voz de la Edad Media y salimos de allí a buscar una librería y deleitarnos con la presencia de los libros. Tocarlos fue como una afirmación. Para nosotros, lo que mayor valor tiene en Alemania son sus libros. Por fortuna, aquel funcionario se había equivocado. Las ferias del libro en toda Europa y en nuestro continente han repuntado de una manera impresionante. Estoy seguro de que durante largo tiempo el libro no desaparecerá, y si fuera así no sería por el uso de la Internet y otros medios audiovisuales ya que esos sistemas de comunicación son susceptibles a potenciar los efectos unos a otros.
IV La palabra libro La palabra libro está muy cercana a la palabra libre; sólo la letra final las distancia: la o de libro y la e de libre. No sé si ambos vocablos vienen del latín liber (libro), pero lo cierto es que se complementan perfectamente; el libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios legionarios, del oprobio, de la trivialidad, de la pequeñez. El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad y al mismo tiempo fortalece a la sociedad y exalta la imaginación. Ha habido libros malditos en toda la historia, libros que encarcelan la inteligencia, la congelan, y manchan a la humanidad, pero ellos quedan vencidos por otros, generosos y celebratorios a la vida, como el Quijote, La guerra y la paz, las novelas de Galdós, todo Dickens, todo Chéjov, todo Shakespeare, La montaña mágica, el Ulises, los poemas de Whitman, y los de Rubén Darío, Leopardi, López Velarde, Rilke, Pablo Neruda, Octavio Paz, Antonio Machado, Luis Cernuda y tantísimos más que derrotan a los otros. Si el hombre no hubiese creado la escritura no habríamos salido de las cavernas. A través del libro conocemos todo lo que está en nuestro pasado. Es la fotografía y también la radiografía de los usos y costumbres de todas las distintas civilizaciones y sus movimientos. Por los libros hemos conocido el pensamiento chino, griego, árabe, el de todos los siglos y todas las naciones. En fin, el libro es para nosotros un camino de salvación. Una sociedad que no lee, es una sociedad sorda, ciega y muda.

Alberto Manguel
PLACERES DE LA LECTURA
Mi biblioteca es una suerte de autobiografía. En la proliferación de anaqueles hay un libro para cada instante de mi vida, para cada amistad, para cada desilusión, para cada cambio. Jalonan mis años como esas piedras blancas que marcan la ruta de un peregrino. Una anotación en el margen, una mancha de café, un olvidado boleto de tranvía sirven para señalar antiguos aniversarios. Mi ejemplar de Don Quijote (en dos volúmenes, editado por Isaías Lerner y Celina S. de Cortázar, con ilustraciones de Roberto Páez, publicado por la querida y llorada Eudeba, víctima como tantas buenas cosas de la dictadura militar) me vuelve a mi colegio nacional de Buenos Aires, a las deslumbradoras clases de literatura española en las que el mismo Lerner, brillante erudito, nos comunicaba su pasión por la lectura detenida, enseñándonos a demorarnos en un texto hasta saber de memoria su acogedora geografía. Lerner nos enseñó cómo hacernos amigos de los (al parecer) aterradores clásicos, cómo volverlos nuestros, cómo sentirlos íntimos sin que nos intimiden. La crónica de aquellos años se halla trazada en mi Garcilaso, mi Celestina, mi Berceo, mi Arcipreste de Hita. Mi amistad con ellos dura desde aquellas clases.
Mi placer en la lectura es aún más antiguo. Cuentos, leyendas, aventuras, las vidas ricas y arriesgadas del Capitán Nemo, de Sherlock Holmes, del Zorro Reinhardt y de Gatito, de Robinson Crusoe, de Pinocho, de Emilia y de Narizinho, y de tantos otros que conocí entre las cubiertas de un libro, fueron mías desde muy temprano. Dos aspectos de su lectura me deleitaban por sobre todo: saber la conclusión de sus viajes y poder olvidarla al abrir una vez más el libro. Uno de los encantos de la lectura, común en los libros y en los lectores de una cierta edad, es la repetición. Los teólogos han decretado que ni siquiera Dios puede volver a recorrer el pasado; este poder negado a todo Autor pertenece sin embargo a cada lector dispuesto a empezar nuevamente en la primera página de un cuento.
Placer del diálogo con antiguos iluminados, placer de la aventura extraordinaria. También, y no menor, placer de la experiencia indirecta, vivida por otro para nosotros solos. Vivir en el Londres de Dickens, en el Madrid de Galdós, en la Sicilia de Pirandello; asistir a los descubrimientos de Fabre y de Plinio: sentir la pasión de Medea, la desolación de Törless, la rebelión de Montag, la tristeza de Pelo de Zanahoria –ser, por un momento, quienes soñaron ser estas criaturas levemente inmortales–. Vivir lo imposible: perderme en el oscuro placer de las pesadillas de Bioy, de Stevenson, de Wells, de Silvina Ocampo, de Cortázar, de Tibor Déry, de Kobo Abe.
A veces, la función de mis libros es revelatoria. Leer por primera vez a Benjamin, a sir Thomas Browne, a Chesterton, a Calasso, a Vila-Matas y ser guiado por un luminoso laberinto de ideas que parece construido para ayudarme a pensar, se me hace una experiencia equivalente a la iluminación de la que hablan los sabios. En esas tardes de epifanía el placer es puramente y hondamente intelectual, acto cuyo prestigio nuestras sociedades hoy desechan.
A veces mis libros me ofrecen el simple placer de lo sonoro: leer versos de san Juan de la Cruz, de Darío, de Gertrude Stein, de Yves Bonnefoy, de Stefan George, de Antonio Botto, párrafos de Christa Wolf, de Lezama Lima, de John Hawkes, de Joyce, frases en las que la música del idioma prima sobre el sentido. Leer por ejemplo este verso del (para mí) desconocido Francisco de Aldana: "Que do sube el amor llegue el amante" me regocija, y confieso, después de años de frecuentarlo, no entenderlo.
A veces, la función de mis libros es la de relicario. Mi ejemplar de Redoble de conciencia, cuya cubierta color plata de la editorial Losada lleva apuntado un número de teléfono ahora para siempre secreto, me acompañó en una de mis excursiones al sur de Argentina durante mis años de colegio. Al borde de un lago al pie de los Andes, en torno a la fogata de nuestro campamento, después de cantar a pleno pulmón El ejército del Ebro, un compañero de clase abrió mi libro y nos leyó en voz alta un poema de Blas de Otero. Nos apasionó: Dios y la lucha revolucionaria convienen perfectamente a las pasiones del lector adolescente. Años después, en Canadá, habiéndome enterado de la muerte de ese amigo en una cárcel militar de la Patagonia, encontré el poema que había recitado aquella noche y que termina así en la página 120: " Y yo de pie, tenaz, brazos abiertos, / gritando no morir. Porque los muertos / se mueren, se acabó, ya no hay remedio".
No hay remedio. La lectura no consuela. En cambio puede, misteriosamente, servir de espejo. En un verso de Blas de Otero, en un párrafo del Quijote, en las menos prestigiosas palabras de Emilio Salgari o Conan Doyle, algo –una imagen, una música, una idea– adquiere para un determinado lector la calidad de traducción de una sensación precisa, de una intuición, una ocurrencia. El regreso de Ulises, la muerte de Melibea, el curioso martirio de San Manuel Bueno, la pasión de Clarisse en Esplendor de Portugal, la apenas comenzada vida de Tristram Shandy, las decorosas listas de Sei Shonagon, son algunas de esas páginas en las que he encontrado, repetidamente, el reflejo de mi experiencia. María Elena Walsh escribió hace muchos años un poema cuya conclusión dice así: "Y si alguna vez te desespera / un gran silencio, es el silencio mío". Basta leer esto para no sentirme solo.


Fernando Savater
EL VERANO DE SAURON
En la última página de uno de sus libros más representativos (El hacedor), confiesa Jorge Luis Borges: "Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra". Esta declaración no aspira al prestigio ni a la intimidación pedante, aunque quizás hoy se lo parezca a algunos recelosos. Yo entiendo lo que pretende decir Borges e incluso (firmando todo lo abajo que sea prudente) puedo suscribir su afirmación. Ignoro si los libros siguen todavía significando para alguien –en este mundo de videojuegos y cruceros por internet– lo mismo que supusieron para algunos fanáticos cuando yo era joven: pero doy fe de que entonces eran una aventura, un riesgo prohibido, una fiesta. El verano más loco y fantástico de todos los que recuerdo lo pasé precisamente atrapado por un libro. Para ser más exactos: hechizado por un libro y amenazado por un cuartel.
Yo acababa de cumplir veintitrés años. Me habían detenido varias veces en las movidas antifranquistas de la universidad y hasta llegué a pasar una breve temporadita en la cárcel de Carabanchel. Como castigo de tanta turbulencia, las autoridades –siempre competentes– me denegaron la prórroga de incorporación al servicio militar. En septiembre, inexorablemente, tendría que vestirme de uniforme y comenzar a marcar el paso. Decir que la perspectiva me traumatizaba es ser benévolo: seguramente el corredor de la muerte de las penitenciarias yankis está ocupado por gente más o menos tan contenta como yo me sentía entonces. Tenía ante mí dos meses, dos brevísimos meses estivales, los últimos antes de la catástrofe castrense que clausuraría mi alegre y rebelde despreocupación juvenil. Julio, agosto... Los mejores meses del año, perfumados con el aroma marino de la playa donostiarra, los meses mágicos de la infancia excursionista y risueña, ahora convertidos en dramática pausa que precedía a la esclavitud.
Sentí que tenía que hacer algo grande en esos sesenta días postreros, algo arrebatador, intenso, algo tan portentoso y orgiástico que me hiciera olvidarme de lo que me esperaba después. ¿Quizá un viaje al fin del mundo? Imposible, porque las autoridades providentes antes mencionadas me habían incautado también prudentemente el pasaporte. Respecto a las posibilidades escapistas del alcohol y otras drogas lisérgicas, que ya había frecuentado por entonces con notable devoción, no me hacía demasiadas ilusiones: sirven para entretenerse un fin de semana pero no dos meses, por cortos que sean. Descartado el suicidio por orgullo –¡no podrán conmigo!– y el libertinaje por timidez, sólo me quedaba la literatura. Y entonces apareció el Libro.
Era muy grueso, más de mil páginas, y lo encontré en la librería Meissner de Madrid, especializada en libros extranjeros. Conocía su título porque aparecía vivamente desaconsejado en otra obra que había leído recientemente, El poder de soñar, de Colin Wilson. En mi adolescencia había disfrutado con El desplazado, de Wilson, una especie de prontuario romántico de insubordinación metafísica, por lo que seguía leyendo a ese joven airado con decreciente entusiasmo. Cuando terminé El poder de soñar, un repaso a la literatura fantástica contemporánea, llegué a la desconsoladora conclusión de que Colin Wilson era un perfecto merluzo. ¡Se atrevía a criticar a Lovecraft, el más entrañable y viscoso de mis autores favoritos! Y de pronto hablaba de una larga novela en tres partes, en la que se recreaba una tierra imposible y cientos de personajes propios de cuentos de hadas; para descalificarla, el cenagoso Wilson encontró este dicterio: "Es la novela que le hubiera gustado escribir a Lovecraft y no pudo". De inmediato decidí que ese grimorio merecía ser leído, si es que alguna vez caía en mis manos pecadoras. Pues bien, allí estaba, bien orondo, tres en uno, en el estante de Meissner, con su título escrito en un tipo de mayúsculas que remedaban el gaélico: Lord of the Rings. Había una pequeña dificultad: cualquiera podía darse cuenta, sin ser demasiado perspicaz, de que el maravilloso mamotreto estaba escrito rigurosamente en inglés. Y yo, ay, pese a algunos intentos más bien lánguidos de aprenderla, desconocía con vigorosa tenacidad esa imprescindible lengua.
No era cosa de esperar que tradujeran Lord of the Rings, puesto que sólo me quedaban dos meses de vida... hábil. Y menos mal que no esperé, porque tardó bastantes años en aparecer El señor de los anillos en español. De modo que me compré el tomazo incomprensible, lo acompañé con un buen diccionario y empezó mi gran aventura. Mañana y tarde penetraba en la Tierra Media, viajaba con Bilbo y Sam, luchaba junto a Gandalf y Aragorn, sintiendo siempre la amenaza del enorme ojo sin párpado de Sauron que me miraba desde el agua cóncava... Elfos y orcos me hicieron olvidar a los sargentos que poco después iban a darme órdenes. Había un doble placer: buscar despacio palabra por palabra en el diccionario para construir cada episodio como un rompecabezas emocionante y otras veces inventar o intuir el significado de los términos desconocidos para llegar cuanto antes al anhelado desenlace. Lento, rápido, intenso: el deleite. Después volví a leer El señor de los anillos en francés y más tarde en español, pero nunca disfruté tan salvajemente como con esa rústica lectura en la lengua apenas conocida, aquel verano.
Pasó el verano, llegó y pasó la mili, sobreviví a la instrucción y a las imaginarias. De aquellos días a toque de corneta ni siquiera guardo recuerdos terribles, sólo algunas anécdotas risibles, casi tiernas en su lejanía. Ahora espero, a finales de este año 2001, el estreno de la primera parte de El señor de los anillos dirigida por Peter Jackson. En los sueños inquietos de algunas noches vuelve a mirarme, ya más cerca, el ojo de Sauron.


Emili Teixidor
ESTRATEGIAS DEL DESEO O TRUCOS PARA LEER
Mientras el Estado se plantea cómo proteger a los niños de la televisión, los pedagogos siguen preguntándose cómo enseñarles a leer. Un reputado autor de libros infantiles que fue maestro revela aquí sus trucos.
1.- Contagiar el deseo de leer es como contagiar cualquier otra convicción profunda: sólo se puede conseguir, o mejor intentar, sin imposiciones, por simple contacto, imitación o seducción. No se trata de llenar ningún vaso —cerebro— vacío, sino de prender en una zarza el fuego que nos agita. Por el simple contacto de una llama. El mejor contagio/contacto es el ejemplo. Si nos preocupáramos menos por la lectura de los otros y más y con más rigor por nuestras propias lecturas, seguro que nuestro entusiasmo nos desbordaría y los más cercanos a nosotros advertirían esa plenitud que nos proporcionan los libros y quizás, quizás, otros intentaran alumbrar su propio ardor aprovechando alguna de las pequeñas chispas que desprende nuestra hoguera. Primer truco. Primero lee tú y los demás imitarán el placer que tú expandas. Predica con el ejemplo.
2.- Toda seducción tiene sus estrategias o sus trucos. Existen algunos, pequeños, sencillos y prácticos para facilitar el contagio. O mejor, la disciplina de la lectura. El esfuerzo que requiere abrir un libro e interesarse activamente por su contenido. Expondremos algunos, pero recordemos antes que para atraer al lector hay que lograr que el texto le concierna en algo, que pueda dialogar de alguna manera con él, del modo activo y participativo en que los aficionados al fútbol leen los periódicos deportivos —calibrando los adjetivos dedicados a sus ídolos, examinando con lupa la descripción del partido, juzgando la injusta expulsión de un jugador...— o los economistas las cotizaciones de la bolsa. En resumen, que el lector pueda establecer un diálogo, por mínimo que sea, con el texto. Los primeros libros deben acoger al lector, no expulsarle de sus páginas. El placer de la lectura sólo se produce cuando el acto de leer se convierte en una creación, en un acto productivo, cuando el libro sabe poner en juego las facultades del lector. Los mejores libros son los que dan al lector suficiente espacio para rehacer el texto a medida que lo está leyendo. Segundo truco. Todos los lectores tienen su nivel y hay que conocerlo antes de recomendarles un libro. Sepamos antes cuáles han sido sus últimas lecturas, lo que han leído con agrado o con dificultad, cuáles son sus intereses... en fin, qué deporte y en qué categoría está el equipo de sus preferencias... literarias.
3.- No se trata de convertir la lectura en un programa educacional, sino de educar —sobre todo a los jóvenes— en la lectura. Una de las estrategias es ampliar las posibilidades para leer y, aprovechando los espacios, hacer que las bibliotecas, escolares o municipales, sean lugares de encuentro abiertos a los libros y a las personas. Si no se hace así, simplemente propiciando los encuentros, las iniciativas pueden convertirse fácilmente en instituciones que eliminen el placer de la lectura. Tercer truco. En algunos países han establecido la hora del silencio en la cual todo el personal debe permanecer callado y con un libro en las manos, desde la directora hasta el conserje, y aplicarse en la lectura. Una hora diaria. No todos leerán al mismo ritmo. Lo que importa es facilitar tiempo y espacio para aprender la disciplina que requiere toda lectura atenta. Muchas escuelas hacen algo parecido, un rato de silencio con libros, mientras esperan el inicio de las clases.
4.- La mecánica de la lectura. La pedagogía actual ha desterrado la lectura en voz alta y los ejercicios de lectura diaria en las escuelas. Antes, muchas escuelas unitarias dedicaban una hora diaria a la lectura en voz alta desde los siete a los doce años, más o menos. Eran muchísimas horas de entrenamiento lector. Steiner nos advierte de que sólo se comprende bien un texto cuando se lee en voz alta. Por algo a los actores les llamamos intérpretes, porque leer es interpretar un texto, dar la versión personal con las pausas, las inflexiones y el ritmo requerido. Muchos jóvenes no leen bien en voz alta, no saben interpretar el texto y en consecuencia no lo entienden. Para interpretar música, danza o pintura, hay que pasar por la dura disciplina rutinaria de las tablas, ejercicios, repeticiones y correcciones. Sólo tras un estricto aprendizaje diario, viene la felicidad de una interpretación perfecta. ¿Por qué la lectura sería la única habilidad que se libraría de esa disciplina esencial para sembrar el deseo? El deseo no es más que la necesidad de ejercitar lo aprendido con esfuerzo, de liberar las energías y potencialidades descubiertas en la práctica de los ensayos. Sin disciplina no hay deseo. El deseo anárquico y voluble no es deseo, es capricho. Cuarto truco. Aprovechemos todas las oportunidades para leer o hacer leer en voz alta. ¿Por qué no se memorizan poemas, y se organizan recitales en las escuelas? La memoria, dicen, es el marcapasos de la inteligencia.
5.- Carme Riera confesaba que su pasión por la lectura se le despertó en dos frentes: los poemas que le leía su abuela sobre cuentos populares mallorquines y la biblioteca de su padre, siempre cerrada bajo llave, y que le había prohibido utilizar sin excepciones. Dos fuentes de deseo: la generosidad oral y la prohibición de acceso a un mundo posiblemente maravilloso. La técnica de algunos profesores era llegar a clase con tres libros y anunciar que iban a hablar de dos libros que llevaban consigo. Los alumnos avisaban inmediatamente que eran tres y no dos, ellos se hacían los sorprendidos, retiraban enseguida el libro intruso mientras comentaba que aquel no era un libro para ellos, con temas demasiado comprometidos para su edad, que su lectura re-quería un esfuerzo superior al que ellos podían realizar, que incluso lectores más experimentados podían sucumbir peligrosamente a las propuestas del autor... etcétera. No hablaban más de ese libro y se pasaban la clase presentando los otros dos. Acabada la clase, olvidaban los tres libros sobre la mesa. Todos se precipitaban sobre el libro proscrito del que ni siquiera habían mencionado el título. Y todos tomaban nota de él y lo leían, y unos pocos, además, leían los libros comentados y recomendados. Quinto truco. Sólo lo difícil es estimulante. Las razones para leer de los adolescentes son las mismas que las de los adultos; la curiosidad desbocada, la pasión por descubrir otros mundos, de conocer a héroes o canallas osados, transgresores... ¿Puede despertar el deseo un texto masticado, preparado, recomendado... y mil veces descubierto? En América llaman a los libros recomendados por las autoridades académicas el beso de la muerte, la maldición que mata la espontaneidad y la ilusión del descubrimiento personal, único, la voz original que nos habla directamente a nosotros. En tiempos de saciedad, regala necesidad.
6.- Los lectores andan desesperados por encontrar historias que les proporciones materiales imaginativos para crear nuevos mundos en los cuales puedan perderse o comprender mejor el funcionamiento del mundo en el que viven. Los lectores buscan pasar un buen rato perdidos en otros mundos, o en el lado más salvaje o sorprendente de éste. Aunque sepan que el tesoro de los libros no es nunca real y no es esencial para sobrevivir, todos los lectores buscan en los libros una metáfora de la felicidad. Sexto truco. Huir de la cultura de protección exacerbada por los miedos de los adultos. Muchos adultos conciben la lectura como un salvavidas contra los embates de la vida, y no como una barca libre dispuesta a la aventura personal.
7.- He aquí una pequeña lista de estrategias o trucos, además de los ya expuestos, utilizados por varios profesores para crear o reforzar el hábito de la lectura. Se refieren a ejercicios en grupo. Para edades determinadas, hay muchos más ejercicios. Nombramos sólo algunos para edades indeterminadas.
a) Hacer dramatizaciones de los libros. El grupo de lectores convierte el libro en una obra de teatro, no en detalle, sino en esquema, cuántos actos tendría, qué partes deberían conservarse y de cuáles se podría prescindir, cuántos personajes principales y cuántos secundarios, escenarios de la acción... Además, hacer el reparto entre los componentes del grupo, anotar las coincidencias de criterio, elegir a los más idóneos... etcétera.
b) Encargar la presentación del libro elegido a otro grupo de lectores, en otra clase, biblioteca, mural... etcétera.
c) Buscar finales alternativos y elegir el mejor o el más acorde con el espíritu del texto.
d) Muchas bibliotecas tienen clubs de lectores en los que ponen en común las diferentes opiniones sobre el libro elegido.
e) Subrayar las frases más importantes del libro a criterio de los lectores, y compararlas con las del resto del grupo. Mejor si una sola frase da idea del contenido.
f) Escribir parodias sobre el libro leído.
g) Si existe versión cinematográfica, comparar texto e imágenes. Dibujar un cómic... etcétera.
8.- Ejercicios en solitario.
a) Leer una sola línea —para adquirir el hábito de leer poesía— cada día. Sólo una línea, pero inexcusablemente cada día. Los lectores objetan que así no comprenderán nada, pero no se trata se comprender, se trata de ejercitar el esfuerzo lector y graduarlo a la satisfacción obtenida. Con un solo verso se acostumbran al esfuerzo mínimo pero constante, aumentarán el vocabulario, reforzarán su disciplina lectora... y sin darse cuenta, al poco tiempo leerán un poco más, hasta apreciar las palabras, las frases, las cadencias...
b) Tener una fuente de información fiable: amigos, críticos, reseñas, profesores... donde acudir para formarse la opinión antes de leer un texto.
c) Hacer una lista de libros que puedan interesar, recomendados por esas fuentes de información, a fin de no quedarse nunca sin material. Añadir reseñas, opiniones... etcétera, a fin de aumentar la preparación y el deseo.
d) Tener conciencia del nivel alcanzado como lector... etcétera.
9.- Seguro que cada maestro, padre, tutor... podrá añadir más seducciones o trucos a esos apuntados. He olvidado un buen truco: la indiferencia. Fingida, claro. Que el objeto deseado se muestre demasiado obsequioso y zalamero para seducir al lector puede hacerlo aborrecible a sus ojos, al tiempo que rebaja su posible mérito. ¿Qué poco seguro estará de sí mismo y de los placeres que ofrece, piensa el posible lector, si tiene que descender a mendigar mi atención? La atracción literaria es un compromiso íntimo, cada lector tiene una reacción única porque cada uno lee a su manera. Y, por fin, existe toda una educación del lector, una vez logrado el primer estadio de las primeras lecturas. Pero ésa es otra cuestión, que trataremos otro día.

Álvaro Pombo
LIBROS NUEVOS Y RENUEVOS DE ABRIL
Pensemos que el leer se ha ido volviendo sinónimo del comprender: leer el corazón, leer los signos de los tiempos, leer en las palabras de los poetas las equívocas señalizaciones del dios divino. Leer es comprender.
"Oh, luna, cuánto abril/qué vasto y dulce el aire/Todo lo que perdí/volverá con las aves". Cada vez que llega abril, yo respiro a pleno abril el escalofriado éter del celeste mes de abril y recuerdo esa estrofa de Jorge Guillén, con su estremecedor primer verso, "Oh, luna, cuánto abril". Poder deíctico de las secas enunciaciones del gran Jorge Guillén en esta hora de verdad sincera. Tengo la cabeza llena de versificaciones ajenas y propias, como lirios del campo. Dice Marcel Proust que en esa relación contractual con otras mentes que es la lectura es donde se forja la educación de los modales de la inteligencia. Esto es verdad, sin duda, pero yo quisiera considerar hoy la lectura no sólo como una escuela de buenos modales, por profundos que sean, sino como un gran sistema de impulsos
conscientes e inconscientes, como parte esencial de la constitución de lo que José Antonio Marina denomina el yo ocurrente de cada cual.
Al escribir estas reflexiones me he abandonado sin más a mis recurrencias de lector. No he mirado ningún libro, sólo he hecho memoria. Leer es siempre releer para después hacer memoria. ¡Cuánto hemos vivido entre los libros! ¡Hasta qué punto pertenecemos todos nosotros a los libros! Cuenta Emilio Lledó que conoció a un Heidegger mayor, muy silencioso —y subraya mucho Lledó este silencio del último Heidegger—, y que se reunió con él y con un grupo de amigos en una tabernita, y que Heidegger sacó del bolsillo en medio de la conversación unos papeles y eran páginas arrancadas de la Crítica del juicio y de la Crítica de la razón práctica de Kant. ¿No nos reconocemos todos nosotros, lectores de siempre, lectores tan nuevos, tan renuevos, en este tan poco moderno, tan escasamente extraplano, tan poquísimo internauta comportamiento de Heidegger? Llevar las hojas de los libros, deshojadas como pétalos, como los pájaros de papel en el pecho de Vicente Aleixandre. "Anochece/el hilo de la bombilla/se enrojece/luego brilla/resplandece/poco más que una cerilla/Libros nuevos/abro uno/de Unamuno". Son las meditaciones rurales de Antonio Machado, "profesor de lenguas vivas en un pueblo húmedo y frío, destartalado y sombrío, entre andaluz y manchego". Estoy invocando actos de lecturas. Así el acto de leer tal y como lo reseña nuestro admirado y detestado Francisco de Quevedo: "A solas en la paz de estos desiertos/con pocos, pero doctos libros juntos/vivo en conversación con los difuntos/y escucho con los ojos a los muertos". Los pocos libros, los muchos libros, todo este cardumen de nuestra conciencia en vela, en vilo. Yo mismo en uno de mis libros, Variaciones, he escrito: "No, nunca fuimos viajeros mortales o inmortales/Leímos libros/y yo supongo que entonces leí lo que recuerdo ahora/ y yo supongo que estuve donde estuve y que hice un viaje/aunque no hablé con nadie y viajé solo". Permítanme los lectores referirme a mí mismo como si en estas líneas describiera un arquetípico acto de leer del hombre de hoy: en este tiempo nuestro, tan repleto de viajes formidables por todo el orbe terráqueo, con tantísimos lugares visitados, brillantemente codificados por agencias de viajes, con tanto estar en todas partes y a la vez en ninguna: frente a todo ese viajar desustancializado, el acto de lectura, que es todo interior: nada hay fuera, lo que hay dentro, eso hay fuera.
En el leer se produce un efecto a la vez de rebajamiento de todas las
pretensiones del consumo, de todas las guías turísticas que confunden valor y precio, para volvernos a lo esencial del viajar y del experimentar, que es interior. Pensemos que el leer se ha ido volviendo sinónimo del comprender: leer el corazón, leer los signos de los tiempos, leer en las palabras de los poetas las equívocas señalizaciones del dios divino. Leer es comprender. La moderna hermenéutica filosófica es un gigantesco acto de elogio de la lectura. Pero el acto del entendimiento es vida: de aquí que leer, comprender, sea vivir. Todo abril se presenta ante mis ojos respiratorio, como un gigantesco renuevo, un tallo nuevo de un árbol grande y podado y cortado, que volvemos a hallar reverdecido en pleno abril, "Oh, luna cuánto abril!", con todos los libros nuevos y renuevos de abril.
Y aquí tenemos al cargante y extraordinariamente preciso Juan Ramón Jiménez del Diario de poeta y mar: "Tarjeta en la primavera de un amigo bibliófilo: ¿Brentano's? ¿Scribnner's? ¡Horror! no muchos tantos libros. Muchos —¿dónde?— un libro". No sé si me atrevo yo a ser ahora tan estricto como JRJ. ¿Y, sin embargo, no tenemos todos nosotros, lectores jóvenes y viejos, que ser terriblemente selectivos y empeñarnos, quizá, en buscar un único libro entre miles de libros? ¿No nos está JRJ diciendo, a su manera electrizante, lo mismo que decía más arriba Quevedo? Hay que leer muchísimo, muchos libros, pero a la vez como si nos dirigiéramos, utópicamente, hacia un único libro. Es parte de la esencia fractal de cada libro, ser todos los libros. Es parte de la esencia fractal de la conciencia ser todas las conciencias. El alma, cada alma, cada conciencia, es, dice Aristóteles, en cierto modo, todas las cosas. Y es que la lectura, los libros, nos vuelven hacia el interior de nosotros mismos, hacia la experiencia inmanente que se abre hacia nosotros mismos: ahí resplandece, en pleno abril, el mundo.


Jorge Volpi
Archivo
El espíritu de Brooklyn

Tomado de El Boomerang, 09/03/2006
Eduardo Lago, Llámame Brooklyn, Premio Nadal 2006, Destino, Barcelona, 2006.Paul Auster, The Brooklyn Follies, Faber & Faber, Londres, 2005.
1
Hay ciudades y barrios que aspiran a convertirse en mapas del mundo. Si esto es así se debe, más que a una gracia repentina o a los vuelcos de la historia, a haberse convertido en refugio de artistas empeñados en reinventar su entorno. La literatura y el cine son pródigos en relatos sobre los distintos borroughs de Nueva York, pero no cabe duda de que, pese a la preponderancia de Manhattan, acaso sea Brooklyn el lugar que con mayor contundencia ha aspirado a convertirse en un microcosmos urbano gracias a la imaginación -y la erudición- de sus ilustres habitantes. Tal como cuenta Eduardo Lago en un pasaje de Llámame Brooklyn, escritores tan distintos como Thomas Wolfe, W. H. Auden, Hart Crane, Marianne Moore, Richard Wright, Paul y Jane Bowles, Truman Capote y Norman Mailer fueron residentes de sus calles. La nómina podría constituir una buena guía de la literatura producida en Estados Unidos en el siglo XX.El narrador de la novela de Lago, el periodista del New York Post Néstor Oliver-Chapman, se arriesga a participar también en la conformación de la cartografía literaria de su barrio adoptivo:
Algunas estampas de mi cosecha: los faroles de gas de Hicks Street; el marco de la ventana a través de la que se veía la imagen silenciosa de una niña tocando un violín, como un fotograma de película muda; el callejón de Grace Court, como un lienzo de Vermeer, con el suelo irregularmente adoquinado, los enormes portones de las antiguas caleseras y los garfios de donde se colgaba el heno que servía de alimento a las caballerías; los bajorrelieves de las enormes puertas de metal de la iglesia maronita de Nuestra Señora de Líbano, procedentes de la fundación del Normandie.
De García Lorca a Muñoz Molina, tal parece que los escritores sienten una fascinación especial por Nueva York. Aun así resulta un tanto atípico que un español se convierta en cronista de Brooklyn, pero Lago -igual que Oliver-Chapman- lleva muchos años viviendo en sus alrededores, no muy lejos de quien se ha convertido en la voz más reconocible de su barrio, Paul Auster, quien le ha dedicado cientos de páginas y quien ahora regresa a este escenario en su última novela, The Brooklyn Follies, la cual comparte con Lago no sólo su título, sino un mismo espíritu, a la vez nostálgico y distante, humorístico y lleno de coincidencias, que acaso pudiera conocerse como espíritu de Brooklyn.¿Qué hace diferente a Brooklyn de Manhattan, Queens o el Bronx o, para el caso, de cualquier otro barrio contemporáneo? Un observador cínico diría que nada, excepto la mirada de sus vecinos. Para el turista esporádico, Brooklyn no se diferencia demasiado de otros barrios de Nueva York, o lo hace del peor modo: carece tanto del glamour como de la miseria de sus vecinos, y sus callejas algo monótonas, llenas de viejas casonas y edificios descascarillados, pequeños comercios y restaurantes étnicos, no parecerían las más aptas para despertar la imaginación literaria. Y sin embargo sus moradores coinciden en señalar que Brooklyn (cuyo nombre aún conserva el eco de sus fundadores holandeses) no se parece a ninguno de los otros borroughs neoyorkinos -y, para el caso, al resto de Estados Unidos-, pues se haya provisto de un aire provinciano sin ser chato, hogareño sin ser cursi, plural sin rayar en lo folklórico, y en especial habitable y comunitario, sin perder esa condición de "centro del mundo", que lo vuelve único. O, como dice Nathan Glass, el narrador de The Brooklyn Follies: Brooklyn es Nueva York y no es todavía Nueva York. Un poco antes, Glass intenta describir el carácter de sus vecinos:
From a strictly anthropological point of view, I discovered that Brooklynites are less reluctant to talk to strangers than any tribe I had previously encountered. They butt into one another's business at will (old woman scolding young mothers for not dressing their children warmly enough, passerby snapping at dog walkers for yanking too hard on the leash); they argue like deranged four-year-olds over disputed parking spaces.
[Desde un punto de vista estrictamente antropológico, descubrí que los brooklinitas son menos renuentes a hablar con extraños que cualquier otra tribu que haya encontrado previamente. Se entrometen en los asuntos de los demás a voluntad (viejas amonestando a madres jóvenes por no abrigar suficientemente a sus hijos, paseantes censurando a los dueños por tirar con demasiada fuerza de las correas de sus perros); insisten en pelearse como niños malcriados de cuatro años por los disputados espacios de estacionamiento].
Si sólo contásemos con las novelas de Lago y Auster, tendríamos que reconocer que el aspecto que hace único este barrio es la acumulación de historias insólitas, de encuentros azarosos, de coincidencias y vuelcos entre sus extravagantes moradores. Porque tanto Llámame Brooklyn como The Brooklyn Follies conforman, por encima de todo, una guía de la excentricidad humana y una colección de personajes tan disparatados como escurridizos.
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Llámame Brooklyn comienza en el momento en que Néstor Oliver-Chapman, su elusivo narrador, asiste al entierro de Gal Ackerman en el minúsculo Cementerio Danés, en Fenners Point. ¿Y quién es Gal Ackerman? Un escritor casi secreto con quien Néstor ha compartido algunas intensas veladas en un bar regentado por un inmigrante gallego, llamado Oakland, y por encima de todo un Brooklinite que se ha dedicado a hurgar en su barrio hasta convertirlo en el centro de su vida y, como se verá al final del libro, en el motivo central de una novela inconclusa -acaso imposible-, cuyo título no podía ser otro que Brooklyn.Pese a que su intimidad con Ackerman no ha sido demasiado larga ni demasiado profunda, o acaso por esta misma razón, Néstor ha recibido el encargo de poner en orden los papeles del muerto y dar vida a ese libro, Brooklyn, que de otro modo quedaría inerte. La novela de Lago se convierte, así, en un texto polifónico donde conviven las voces de Ackerman y Oliver-Chapman, entreveradas con cartas, fragmentos de diarios, recortes de periódicos e intervenciones más o menos esporádicas de otros personajes, cuyo objetivo no sólo es reconstruir el itinerario del escritor fallecido (sus motivos y sus secretos), sino revelar la esencia de esa ficción destinada a suplantar al Brooklyn real. Llámame Brooklyn aspira a reconstruir una memoria, tanto individual como colectiva, que sólo puede existir gracias a los testimonios cruzados de sus distintos personajes. The Brooklyn Follies también comienza con una invocación a la muerte, aunque en este caso en sentido contrario: "Estaba buscando un lugar para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, así que a la mañana siguiente viajé hasta allí desde Wetchester para echar un vistazo". A Nathan Glass, un antiguo vendedor de seguros, le han diagnosticado un cáncer, su esposa lo ha dejado después de tres décadas de matrimonio, acaba de tener una pelea con su hija, que no quiere volver a saber de él, y entonces decide buscar una última morada. Pero en Brooklyn se topará con su sobrino, Tom Wood (los nombres, como en casi todas las novelas de Auster, son altamente significativos), otro perdedor, especialista en literatura estadounidense del siglo XIX que ha perdido su entusiasmo por la academia y trabaja como empleado en una librería de viejo, y poco a poco ambos descubrirán que Brooklyn no es el mejor sitio para morir -o para ser olvidados- sino un lugar donde comenzar de nuevo.En las dos novelas Brooklyn adquiere un carácter dual: un sitio en donde ronda la muerte pero que, gracias a la vitalidad y la energía de sus disparatados habitantes, se transforma en un asidero para la existencia. Lago y Auster comparten su entusiasmo por este aspecto redentor del barrio: mientras Néstor Oliver-Chapman y Nathan Wood (la N parecería otra coincidencia austeriana) se lanzan en sus respectivas sendas de descubrimiento, el primero de su amigo fallecido, el segundo de su sobrino muerto en vida, ambos lograrán salvarlos del olvido, y resucitarán gracias a ellos.
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Tanto Llámame Brooklyn como The Brooklyn Follies comparten una fascinación común por los encuentros y desencuentros y por el sinuoso camino de sus protagonistas. Igual que Oliver-Chapman, el lector de la novela de Eduardo Lago tiene la oportunidad de ensamblar el gigantesco puzzle que es la vida de Gal Ackerman gracias a una información que se dosifica con la prudencia de un relato de suspense. Poco a poco descubrimos los secretos esenciales del escritor: su compleja y apasionante genealogía, y la historia de amor que lo liga con Nadia Orlov, una elusiva estudiante de Julliard que se convertirá en la justificación de su vida y de su escritura.Con gran habilidad para desvelar los datos eludidos, Lago nos muestra cómo Ackerman une las mitades dispersas de su identidad: primero descubre que en realidad no es hijo de Ben Ackerman -un antiguo miembro de las brigadas internacionales que habrá de convertirse en uno de los grandes expertos en la historia de Brooklyn- y luego, en un magnífico episodio madrileño que lo ligará para siempre con la Guerra Civil, que su padre biológico no es en absoluto como lo imaginó.No obstante, su historia de amor con Nadia Orlov, tan fragmentaria como su novela, es el punto nodal de la trama. Como muchos personajes de Auster -y en especial como Aurora, la hermana de Tom Wood-, Nadia es una joven insegura y caprichosa, siempre huyendo de sí misma, que no deja de aparecer y desaparecer de la vida de Ackerman, enloqueciéndolo y animándolo a perseguirla a través de las palabras. Porque en el fondo Ackerman sólo escribe para Nadia, sólo escribe para aproximarse a Nadia, sólo escribe para cercar a Nadia en un desesperado intento por comprender su inestabilidad y su constante escapatoria. Igual que la Divina Comedia, Llámame Brooklyn es antes que nada una declaración de amor, un libro que ha sido escrito no por inspiración de una mujer, sino para una mujer.The Brooklyn Follies narra otra exploración y otra aventura fragmentaria, pero en este caso la historia avanza hacia el futuro en vez de detenerse en los vericuetos del pasado. El súbito encuentro entre Glass y Wood, tío y sobrino, da lugar a una odisea animada por otra impredecible figura femenina, una niña de diez años: Lucy, la sobrina de Tom, la cual un buen día aparece ante ambos negándose a hablar. Ingeniosa, punzante, divertida, bien consciente de su encanto, Lucy transformará a Nathan y a Tom y les devolverá el fervor que ambos han perdido. No es casual que, entre todos los proyectos disparatados que tío y sobrino imaginan emprender en el futuro, el principal sea convertirse en propietarios de un hotel al que llamarán, en memoria de Harry Brightman, el jefe de Tom, el Hotel de la Existencia.
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Si bien tanto Llámame Brooklyn como The Brooklyn Follies poseen dos tramas poderosas, guiadas por dos parejas igualmente excéntricas -el escritor y su biógrafo, en la primera, y el tío y el sobrino, en la segunda-, ambas aspiran a ofrecer un panorama completo de este peculiar barrio neoyorquino, de modo que las subtramas, las digresiones y los personajes secundarios poseen un peso tan drástico como el de la historia principal. En la obra de Lago, los retratos de la cofradía de parroquianos que asisten al bar Oakland -en especial Niels Claussen, marinero danés torpemente enamorado de una prostituta jamaiquina-, así como el perfil de David Ackerman, el abuelo de Gal, adquieren una importancia central como contrapesos a veces trágicos, a veces humorísticos, del curso central de la acción. Algo semejante ocurre con los textos de Gal intercalados en la parte final de la novela, que revelan sus dotes y su pericia como narrador, aunque tal vez desequilibren un poco la arquitectura formal de la novela.Aun así, Llámame Brooklyn es una primera novela valiente, capaz de hacer que el lector se apasione por reacomodar esa acumulación de textos en apariencia caóticos que conforman el archivo de Gal Ackerman y el archivo de Brooklyn. Y, a diferencia de lo que ocurre con la novela de Auster, la sorpresa que depara al final no resulta ni previsible ni chocante, sino una consecuencia natural de la intensa y quebradiza historia de amor que Gal y Nadia mantienen hasta el final.
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Sabemos que Paul Auster es el mayor adalid del azar narrativo, como ha demostrado en la mayor parte de sus libros, pero en ocasiones su amor por las coincidencias resulta demasiado redundante. Así ocurre con varios de los personajes subalternos del libro, en especial con Honey, Aurora y Nancy, las tres mujeres en torno a las que orbita Tom Wood, cuyos vínculos se vuelven un tanto artificiales. No obstante, es en el personaje de Harry Brightman, que en realidad se llama Harry Dunkel (la polaridad Luminoso/Bright vs. Oscuro/ Dunkel también es típica de su autor), donde Auster logra una prosa más fluida e hipnotizante, pero que no deja de provocar en el lector una sensación demasiado fuerte de déja vu. El mayor problema de The Brooklyn Follies es que se trata de una novela demasiado austeriana. Tal como ocurrió en Timbuktú, acaso su peor libro, su enorme habilidad para narrar y engarzar historias a cual más disparatadas, su aprecio por los personajes excéntricos cuya suerte pende de un hilo y su vocación por los destinos truncados o cambiantes a veces puede volverse en su contra. Y más aún cuando desde el principio el libro descansa en un tono declaradamente menor (el de las follies del título).En sus dos novelas inmediatamente anteriores, El libro de las ilusiones y sobre todo en La noche del oráculo, Auster había sabido reinventar sus recursos, permaneciendo fiel a sus obsesiones pero arriesgándose a indagar en la naturaleza cada vez más oscura de sus protagonistas. En The Brooklyn Follies, en cambio, su voluntad explícita de atar todos los cabos y de escribir un libro a la vez optimista y melancólico (una enciclopedia de la estupidez humana) naufraga en una serie de fórmulas previsibles o inocuas. Hacia el final del libro aún hallamos algún pasaje sorprendente -su violenta diatriba contra un grupo de New-Born Christians-, pero luego todo queda atado y bien atado, renunciando de modo explícito a cualquier ambigüedad, acaso la mayor virtud de Auster en libros como La música del azar o Leviatán.


Tomado de EL MERCURIO, viernes 7 de abril de 2006
viernes 7 de abril de 2006

RICARDO PIGLIA EN EL MERCURIO
"En literatura no hay nada obligatorio"

Invitado por Revista de Libros, el escritor argentino visitó el diario para conversar con periodistas y escritores. Ricardo Piglia cree que al conocimiento se puede acceder desde cualquier biblioteca. Por eso, cuando escribe o habla de literatura no se preocupa por transmitir el contenido de ese conocimiento, sino la pasión que siente por él. Y eso se nota. La semana pasada, reunido con periodistas, editores y escritores en El Mercurio, derrochó pasión. Por leer. Por escribir. Por criticar. El impacto que tuvieron en su formación los novelistas norteamericanos (Hemingway, Fitzgerald, Faulkner), su trabajo como editor de novelas policiales y la estrecha relación que ha mantenido con el periodismo fueron algunos temas por los que se paseó el reciente ganador del premio José Donoso.Emilio Renzi, especie de álter ego de Piglia, es un periodista de páginas culturales que en más de una ocasión ha debido cubrir crímenes y asaltos. Y su libro Crítica y ficción está construido sobre la base de entrevistas. "Quería flexibilizar el formato de la crítica, ver qué efecto podía tener un juicio o apreciación en el formato de una entrevista. ¿Deja de ser una crítica? ¿No es la conversación una de las formas más naturales o espontáneas de circulación de los textos?", se preguntaba el autor trasandino, cada vez más seducido por cruzar las fronteras narrativas."Creo - dice Piglia- que los escritores con los que siempre me he sentido cercano, como Puig, Saer, Bolaño, han tratado de descubrir qué quiere decir ser novelista hoy. Por supuesto, la búsqueda de esa respuesta no lleva a una misma dirección. Puig encontró modos de narrar que estaban en la telenovela, en el folletín, en el consultorio sentimental de los diarios. Saer, en cambio,desarrolló su poética contra la cultura de masas. Cuando escribí Respiración artificial sabía que lo obvio sería que en el encuentro en el bar se hablara de mujeres, pero sentía que esos personajes debían discutir de filosofía o literatura como cuando yo iba a los bares. Era un riesgo, claro, pero nunca he pensado que en literatura hay cosas que no se puedan hacer. En la literatura no hay nada obligatorio".En esa búsqueda permanente, el autor argentino destacó el impacto que hoy tiene el género de la no-ficción. "Escritores como Capote o Walsh intervienen en los medios porque creen que ahí está la escena social. Uno no puede hacer futurología, pero me da la sensación de que el campo de la no-ficción será cada vez más amplio, porque combina aspectos de la autobiografía con la idea de la experiencia. El cronista sigue siendo un testigo deliberado, el que ordena el material o el que a veces escribe como si fuera la fuente".

La página de Christopher Domínguez Michael
Brevísimo diccionario de Thomas Mann

Sin eludir los tópicos más peliagudos, el crítico mexicano repasa en orden alfabético los temas esenciales que atraviesan la existencia y la obra del autor alemán cuya vida transcurrió entre 1875 y 1955. A la memoria de JGP, por supuestoAuden, W.H. El entonces joven poeta inglés aceptó la petición de Christopher Isherwood de casarse con Erika Mann, apenas unas horas antes de que el Tercer Reich despojara en 1935 a la mayor de las hijas de Mann de la nacionalidad alemana, brindándole así la protección que correspondía a la esposa de un subdito británico. Auden llegó a sentir algo más que un tierno afecto por la hiperactiva Erika, la única mujer que cubrió el juicio de los criminales de guerra en Nuremberg. Quienes la vieron en esos días, con su uniforme de campaña del ejército de los Estados Unidos, la describieron tan hermosa como Diana y tan segura de sí misma como la diosa Atenea repartiendo justicia.Autobiografía. No ha habido escritor menos escrupuloso que Mann a la hora de retratar en su literatura los rostros apenas disfrazados de sus seres queridos. En la búsqueda de un personaje Mann no perdonaba ni al más querido de sus nietos, cuya muerte imaginó con el propósito de escribir una escena análoga para Doktor Faustus. Toda la obra de Mann es una novela familiar, en la que el escritor es un padre de familia creador y destructor sólo equiparable al Dios del Antiguo Testamento.Buddenbrook (1901), Los. “La asombrosa fluidez del desarrollo de Los Buddenbrook, la natural unión que se muestra continuamente en la novela entre lo cotidiano y lo significativo, que le da el gran peso y la gravedad de una redonda obra maestra en la que nada resulta gratuito y todo parece inevitable a pesar de la juventud de su creador y que no deja de admirarnos en ningún momento, es producto también de esa afortunada coincidencia entre lo colectivo y lo particular que hace posible lo que podríamos considerar las grandes obras naturales, que nacen precisamente de la coincidencia entre la visión del autor y las exigencias del momento. La crónica de la decadencia de una familia que Thomas Mann nos narra es también la crónica del fin de una época sin que el escritor necesite violentar en nada el curso de las acciones.” Juan García Ponce, Thomas Mann vivo, 1972.Brecht, Bertold. El gran dramaturgo tenía por motivo de gloria vestirse como vagabundo y se enorgullecía de las semanas que permanecía sin bañarse. Brecht creía que la mugre le daba un aura de santidad medieval, el apestoso prestigio de un eremita. No es extraño que escribiese algún poema satírico donde se burlaba de Mann por la esmerada atención que ponía el novelista en la limpieza de su atuendo y en su higiene personal. Sin duda, la mutua antipatía que se profesaban tenía motivos más profundos: uno y otro representaban dos maneras radicalmente opuestas de vivir la República de Weimar pues Brecht, nacido en 1898, más bien formaba parte de la generación de los hijos de Mann. Pero la distancia se agravó en los años del nazismo y la guerra, durante los cuales –aun mientras los aliados bombardeaban las ciudades alemanas-, Mann no renunció a hacer corresponsable al pueblo alemán del dominio hitleriano. Esa disonancia moral enfurecía a comunistas como Brecht, cuya tarea propagandística implicaba hacer pasar a la gran mayoría del pueblo alemán como víctima inocente del terror y la miseria del Tercer Reich.California. “Nos avergüenza estar hurgando en vidas ajenas y al mismo tiempo no podemos evitarlo. La misma sensación de haberme colado en un mundo no había sido invitado la viví hace unos cuantos meses al visitar con el amigo perfecto, Efraín Krystal, un gran conocedor de Mann, la residencia donde vivió durante poco más de una década, en Pacific Palisades, un barrio de Los Ángeles. Aprovechamos la buena disposición del ejército de jardineros mexicanos que podaban las arboladas cercas del jardín; la lengua común nos sirvió de santo y seña. Pasear por los prados, estar en la terraza tantas veces contemplada en fotografías, la misma donde Mann acostumbraba tomar café con su familia y algunos privilegiados visitantes, contemplar la arboleda que rodeaba la casa con una grandiosidad que sólo se antoja calificar de wagneriana, me produjo una emoción desmedida. Imaginé el estupor que aquel hijo del Norte debió haber experimentado cada vez que al llegar a casa topara con ese paisaje sólo parecido al de los primeros días de la creación, vislumbrado en la infancia en los albúmes o en relatos de su madre brasileña. En esa casa, Mann concluyó el último de los volúmenes de José y sus hermanos; allí mismo concibió, escribió, sufrió y concluyó el Doktor Faustus.” Sergio Pitol, El arte de la fuga, 1996.Diarios. Marcel Reich-Ranicki, el gran crítico alemán que ha hecho de la custodia de la obra de Mann su misión, da a entender que existe un club –que en México le tocaría presidir a Sergio Pitol- de adictos a los Diarios de Mann, al que no pertenecen necesariamente quien disfrutan de La montaña mágica o del Doktor Faustus. Escritos en una prosa detestable –lo dice Reich-Ranicki- los Diarios son célebres por sus supuestos y escandalosos defectos. A algunos lectores les molesta la juguetona ambigüedad con la que Mann narra su vida erótica, colmándola de enigmas a descifrar por la posteridad. Y a los hipocondríacos, en cambio, nos interesa esa descripción pormenorizada que Mann hace sus ciclos intestinales, indiscresión que tanto disgusta a los apolíneos y a los pedantes. Mann quemó, a mediados de los años treinta, buena parte de sus diarios, conservando, al principio por descuido y luego por cálculo, los cuadernos correspondientes a 1918-1921 y a 1933-1955. Los Diarios son un libro tan útil para entender qué es y qué no es un escritor moderno, como lo son las Conversaciones con Eckermann, de Goethe. Las rutinas de Mann son lo contrario del tedio, una colección de manías donde la familiaridad con la gloria es un espectáculo soberbio. Destaca en los Diarios, inevitablemente, la eficacia y la elegancia con la que Mann atravesó noblemente esa lucha contra el nazismo en la que nadie hubiera contado con él. Y no menor es la atención perfeccionista que el escritor ponía, durante esos viajes trasatlánticos a los Estados Unidos antes de la Segunda Guerra, en el arte de hacer y deshacer sus maletas. Mann, que se concebía a sí mismo como un genio cómico, desconocía el sentido del humor en tanto que ironía dirigida contra sí mismo, lo cual, finalmente, lo torna muy antipático para no pocos lectores. Yo me cuento entre quienes les asombra esa aura de majestad que tan naturalmente caía sobre su vida entera, dotando de grandeza a casi todo lo que tocaba: los nietos, los perros de la familia, la literatura, Alemania, la sonrisa de un camarero, los hospitales, un paseo por el bosque, los buenos oficios de una enfermera.Doktor Faustus (1947). Hay a quienes escandaliza el faustismo de la cultura alemana y a quienes no satisface la interpretación fáustica que Mann hace, a través del músico Adrian Leverkün, del nazismo, pues ven en la posibilidad que el alemán se arredra de pactar con el diablo, el verdadero origen de la tragedia. Mann no está exento, sin duda de ese equívoco orgullo, a su manera también demoníaco.Erotismo. Tan extraña es la posteridad que Thomas Mann, a principios del siglo XXI, es leído como un autor casi únicamente erótico. Tal cual él lo previó al ordenar que sus diarios íntimos fuesen publicados tan sólo veinte años después de su muerte, su biografía ha ido cambiando a la luz del tiempo. Pasados los tiempos de la muerte del autor, Mann se convierte en el autor ante el Altísimo. Basta que él mismo haya anotado en una página íntima de 1918 que toda su obra debía de leerse en los términos de su inversión sexual, para que toda sus novelas sean leídas bajo esa lógica, convirtiendo a Mann en el depositario final de la interpretación de sus textos, en este caso desprovistos escandalosamente de toda autonomía. De Hanno Budenbrook a Adrian Leverkühn, pasando por Tonio Kröger y Gustav von Ascenbach, se ha llegado a decir que todos los héroes masculinos de Mann –dado que en su obra las mujeres suelen no tener mayor protagonismo - anuncian la edad de oro de la cultura gay. A quienes sostienen lo anterior no les falta razón en ciertos aspectos: por ejemplo, el primero en pretender que sólo la personalidad homoerótica de Tchaikovsky explica la clase de sentimentalismo que anega sus conciertos y sinfonías fue Mann. Pero también convendría no olvidar la interpretación que del erotismo en Mann se hacía antes de de la publicación de sus Diarios en 1975, cuando el escritor salió postumamente del closet y antes, también, de la proliferación de los estudios de género. En aquellas antiguas lecturas, acaso timoratas a nuestros ojos, se insistía en que para Mann la orientación sexual (y la genitalidad, estrictamente hablando) formaba parte del orden clasicista de lo bello, es decir que el género de Tadzio, el efebo de La muerte en Venecia es secundario ante el espectáculo crepuscular de su belleza. Si todos tenemos los dos sexos del espíritu, la verdadera belleza sólo puede ser hemafrodita.Thomas Mann intentó conciliar, dos ideas muy viejas y acaso mutuamente excluyentes de la sexualidad. Una, alimentada en el fin de siglo por el decadentismo, presentaba a la homosexualidad como una perversión santificada, propia de elegidos, que debía y podía ser ocultada bajo la solemne fachada del rey burgués de la literatura alemana. Pero contra esa ocultación se rebelaba otro Thomas Mann, el heredero de Goethe, el fauno y el panteísta, el pagano que creía que todo amor, incluso el incesto, es natural porque ocurre bajo la autorizada e infalible vigilancia de la naturaleza. Curiosamente esta última visión (y no la primera) fue la que el escritor vivió en familia, absteniéndose de deplorar el lesbianismo de Erika o la homosexualidad de Klaus o de Michael Mann. Y las propias aventurillas del viejo Thomas, infatuaciones platónicas suscitadas por meseros, ocurrían bajo la mirada cómplice de Erika, quien sólo deseaba que su padre no se expusiese al escándalo público. Mann, cuya fama de padre autocrático quizá sea inmerecida, nunca predicó la doble moral en casa ni pidió a sus hijos esa renuncia erótica que a él se le atribuye. Lo que Mann no toleraba ni perdonaba era que sus hijos careciesen de talento. Eso era la única y verdadera contranatura.Freud, Sigmund. El reconocimiento crítico de Mann fue para Freud como un tronco de madera para el naúfrago, la única prueba que el fundador del psicoanálisis recibió de que no moriría, como Moisés, antes de tocar la tierra prometida.Gide, André. Gide y Mann se profesaban mutua admiración y de alguna manera, el escritor francés se hizo cargo de esa dirección espiritual que Klaus Mann pedía a gritos, lo que su padre no dejó de agradecer. A Thomas, empero, le escandalizaba un poco la ostentación que Gide hacía de su homosexualidad. La pederastia propiamente dicha, de la que Gide se gloriaba –y actualmente lo hubiera llevado de inmediato ante un juzgado-, a Mann le parecía vulgar e inconcebible.Hesse, Hermann. Aunque eran mucho lo que los unía y llegaron a tener una buena amistad, los encuentros de Hesse y Mann, en Suiza, semejan la celosa atracción que un comerciante siente por otro. Las regalías, la mala fe de los editores y la necesidad de que algunos de sus libros continuasen circulando en Alemania, pese al nazismo, constituían uno de los temas centrales de su relación. A Mann, por otro lado, le molestaba la comodina indiferencia que Hesse manifestaba ante la política. Y a Hesse, esa especie de abuelo de los hippies, le daba risa la estirada formalidad que imperaba, a la hora de la cena, en casa de los Mann.Hitler, Adolf. Una de las pocas observaciones profundas que sobre la personalidad de Hitler ha postulado la historia proviene de Mann, de un texto poco conocido de 1939, titulado “Mi hermano Hitler”. Mann sugiere en esta pieza que la vocación demoníaca de Hitler sólo puede provenir del colosal resentimiento de un pintorcete, que anhelante de prestigio, sale de la bohemia gracias al fanatismo. Ese Hitler romántico que venga su fracaso incendiando al mundo, ese pirómano, sólo puede ser un artista que como el propio Mann dice que él lo fue, se nutrió desordenadamente de Schopenhauer, de Nietzsche, de Wagner. Por ello Mann decía que él y Hitler eran hermanos, es decir, hijos de la misma cultura y alimentados por la leche envenenada del romanticismo. Esa negativa a desentenderse del caso Hitler, confinándolo a la patología teratológica, esa decisión de tomarlo personal, familiarmente, sacándolo del armario, es una de las audacias menos reconocidas de Mann, para quien lo demoníaco también formaba parte de la realidad del mundo, de aquello que paganamente se entiende como lo divino.Homosexualidad. Según Anthony Heilbut, el más osado entre los biógrafos recientes de Mann, la historia amorosa del joven Thomas Mann con Paul Ehrenberg fue una relación homosexual en toda la regla. Los especialistas ven actualmente con indulgencia aquella declaración del historiador Golo Mann, el más joven (y el más conservador) de los hijos de Thomas, donde decía que la homosexualidad de su padre nunca había ido más allá de la cintura. Pero tampoco puede dudarse, como lo muestran los Diarios, que Thomas llevaba con su esposa Katia una vida sexual activa y satisfactoria. La bisexualidad es una condición que el común de los mortales no podemos ver sino con escándalo, como si fuese propia de semidioses esa capacidad de viajar, de manera voluntaria, entre las más distantes esferas del ser.José y sus hermanos (1933-1943) La obra a la que Mann le dedicó dieciseis años de su vida permanece como unos libros menos leídos de la literatura universal. Con la excepción de Juan García Ponce, creo no haber conocido a nadie capaz de concluir con la lectura de la intimadatoria tetralogía. Pero el asunto dista de ser exclusivo de la lengua española. En The Cambridge Companion to Thomas Mann (2002), el único texto que Ritchie Robertson, el compilador, mandó traducir del alemán es precisamente el estudio dedicado a José y sus hermanos, reconocimiento tácito de que no hay en inglés un conocedor experto del libro. ¿Cuál es el misterio que torna inaccesible una obra escrita por Mann para ser apreciada por varias generaciones? Sospecho que estamos ante un colosal error de lectura. Es raro el lector que se sumerge impunemente en Ulises, en En busca del tiempo perdido o en El sonido y la furia, mientras que nadie nos previene de que José y sus hermanos, contra la apariencia un tanto didáctica y legendaria del relato (y acaso también en contra de las intenciones del propio Mann), es una obra en verdad difícil, que exige tanto de nosotros como Joyce, Proust o Faulkner. La tetralogía se mide con el Antiguo Testamento, como Ulises se refleja en la Odisea. Tan ambiciosa para la literatura como la obra de Sir James Frazer para la antropología, José y sus hermanos habla del primero de todos los destierros, el exilio bíblico. Es una averiguación arqueológica monumental, un trabajo de campo en el origen mismo de la historia en tanto que incursión filológica en la caída en el tiempo. Pero casi nadie se siente tentado a agradecerle a Mann esa obra. Quizá sea cierto que es un libro ilegible, pese a su conservadora apariencia, como se supone que lo es Finnegans wake.Kafka, Franz. Kafka leyo con admiración a Mann y Mann leyó con admiración a Kafka. La larga vida de Mann permitió que Kafka fuese primero su discípulo y luego su maestro, como le había ocurrido a Haydn con Mozart.Mann, Heinrich. Papanatas, cursi, liberal blandengue convertido en stalinista, narrador justamente olvidado y otras lindezas son las cosas que habitualmente se escuchan sobre Heinrich Mann (1871-1950). Todos los intentos de rehabilitación del ilustrado Heinrich, amigo de la Revolución francesa primero y de la Revolución rusa después, han fracasado y al final, la opinión que Thomas tenía sobre su hermano mayor ha acabado por ser la de la posteridad. Heinrich, quien en mucho contribuyó a formar a Thomas durante aquellas vacaciones de juventud en Italia, fue quien abrió el fuego durante la Primera Guerra Mundial, denunciando en su hermano menor la encarnación del literato reaccionario y militarista, guillermino y prusianizante. Y cuando en 1922 Thomas, gravemente impresionado por la violencia política, decidió apostar un tanto abruptamente por la República de Weimar y por la democracia parlamentaria, tal pareciera que sólo lo hizo para quitarle a su hermano mayor su enorme prestigio como hombre de izquierda. Si la fama literaria había sido ganada por Thomas con Los Buddenbrook, lo mismo ocurrió con esa celebridad política que lo transformó, de joven conservador a viejo socialdemócrata, en el más escuchado y aclamado de los escritores antifascistas, al grado que Roosevelt llegó a pensar en él como presidente de la Alemania poshitleriana.Viviendo a expensas de Thomas en California, Heinrich murió cuando se disponía a unirse, en calidad de escritor oficial, al régimen comunista de la República Democrática Alemana. No había día más amargo para Thomas, según confiesa en sus Diarios, que aquel en que llegaba el correo con algún libro nuevo de su infortunado hermano. Leer a Heinrich le parecía una tortura.Mann, Klaus. De los seis hijos de Mann todos acabaron por ser, de una manera u otra, escritores. Tres de ellos, dos hijos y una hija fueron homosexuales. Dos de ellos se suicidaron. Y ninguno como Klaus (1906-1949) se esforzó tanto y tan fallidamente por brillar con luz propia. Sino fuese por la versión cinematográfica que István Szabo hizo de Mephisto, la novela de Klaus Mann, su nombre rara vez saldría de las biografías de su padre. Y hay un relato donde Klaus enfrenta a Thomas -Novela de niños- que debería leerse junto a la kafkiana Carta al padre, como un libro clave en la exploración de lo filial. Hombre atormentado por las drogas y por una homosexualidad vivida abiertamente, Klaus se suicidó, tras varios intentos, en Cannes. Fue, como su padre lo recordó casi con satisfacción, un artista mediocre. Pero quien lea sus diarios y memorias, encontrará en Klaus a un liberal de una lucidez extraordinaria, el muchacho que puso en las manos de su padre el hilo para salir de las tinieblas de la Alemania nazi.Mann, Katia. La esposa de Thomas, la madre de sus hijos, murió el 25 de abril de 1980, poco antes de cumplir los noventa y siete años. “En mi vida”, según registra Reich-Ranicki, “nunca pude hacer lo que hubiera deseado”.Montaña mágica (1924), La. La tonada, que viene de Lukács (y no todo lo que viene de Lukács es malo), dice que Mann fue o el último escritor burgués o el último escritor del siglo XIX en el XX. Debe rechazarse ese lugar común, irrelevante en estos tiempos en que la vanguardia (a la cual Mann no perteneció) se ha convertido en el más museográfico de los clasicismos. Sólo un genio contemporáneo podía llamar a cuentas a la Alemania de Hitler (que para Mann también era la de Goethe y de Nietzsche) recurriendo a la leyenda fáustica, como él lo hizo en el Doktor Faustus. Nadie fue más siglo XX, o al menos encarnó menor su primera mitad, que Mann y su familia. Harold Bloom, con esa manera encantadora de ser anticuado que tiene, afirma que no hay libro más actual que La montaña mágica. Puede que exagere, pero si se trata de exponer dialógicamente toda la trama ideológica que dividió al mundo entre 1914 y 1989 no queda sino que recurrir a la batalla entre Naphta y Settembrini, las dos caras de la moneda que atraviesa la modernidad, el supremo conflicto de ideas, el trueque de atribuitos.Musil, Robert. Nadie fue tan severamente certero con Mann que Musil en sus propios Diarios, quien presentó objeciones como las que sigue: “Cabe esgrimir contra Thomas Mann que recuerda a un muchacho que ha practicado el onanismo y que luego se convierte en padre de familia. El conocimiento de la inmoralidad y su superación por parte del hombre normal, esa inmoralidad ya inocua y a la que Thomas Mann alude con un guiño de complicidad, sólo puede referirse a eso. ¿Y a qué se dedica su pupilo Castorp todo el tiempo en la Montaña Mágica? !Evidentemente se masturba! Pero Mann priva a sus personajes de órganos sexuales, como si fueran de yeso.” (octubre de 1932)Orígenes del Doktor Faustus (1949), Los. Cuando yo tenía diecisiete años, Rafael Castanedo me hizo un regalo perfecto, un ejemplar de Los orígenes del Doktor Faustus acompañado de un casette con una selección de la música que Mann va aludiendo a lo largo de la novela y de ese fabuloso libro testimonial que cuenta su escritura. Ese gesto me abrió, de un sólo golpe cuyo eco no cesará sino con mi vida, el mundo de la escucha musical y de la creación literaria. El universo se pobló de personajes excéntricos como T.W. Adorno (quien auxilió a Mann en la comprensión de la dodecafonía) y de discos de Schoenberg (quien obligó a Mann a reconocer en un epílogo su sitio indiscutible como creador de esa música). Gracias a ese regalo leí a Nietzche (uno de los modelos de Adrian Leverkühn) y escuché el cuarteto de Hugo Wolf, las sinfonías mahlerianas o la sonata op. 111 de Beethoven, de la misma manera en que ví un destino completo en la escena en que Mann guarda la biblioteca que le sirvió para escribir y documentar José y sus hermanos y pone manos a la obra en la escritura de Doktor Faustus, una epopeya contra el mal.Schoenberg, Arnold. No tiene razón Reich-Ranicki cuando dice que una de las debilidades del Doktor Faustus es la escasa pasión que Mann sentía por la música contemporánea que encabezada por Schoenberg, se vió obligado a convertir en el corazón de su novela. Creo al contrario, con Ronald Hayman, que el supremo esfuerzo de un hombre como Mann, que se sentía el último de los románticos, por comprender la música posterior a Brahms, se cuenta entre sus logros titánicos.Sontag, Susan. A los catorce años, Susan Sontag y un amiguito de la escuela, ya entonces devotos de Thomas Mann, tomaron el directorio telefónico e hicieron cita para tomar el té con el gran escritor alemán, lo que ocurrió en la tarde de un sábado de 1947, en la casa de 1550 San Remo Drive, Pacific Palisades. Mann trató a sus imberbes invitados con una cortesía exquisita y con una solemne generosidad. Extrañamente, Sontag se tardó muchos años en contar el episodio. Se avergonzaba de un atrevimiento que yo pondría sin vacilar en el libro de oro de las anécdotas literarias más edificantes.Visconti, Luchino. En la ya larga historia de las irremediablemente conflictivas relaciones entre el cine y la literatura quizá no haya momento de mayor armonía que la película de 1972 que don Luchino Visconti, conde de Modrone, consagró a La muerte en Venecia (1911) de Thomas Mann.Fuentes- Stephen D. Dowden (ed.), A Companion to Thomas Mann´s Magic Mountain, Camden House, Sulffok, 1999.- Ronald Hayman, Thomas Mann, Bloomsbury, London, 1997.- Anthony Heilbut, Thomas Mann. Eros and literature, University of California Press, Berkeley and Los Angeles, 1995.- Roman Karst, Thomas Mann, historia de una disonancia, Barral Editores, Barcelona, 1974.- Hans Mayer, Thomas Mann, PUF, París, 1994.- Marcel Reich-Ranicki, Thomas Mann y los suyos, Tusquets, Barcelona, 1989. - ––––––––––––––––––––, Siete precursores. Escritores del siglo XX, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2003.- Ritchie Robertson (ed.), The Cambridge Companion to Thomas Mann, Cambridge University Press, Cambrigne, 2002.
Christopher Domínguez Michael.
Los editores crean una 'web' que ofrecerá información sobre todos los libros disponibles


El congreso de Cáceres analiza los retos del sector cultural y el perfil de los nuevos lectores
ROSA MORA - Cáceres

TOMADO DE EL PAÍS - Cultura - 07-04-2006

Emiliano Martínez: "Los dos símbolos de los nuevos tiempos son el mando a distancia y Google"
Vivimos una época de transición en el ámbito del libro, la lectura y el acceso al conocimiento, y ello genera incertidumbre. Se pudo constatar ayer de la segunda jornada del I Congreso Nacional de la Lectura, que se clausura hoy en Cáceres. "Los dos símbolos de los nuevos tiempos son el mando a distancia y Google", afirmó Emiliano Martínez, presidente de la Federación de Gremios de Editores y del Grupo Santillana. El próximo otoño, anunció, entrará en funcionamiento www.libro-es.com, con el objetivo de que los más de 300.000 títulos vivos en los catálogos de los editores españoles no sean invisibles.
La nueva .com "ofrecerá la información comercial de los libros disponibles", dijo Martínez. "Llevamos años trabajando en el proyecto, impulsado por los editores y por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez. El sitio www.libro-es.com está llamado a ser una herramienta esencial en la difusión del libro. Se dirige a los profesionales de la cadena del libro, pero también a todas las entidades que tienen que ver con él: bibliotecarios, medios culturales y, por supuesto, lectores". La documentación reunida en esta web "será el núcleo y motor de un portal del libro, en el que se irán añadiendo informaciones sobre las obras y sobre otros aspectos de sus contenidos y también de actividades culturales".
"Ahora, la comunicación y los textos se cuelgan y circulan por la Red. Estamos, pues, en otro escenario. Quizá porque la evolución es gradual y estamos en medio de ella no nos parece que las cosas hayan cambiado tanto. Los rasgos nuevos que incomodan e inquietan los señalamos como defectos o elementos a corregir y eliminar, sin darnos cuenta, quizá, de que sean definitorios del cambio climático en el que ha entrado nuestro ecosistema".
El exceso, la velocidad, el cambio, la diversidad, la pluralidad son algunos de los ejemplos que vive el sector, cuyos ingresos, por otra parte, "están estancados en moneda constante desde hace varios años".
Martínez fue el ponente del encuentro sobre Lectura e industrias culturales. Desde otro punto de vista, Francisco Jarauta, catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia, ponente de la mesa sobre Nuevos lectores y nuevas lecturas, abordó, en una espléndida lección magistral, el fenómeno Internet. "En los últimos 20 años estamos viviendo uno de los desafíos más importantes de nuestra época y tenemos que hacernos responsables de los instrumentos que nos adapten a ella. Es una época de transición y debemos intentar verla desde una perspectiva diferente, con más generosidad y menos resistencia".
"En términos globales tenemos un handicap", dijo Jarauta, "la imposibilidad de pensar el futuro". Ello crea incertidumbre y ansiedad, "una ansiedad crítica, porque sabemos sus causas".
En la Galaxia Internet, como la define Manuel Castells, citó Jarauta, se modifican todas las relaciones, sobre todo, "con la información y, por tanto, con el conocimiento". "Se ha hecho un salto en el proceso de aprendizaje. Y el conflicto simbólico entre el mundo de la virtualidad y el de la realidad lo están viviendo los más jóvenes, los chavales de 10 o 12 años". ¿Y la lectura? "Hay que construir sujetos que sepan adaptarse a los nuevos sistemas de conocimiento".
En cualquier caso, no habrá choque de trenes. Lo afirmaron rotundamente los sabios que participaron en el encuentro sobre Nuevas lecturas y nuevos lectores, a quienes el moderador, Francisco Serrano, director general de la Fundación Telefónica y adicto, como señaló, a la bibliofrenia, calificó de expertos navegantes, de perfil renacentista y enciclopédico, cuyo espectro de intereses y conocimiento es muy amplio. Ellos, Javier Echeverría, escritor y profesor de Ciencia, Tecnología, Filosofía y Sociedad del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; Antonio Rodríguez de las Heras, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Carlos III, y José Antonio Millán, escritor y editor en papel y digital, lo dejaron bien claro: no hay fractura entre lectores de antes y de ahora. Los de antes, afirmó Rodríguez de las Heras, se incorporan con naturalidad a las nuevas tecnologías. "El despliegue del mundo en Internet al alcance de la mano", señaló Rodríguez de las Heras, "no acabará con la cultura libresca". "Avanzo una hipótesis: no hay fractura, no hay choque de trenes. Estoy viendo que vamos a vivir una edad de esplendor en la lectura y en la escritura".
Echeverría habló de los tecnolectores en un nuevo "espacio de lectura perturbador para quienes están acostumbrados al papel, pero que abre nuevas posibilidades de trabajo muy interesantes". Para Millán, el nuevo lector, el lector control efe, el que tiene los textos en línea y que cambia de uno a otro continuamente, es "bífido". "Tenemos lo mejor del mundo, un libro en papel bien editado y bonito y las concordancias en Internet", y ahí todas las palabras de todos los libros. Aún un sueño, porque no todos están digitalizados. "Somos lectores acostumbrados a buscar aquello que queremos y de la manera más rápida".
¿Y los editores? Entre la nostalgia, el presente y el futuro luchan, como dijo Emiliano Martínez, por ensanchar la base de lectores. Más allá de la "vocación e intereses" y desde la "responsabilidad social" de su trabajo. Jesús Badenes, director general de edición para librerías del Grupo Planeta, quiso levantar "un poco la moral": "Hay un moderado crecimiento de la edición general"; reivindicó el papel de atracción a la lectura de best seller como la serie de Harry Potter; La sombra del viento o El código Da Vinci; también la función de las librerías y el derecho a distribuir libros en los grandes almacenes y superficies, eso sí, "con precio único para todos".
Alejandro Sierra, el director de Trotta, puso, cómo no, sus gotas de utopía: la lectura y los libros como parte indisoluble de la sociedad del bienestar o el rechazo al proyecto de Google de digitalizar 15 millones de títulos.
Y mientras todos debaten sobre el futuro del libro, Álvaro Valverde, director de la Editora Regional de Extremadura, defendió el trabajo de una editorial institucional. Nació en 1984 en una comunidad sin tradición editora y es ahora "puntal básico en el resurgimiento literario. Setecientos libros editados, 30 al año, "no de lujo ni de filólogos, sino claros y sencillos". "Antes teníamos que imprimirlos en Madrid o Salamanca, ahora ya lo hacemos en Extremadura".
El librero Fernando Valverde, presidente de la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros, pidió una vez más la derogación del decreto de liberalización de los descuentos en los libros de texto y también una vez más alertó sobre el peligro de que la crisis que viven las librerías "estrangule la producción" de los editores.
Pep Duran, librero desde hace 35 años (librería Robafaves, Mataró, Barcelona) y cuentacuentos desde hace 20, escenificó uno de sus fantásticos relatos orales y mímicos para convencer a los asistentes de que hay caminos distintos para atraer al personal, de 2 a 80 años, a la lectura.




MARIO VARGAS LLOSA

ENTREVISTA
Una vida al pie de la letra
“Setenta años y sigue andando” es el titular que Vargas Llosa pondría a esta entrevista. El autor de ‘Conversación en La Catedral’, el libro que según confesión propia más le costó escribir, recorre sus siete décadas de vida y habla con serenidad de literatura, de su familia y de sus hijos.
JUAN CRUZ
EL PAIS SEMANAL - 29-03-2006


Mario Vargas Llosa. (CRISTÓBAL MANUEL)
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MARIO VARGAS LLOSA
Nacimiento:
28-03-1936
(Arequipa)
PERÚ
Capital: Lima
Gobierno: República
Población: 28,409,897 (2003)

"Después de la relación con mi padre, la experiencia de dos años en el colegio militar fue la más decisiva de mi vida"
"La literatura no es algo alejado de la sociedad. Sin ella no sería menos imaginativo, con un sentido crítico poco desarrollado"
"Hay gente que a los 70 se angustia. Yo, no. Estoy lleno de curiosidades, de ilusiones. Hay que estar vivo hasta el final"Vargas Llosa, el autor de Conversación en La Catedral, la novela que protagoniza Zavalita, en quien siempre hemos visto al propio Mario cuando era un joven periodista, ha cumplido 70 años el pasado 28 de marzo. Estaba entonces en Perú, casando a su hija Morgana, que nació en Barcelona en la época feliz del boom de la literatura hispanoamericana. Siempre se ve a Mario como si aún fuera Zavalita: juvenil, atlético, trabajador, interesado por todo lo que ocurre, en su casa y en el mundo entero; torpe con las máquinas, pero agilísimo con la literatura y con el periodismo, se atreve todavía a viajar a los lugares en conflicto (Irak, Palestina) o se adentra en geografías y en personajes remotos (Gauguin, la Polinesia, el alto Brasil) para cumplir con tareas narrativas o periodísticas que no se pueden cumplir desde un despacho. Es un caso raro de escritor: le ves delante, le preguntas por su propia obra y se escabulle enseguida para que su interlocutor le hable de cualquier otra cosa. Debe de tener su ego en su armario, como cualquier creador, pero lo cubre con los algodones de su propia curiosidad por lo que pasa. Es privado, cómo no; no anda alardeando ni de sus dolores, ni de sus pesadillas, pero ha escrito algunos libros que tienen que ver con su pasado (con su tía Julia, con sus padres, con su infancia, con su adolescencia), y en algún momento de su vida (lo refleja, sobre todo, en El pez en el agua, su libro más privado) ha notado la punzada de la desolación.

Hace 16 años, cuando perdió las elecciones a la presidencia de Perú, se vino a París, el lugar de sus sueños juveniles, a recuperarse de una campaña que terminó siendo dolorosa y frustrante –había adelgazado más de diez kilos–, y apareció en los lugares por los que siempre transitó (los aledaños de la editorial Gallimard, su casa parisiense; cerca, además, del piso que tiene allí), tomó café en Les Deux Magots y se dispuso a rehacer su vida literaria interrumpida por la política como si quisiera ser ya otro hombre. En ese estado de perplejidad por la derrota concedió muy pocas entrevistas, y en todas dejó caer alguna nota de melancolía. A quienes saben que Vargas Llosa es enérgico y voluntarioso, que no se cae por nada y que tiene su genio asociado a su sistema laborioso de trabajador insobornable, les resultará extraño leer esto que le dijo a un periodista (Ricardo A. Setti, de Paris Review) precisamente entonces. El periodista le preguntó: “¿Por qué escribe?”. Y Mario le respondió: “Escribo porque no soy feliz. Escribo porque es mi manera de lucha contra la infelicidad”. ¿Vargas Llosa, melancólico? Aquél era un momento especialmente doloroso para él; leyendo luego El pez en el agua, donde combina su difícil memoria adolescente –cuando recuperó la presencia de un padre a quien creía muerto– con las heridas diversas que le propinó la experiencia política, uno comprende aquella frase insólita en las entrevistas del escritor de Arequipa, el autor jovencísimo que saltó de un cuarto de estudiante en Madrid o en París a la fama literaria con una novela que se sigue leyendo como excepcional, una especie de puñetazo en la barriga a las convenciones literarias de la época: La ciudad y los perros, publicada en 1963 por Carlos Barral en Seix Barral. Siempre cuenta Vargas Llosa que, pasados varios años, cuando malvivía escribiendo en un sótano de Earl’s Court, en Londres, su agente, Carmen Balcells, le conminó a dejar cualquier empleo alimenticio y trasladarse a Barcelona “para ser un escritor a tiempo completo”.

Han pasado muchas décadas, y ahora aquel joven que irrumpió de ese modo en la literatura y que ha recorrido el mundo presentando sus libros y contando sus ideas –que también han variado del marxismo al liberalismo, circunstancia que ha convocado sobre él las críticas de los ortodoxos y también de los heterodoxos– cumple 70 años. Hace ejercicio cada mañana, donde esté, con su mujer, Patricia, que es también su prima; en Madrid se incorpora a la pareja un elemento más de la familia, Dartañán, el perro mosquetero que les deja su hija Morgana. Con Dartañán como testigo mudo e inquieto mantuvimos esta conversación que se inició con Mario recordando, ante una fotografía de su adolescencia, la primera vez que se declaró: “Fue en un cine. Yo le decía: ‘Sabes que me gustas mucho, me gustaría tanto estar contigo’. Y ella se me vuelve llorando, y yo conmovido le pregunto: ‘¿Qué te ocurre?’. Y me explicó que no me había entendido, que lloraba por la película”.

Otra fotografía nos lleva al colegio militar Leoncio Prado, de Lima, donde Mario fue interno y donde se desarrolla La ciudad y los perros. Hace años, con Fujimori en el poder, fue con unos amigos a visitar este centro de tan oscuras resonancias novelescas y no le dejaron pasar. Pero hace poco fue de nuevo, “y entonces ya pude entrar. Fui con dos amigos. Y mientras recorríamos el colegio apareció el director, un coronel, que nos hizo de guía. Después apareció un teniente: quería que les hiciera una arenga a los cadetes, y ahí me ves tú haciendo una arenga a aquellos cadetes, ¡que eran unos niños! Pues como yo debía de ser en el tiempo que se recuerda en La ciudad y los perros”.

¿Y qué les dijo a los cadetes?

Les hablé con espíritu leonciopradino. Les dije que, aunque no lo había pasado bien allí, el colegio me había enseñado a conocer el verdadero Perú; el Perú de los indios, de los cholos, de los costeños, de los zambos, de los negros. El colegio era una especie de microcosmos peruano, algo que seguía siendo; es de los pocos donde sigue representado Perú.

Y sentimentalmente ¿cómo se sintió allí?

El internado fue irresistible, yo tenía un hambre de calle espantoso. La disciplina militar, algo que yo odiaba, representaba un poco el autoritarismo paterno. Eso me hizo desistir de ser marino, porque yo quería ser marino; supongo que asociaba la marina a las aventuras. Y aunque lo pasé mal allí, lo cierto es que el Leoncio Prado me enseñó muchas cosas. Me enseñó el país en el que había nacido, que no era el de la vida encerrada de la clase media de Miraflores, sino un Perú que era una cantera en ebullición; el país de todas las razas, de todas las culturas incomunicadas. Y además descubrí la violencia en las relaciones humanas, cosas que luego van a ser temas obsesivos, recurrentes en todo lo que he escrito. Esos dos años me marcaron de manera definitiva. Probablemente después de la relación con mi padre, la experiencia en el colegio militar fue la más decisiva de mi vida.

¿Por qué le mandaron allí?

Mi padre pensó que era un antídoto contra la literatura. Y curiosamente, en el Leoncio Prado leí más que en ninguna parte. Esa vida claustral te obligaba a hacer algo para no aburrirte, y como a mí me apasionaba la lectura, leí todo Dumas; leí Los miserables, de Víctor Hugo… Los miserables fue probablemente una de mis grandes lecturas de niño. Y después, de una manera completamente inesperada, empecé a practicar la literatura de una forma casi profesional, escribiendo cartas de amor por encargo de mis compañeros. También escribía novelitas pornográficas que vendía a cambio de cigarrillos. Me convertí, pues, en un escritor profesional.

Así que novelitas pornográficas.

Ese tipo de literatura era aceptable dentro del entorno monstruosamente machista del colegio. Si sólo hubiera escrito poemas de amor hubiera sido tomado como una mariconería. Escribir historias pornográficas era viril, como escribir cartas de amor para otros. Ahora ha salido un libro sobre mi estancia en el Leoncio Prado, y hay un chico de entonces que declara que él era mi manager, que yo escribía las cartas y él las vendía.

Y de ahí nació ‘La ciudad y los perros’.

Sí, todas las expectativas de mi padre se vieron frustradas porque el colegio me hizo un gran lector y me ayudó a convertirme en un escritor, y además me dio el tema para escribir mi primera novela.

¿Qué pensó él al respecto?

Nunca tuvimos una conversación abierta sobre el asunto. Tengo que reconocer que eso fue más por culpa mía. Cuando yo ya era mayor, él hizo unos pequeños gestos, dentro de su manera autoritaria, severa; yo no fui capaz de responder a esos gestos de acercamiento, le tenía un gran rencor.

¿Qué le hizo?

Yo le hacía responsable de haber perdido el paraíso de la infancia, que para mí era la vida con mi madre, con mis abuelos, con mis tíos; mis tiempos de niño mimado. Cuando él volvió a mi existencia cambió mi vida. Y le tomé un gran rencor, así que nunca pude tener una conversación franca con él. Pero sí recuerdo algo que me contó mi madre: en Estados Unidos, donde ya vivían ambos, un día descubrió mi foto y una entrevista que me hacían en Time. Salir en Time, para él representaba el éxito. Según mi madre, eso le hizo pensar a mi padre que quizá se había equivocado: tal vez dedicarse a escribir no era algo tan bohemio, no era de veras un pasaporte al fracaso; si te nombraba Time, a lo mejor es que era algo respetable. Creo que en esa época hizo algún gesto que quiso ser cariñoso. Pero digamos que yo no sé falsear los afectos que no tengo; puedo ser educado con gente con la que no simpatizo, pero me resulta imposible simular afectos.

¿Tan cruel fue su padre?

No sé si fue su crueldad o que yo era un niño muy mimado por mis abuelos, por mis tíos; era el niño sin padre. Mi madre era una mujer divorciada, abandonada por su marido. Era una familia muy conservadora, católica; me dijeron que mi padre había muerto, no podían decir que mi madre estaba divorciada. Y me criaron como un niño engreído, como un sultán. Toda esa protección se acabó cuando yo me fui a vivir con mi padre, cuando ellos recompusieron su matrimonio; desde el primer momento, él impuso su autoridad, y además no intentó ganarme ni ser cariñoso. Además, cómo me iba a querer, si no me había visto nunca. Yo le resultaba más bien un estorbo para esa segunda luna de miel que tuvo con mi madre. Recuerdo bien cuando él llegó a Lima con mi mamá: sentí la soledad. Yo había vivido siempre en una casa llena de gente: los abuelos, los tíos, esa familia un poco bíblica. Y extrañé mucho esa casa. En los momentos en que podía estar con mi madre recuperaba la sensación del paraíso, pero cuando él aparecía todo se convertía en algo terrible. Además, le tenía tanto miedo que no quería estar solo con él, me iba a la cama en cuanto sentía que él llegaba a la casa.

Una pesadilla…

Era autoritario. Él se encontró con un niño muy mimado, y en un primer momento trató de resistirlo. Un día me pegó, y a mí nadie me había pegado nunca, jamás. Eso me desbarató la visión del mundo, me hizo descubrir una forma de violencia, de totalitarismo, y me acrecentó el miedo a la soledad. Todo eso lo asocio ahora con mi padre. Al mismo tiempo, fíjate, a mi padre le debo en gran parte el haberme aferrado con tanta terquedad a mi vocación: me aficioné a la literatura porque era lo que más podía defraudarle. Le llenaba de vergüenza tener un hijo poeta: ¡un hijo bohemio, uno de esos que andan en los cafés, un personaje algo ridículo! No podía enfrentarme a él, pero escribiendo poemas podía sentirme su contrincante. A escondidas, leía y escribía. Leer era la salvación. La verdadera vida no eran ni la rutina ni el miedo, sino la que estaba en los libros.

¿Nunca le tentó hacer un libro de su relación tormentosa con su padre?

Creo que está como disuelta en muchas historias, empezando por La ciudad y los perros, donde se describe una relación muy difícil entre un padre y un hijo. Yo creo que esa relación, de forma explícita o encubierta, es uno de los temas recurrentes de mis historias, porque es algo que me ha marcado profundamente. De hecho, es la experiencia que más prolongaciones ha tenido en mi vida. Eso ha hecho que, por ejemplo, con mis hijos yo fuera un padre incapaz de imponer su autoridad; Patricia ha sido la que la ha impuesto, porque a mí me espantaba que mis hijos vieran en mí una figura como aquella en la que yo veía a mi padre.

Algo bueno tendría.

Sería injusto no reconocerle que era una persona muy trabajadora, muy austera, y algo de eso creo haber heredado. Yo empecé a trabajar desde muy pequeño, y él me insistía mucho en la idea de que trabajar hace al hombre. Creo que hizo bien.

Hablando de los hijos, a usted un hijo, Gonzalo, se le hizo por un tiempo ‘rastafari’, y el mayor, Álvaro, se enfrentó directamente con usted a cuenta de sus propias diferencias con Alejandro Toledo cuando éste aún era candidato a presidente de Perú.

Siempre he querido mucho a mis hijos. Cuando Gonzalo se hizo rastafari, por supuesto que teníamos pánico; ¡podía terminar como tantos chicos, yéndose a Abisinia, desapareciendo en Katmandú!, o metido en drogas, un problema que su generación ha vivido de una forma tan intensa y tan trágica. Todo eso lo he vivido y lo he compartido, pero lo que nunca hice fue imponer mi autoridad tal como hizo mi padre conmigo. También he intentado inculcarles el amor a la lectura, que eligieran una profesión de acuerdo a su vocación y no por razones prácticas. Y tenía claro que lo que tenía que hacer por ellos era darles una buena educación.

Debió de ser difícil lo de Álvaro.

Fue muy difícil. Y el caso de Álvaro es muy interesante. Cuando cree en algo, se entrega de una manera muy apasionada, sin medir los riesgos, como yo mismo. En el caso de Toledo, él se identificó con su objetivo y con su campaña; pensaba que ése era el camino más efectivo para librarnos de la dictadura de Fujimori, de Montesinos. En un momento dado se sintió decepcionado por Toledo, por el entorno del candidato, en el que había amigotes con malos antecedentes. Eso le llevó a una ruptura muy violenta en un momento muy crítico de la campaña. Y si hubiera prosperado la campaña que Álvaro inició contra Toledo, éste no habría llegado a la presidencia; hubiera triunfado Alan García, que hubiera arruinado Perú. Entonces tuve que enfrentarme públicamente con él; no se frustraron las relaciones personales, pero de todas maneras fue algo muy desagradable, y muy bien aprovechado por la gente canalla. Fue un periodo difícil. Pero, bueno, a veces es inevitable tener divergencias muy profundas con gente que quieres.

¿Cómo se recompuso eso?

Nunca se estropeó la relación personal. Simplemente, no hablábamos de política. Hasta que poco a poco ya fuimos acercándonos y coincidiendo en muchas cosas. Pero sí fue un periodo muy difícil, y para él fue un periodo tremendo. Álvaro se gastó en Toledo todos sus ahorros. Dudo de que entre los partidarios de Toledo haya habido un colaborador más leal y más desinteresado: rompió con él cuando Toledo iba a llegar al poder. Le han castigado de una manera innoble y le han metido en unos juicios canallas que no le permiten volver a Perú. En cierta forma, eso ha significado que Álvaro ha podido abrirse camino por su parte en un medio muy difícil, Estados Unidos, pero un medio en el que se premian el esfuerzo y el talento. O sea, que esa ruptura ha tenido esta compensación.

Y cuando le pasa un drama como ese enfrentamiento con su hijo, ¿a quién echa de menos para buscar consuelo?, ¿a su madre, quizá?

Con mi madre yo tuve una relación maravillosa de niño. Uno de los mayores rencores contra mi padre es que me quitó a mi madre. No tuvo ella otro amor en su vida que no fuera mi padre, y fue amor-pasión. Mi padre la abandonó dejándola embarazada, o sea, que la trató de la manera más vil posible; nunca dio señales de vida, ni siquiera cuando nació su hijo. Y mi madre siguió siendo fiel a ese amor sin la más mínima esperanza. Diez años después se reencontraron y se reconciliaron. Fue una lealtad novelesca. Mi madre era una persona tan tímida, tan inhibida; pero creo que la personalidad de mi padre la volvió así. Pero la gran sorpresa me la dio cuando murió mi padre. Siempre pensé que ella detestaba Estados Unidos, pero siguió a mi padre por amor. Durante años trabajó de obrera en una fábrica de ilegales mexicanos; fue para mí una gran sorpresa descubrir esa otra faceta de mi madre, un heroísmo muy discreto, muy tranquilo. Pero la gran sorpresa me la dio cuando se murió mi padre. Me dije: ahora estará contenta de volver a Perú.

Y no quiso.

No. Decidió seguir en Estados Unidos, sola, y además hizo algo que mi padre nunca quiso hacer: se nacionalizó norteamericana. Estuvo algunos años viviendo, y trabajando, solita, en Los Ángeles. Los achaques hicieron que volviera a Perú. Siempre quiso mucho a Perú, siempre fue muy peruana, pero nunca vio ninguna incompatibilidad entre ser eso y ser ciudadana norteamericana. Una doble lealtad que tanto odian los nacionalistas.

¿Y cómo fueron sus relaciones con ella en los últimos tiempos?

Esporádicas, pero muy buenas; yo estaba en Europa, ella vivía en Lima. Tuvo una vida solitaria, nostálgica de sus amigos californianos. Me crié con ella, me hice lector con ella, le encantaba leer. Una gran relación. Murió en 1991. Ya estaba Fujimori en el poder, pero regresé para estar unos días con ella.

Ha pasado tanto tiempo de lo de su padre que ya se habrá aliviado el rencor.

Sí, creo que sí; ya puedo hablar con absoluta naturalidad de aquello, ya mi padre es una figura muy remota; si no sería imposible que hablara de él con esta desenvoltura.

‘El pez en el agua’ le habrá ayudado a explicarse el trauma.

Ese libro iba a ser una memoria de mi actividad política, para explicarme a mí mismo qué había sucedido durante los tres años de experiencia como candidato a la presidencia de Perú. Pero muy pronto me di cuenta de que iba a dar una impresión muy sesgada e inexacta de lo que soy yo, porque la principal parte de mi vida no la ocupa la política, sino la literatura. Y eso me dio la idea de hacer un contrapunto: por una parte, la experiencia política, y por otra, el relato de mi infancia y juventud, cuando nace mi vocación literaria. Fíjate que el libro concluye con esas dos partidas: la partida a Europa para hacerme un escritor y la partida a Europa después de la campaña electoral.

El símbolo de una vida.

Cuando yo era un adolescente y descubrí mi vocación, la política era casi inseparable de la literatura. Yo era un sartriano apasionado, creía en la leyenda de que a través de la literatura tú podías cambiar la historia. Pero la política nunca reemplazó a la literatura. Incluso en los años en que fui candidato, siempre tuve presente que iba a volver a la literatura, que aquello era transitorio. Hoy día no creo, como creía de pequeño, que la literatura pueda ser un arma política; pero sí estoy convencido de que la literatura no es gratuita, de que la literatura influye en la vida de una manera que no se puede planificar. No creo que la literatura sea algo alejado de la sociedad. Sin la literatura, yo sería una persona mucho menos imaginativa, con un sentido crítico menos desarrollado y con una visión de las cosas más mediocre de la que tengo.

Aquí hay una foto: su familia en Cochabamba.

Sí, es una de esas fotos donde se ve el paraíso de mi infancia. Ésta es mi abuelita Carmen; mi abuelito Pedro; tres de mis tíos; mis dos primas, Nancy y Gladys, y éste debe de ser una especie de balneario que había en las afueras de Cochabamba. Era un sitio de campo donde vivíamos todos juntos, alrededor de varios patios. Mis primas eran mis compañeras de juegos.

La felicidad.

Total. La casa era una especie de paraíso, podíamos ser 15 o 20 niños, y por allí estaban mi tío Lucho, la tía Olga, el tío Juan, la tía Laura, el tío Pedro, el tío Jorge, las mamás, los abuelos, las primas…

El tío Lucho, tan importante en esas memorias…

Fue la figura que reemplazó a la figura paterna. Era el mayor de mis tíos; era muy buen mozo, un gran casanova, tenía cierto sentido aventurero. Cuando ya fui más grande, a él era a quien pedía consejo cuando no me atrevía a pedírselo a mis abuelos o a mi madre. Me alentó, me estimuló. Por eso aparece tanto en El pez en el agua. Es el padre de Patricia, hermano de mi madre.

¿Y cómo tomaron en la familia que los primos se casaran?

La familia ya estaba acostumbrada a los escándalos, porque me había casado antes con la tía Julia, una hermana de la tía Olga, una tía política. Estaban curados de espanto, pero hasta un cierto punto. El único que me entendió desde un principio y me apoyó fue el tío Lucho. Me dijo, entre carcajadas: “Ten cuidado, ¡tú no sabes con quién te metes!”, refiriéndose a Patricia. Fue el más comprensivo, y el que ayudó a vencer las reticencias del resto de la familia, que veía con cierto escándalo este matrimonio morganático.

Usted siempre ha estado muy bien organizado. ¿Sabía, cuando empezó a escribir, qué historia iba a venir luego?

No, nunca jamás. En los años cincuenta no había escritores a tiempo completo. El único escritor a tiempo completo que yo conocí fue un escritor de radioteatros que me sirvió de modelo para escribir La tía Julia y el escribidor: escribía todo el día, interpretaba, dirigía, y así podía comer. El resto de los escritores trabajaban como profesionales que en sus ratos libres se dedicaban a la literatura. Yo pensé que sería eso.

Así que usted no sabía cómo iba a ser su vida.

No. Un momento fundamental fue en 1958, cuando estaba en Madrid con Julia. Le dije que si me dedicaba a investigar en la universidad, a dar clases, jamás sería capaz de terminar de escribir la novela que tenía entre manos, que era La ciudad y los perros. Así que había decidido buscar trabajitos que no me quitaran mucho tiempo, aunque tuviéramos que vivir mal. Entonces, Julia, que en eso era muy solidaria, se ofreció a trabajar ella misma: “Ya saldremos adelante, tú dedícate a escribir”. Esa fue una decisión psicológicamente muy importante. Iba a vivir muy modestamente, pero iba a dedicarme a la literatura. El resultado fue La ciudad y los perros.

Y se fueron a París.

Y vivimos allí un año muy malo. Julia consiguió trabajo antes que yo, en la librería de un anarquista español, y yo luego me puse a recoger periódicos en una carretilla. Eso te alcanzaba para dos comidas al día. Era una situación muy precaria, pero yo me sentía absolutamente feliz. Escribía, leía, y además estaba en París. Me ayudó la suerte: que el libro llegara a Carlos Barral, que Carlos se entusiasmara con la novela, que la quisiera publicar, que la presentara al Premio Biblioteca Breve. Ésa fue la primera sorpresa. Y la segunda fue cuando, ya en Londres, casado con Patricia, y con dos hijos, se presentara allí Carmen Balcells y me dijera que renunciara inmediatamente a la universidad, donde daba clases, y me dedicara exclusivamente a escribir.

¿Qué pensó?

Sentí terror. Ella me tranquilizó: “Te garantizo lo que ganas en la universidad”. Era 1970. Hasta entonces nunca se me había pasado por la cabeza dedicarme sólo a escribir.

Y, mientras, crecía en usted el compromiso político.

Siempre lo había sentido. Escribía sobre política, participaba en actividades políticas; pero era un complemento a mi trabajo de escritor. Cuando ya me decidí a intervenir de veras en política fue cuando estaba en Perú, en 1987, y Alan García anunció de manera totalmente imprevista la decisión de nacionalizar los bancos, las aseguradoras. Yo estaba convencido de que eso sería una catástrofe, que la democracia se iría encogiendo. Protesté, sin pensar en el eco público que eso iba a tener. La protesta creció, a ella se sumó mucha gente, hasta que se juntaron cien mil personas en la plaza de San Martín. Esa protesta paró la ley y creó un clima político muy distinto en Perú. Eso me llevó a dar el gran paso y acepté ser candidato.

Usted fue un izquierdista convencido, hasta que abrazó posiciones liberales. ¿Qué pasó?

Fue un proceso. Estuve un año en el Partido Comunista, en 1953, cuando estaba en la universidad. Yo era un lector voraz de Sartre, de los existencialistas franceses. Esa influencia me sirvió para contrarrestar el carácter dogmático del marxismo que tenía el Partido Comunista peruano y todos los partidos comunistas latinoamericanos. En esas reuniones, yo usaba argumentos de Jean-Paul Sartre contra el realismo socialista, y fue en una de esas discusiones cuando un compañero de célula me llamó subhombre. Me aparté de los comunistas, pero seguí estando en la lucha de los movimientos de izquierda; estuve, incluso, en la democracia cristiana, porque se nucleaba en torno a Bustamante Rivero, que había sido un presidente honorabilísimo, y además tío mío, un hombre que era un modelo de corrección. Con los democristianos luché hasta la caída de la dictadura de Odría.

Y después vino la revolución cubana.

Parecía que creaba lo que andaba buscando yo y mucha gente de izquierda que, como yo, se sentía rechazada por el marxismo dogmático. Así que me puse a militar por Cuba en Europa. Fui allí, enviado por la radiotelevisión francesa, cuando la crisis de los cohetes; ya habían empezado los cambios, pero yo no los vi. Y allí fui cada año, hasta 1966, hasta que se crean los campos de concentración, donde se encierra, junto a los delincuentes comunes, a los homosexuales, y también a los opositores al régimen. Ésa fue mi primera crisis. Le escribí a Fidel Castro, y él me hizo ir; fui con Julio Cortázar, entre otros. Y él nos estuvo hablando toda la noche, explicando que se habían cometido abusos. Hice las paces, pero dentro de mí se quedó un espíritu crítico que ya no abandonaría con respecto a la revolución cubana. Después estuve en Praga, durante la primavera, y en la URSS, y ésta fue una experiencia muy deprimente. Empecé a leer a otros pensadores, opté por Albert Camus frente a Sartre, y descubrí a los pensadores liberales, como Isaiah Berlin o Karl Popper.

Y a partir de entonces defiende una posición política básicamente liberal.

Un liberalismo que toma muchas cosas del socialismo y que reivindica la libertad como algo más importante que el poder. Hay un aspecto importante del socialismo que todavía es fiel a sus orígenes libertarios, y eso lo confunde con el liberalismo. Es el caso de gente como Felipe González o Miguel Boyer, que llevaron a cabo una política liberal para la economía, afortunadamente para España. Ahora bien, hay un socialismo para el que el poder es más importante que la libertad, y ése es el socialismo que yo critico, porque es el que te conduce a Fidel Castro o a Hugo Chávez.

Aún con respecto a Cuba: el ‘caso Padilla’ fue el detonante de su ruptura. Y produjo fracturas indeseables, que también fueron resquebrajando el ‘boom’…

Sí, digamos que había una ficción que subrayaba la gran unidad existente en la política y en la amistad. A partir de la crisis desatada por el caso Padilla aflora a la superficie una realidad que ya se gestaba hacía mucho tiempo. Entonces vino la hora de las definiciones, de las firmas, de las preguntas: ¿estás a favor o en contra? Y hubo quienes estábamos en contra, y otros no quisieron pronunciarse.

¿Eso está en la raíz de su enemistad con Gabriel García Márquez?

De ese tema no hablo.

El ‘boom’ fue una época feliz de la literatura latinoamericana. ¿Qué le dio a la literatura en español?

Para mí supuso descubrir de pronto que los escritores latinoamericanos formábamos una comunidad que era reconocida fuera de nuestras fronteras de una manera entusiasta. Siempre habíamos sido los inexistentes. ¡Y de una manera imprevista pasamos a estar en el vértice de toda una vida cultural! Fue un gran estímulo. Cuando vivíamos en Barcelona, a principios de los setenta, venían decenas de jovencitos, como nosotros habíamos ido a París, pensando que aquí se hacía la literatura. Se rompen fronteras, y se vive una época dorada, de grandes entusiasmos, también políticos.

¿Y qué dejó el ‘boom’?

Una puerta abierta en la lengua española para la literatura. Gracias al boom, ya no hay fronteras en la literatura en español.

¿Con qué libros del ‘boom’ se queda?

Con todo Borges; con Cien años de soledad, de García Márquez; con El reino de este mundo, de Carpentier; con muchos cuentos de Cortázar; con La vida breve y con muchos cuentos de Onetti, el escritor que, con la distancia que da el tiempo, vislumbro ahora como el mejor de todos nosotros.

¿Y su libro?

Yo no sé meterme en esas clasificaciones. Pero si yo tuviera que salvar algún libro mío, probablemente sería Conversación en La Catedral. Porque es el libro que más me costó escribir.

Ahora va a publicar ‘Travesuras de la niña mala’, en la que las décadas y las ciudades tienen que ver con su propia historia.

Sí, ocurre en las ciudades donde yo he vivido en los años que he vivido. La anécdota no ha existido, pero los sitios son los míos: Perú cuando era chico, París en los sesenta, Londres en los setenta, España en los ochenta.

En esa novela hay épocas fatales. ¿Cuáles fueron las suyas?

El primer año con mi padre fue una época fatal. Los primeros meses de París. Y en 1962, en París, estuve a punto de cometer una locura: enrolarme en la Legión Extranjera. Hubiera sido el disparate más grandioso de mi vida.

¿Y cuando perdió las elecciones?

Hubo un gran esfuerzo de muchísima gente que no tenía ambición política, que estaba ahí para cambiar las cosas, y ese esfuerzo inútil me dejó muy apenado, exhausto; había perdido 10 kilos en la campaña, fue una decepción. Pero fue fantástico volver a mis libros. He tenido fracasos, políticos y literarios. Pero no tengo derecho a quejarme. Me considero un gran privilegiado, puedo dedicarme a lo que me gusta, y eso es algo extraordinario. Eso compensa las frustraciones y los fracasos de que está hecha la vida si tú no eres un imbécil. Haciendo las sumas y las restas no puedo quejarme. Y tengo salud, que me permite meterme en todo tipo de aventuras. Hay gente que a los 70 se angustia. Yo no me angustio, me considero vivo; lleno de curiosidades, de ilusiones, con muchos deseos de hacer cosas. Hay que estar vivo hasta el final. Ese espectáculo de los que mueren antes de morirse me horroriza.

¿Es feliz ahora?

Uno no puede decirlo, es casi como confesar que uno es idiota. La idea de la felicidad permanente la asociamos, con mucha razón, con los idiotas, con los conformistas. Si tú dices que eres feliz, ya empiezas a morirte. Lo ideal para mí es que la muerte llegue como un accidente, vivir como si fueras un inmortal y en un momento dado eso se interrumpa por un accidente.

En una entrevista de 1990 decía usted que escribía para huir de la infelicidad…

Es algo que podría decir la mayoría de los escritores. Cuando escribes, de algún modo te impermeabilizas contra la infelicidad. La escritura hace que todo lo demás parezca mediocre. Ahora bien, para mí escribir no es meterme en un cuarto de corcho; la literatura me lleva a interesarme por otras cosas de la vida.

Setenta años. Usted es periodista. Diga un titular para este momento.

Setenta años, y sigue andando.



Un Nobel escribe de otro Nobel
(Tomado de El País, domingo 02.04.06)

ANÁLISIS
La bella durmiente
J. M. COETZEE
EL PAÍS - Cultura - 02-04-2006

J. M. Coetzee rastrea la obra y los personajes de García Márquez.

Tal vez, 'Memoria de mis putas tristes' es otra aproximación a la historia de Florentino y América en 'El amor en los tiempos del cólera'
Su estrategia conceptual consiste en derribar el muro entre la pasión erótica y la pasión de la veneración como la de los cultos a la Virgen
Es el amor lo que mueve el mundo, empieza a comprender; no el amor consumado, sino el amor en sus múltiples formas no correspondidas
La insistencia del viejo en que su amada se atenga a la forma en la que la ha idealizado tiene un precedente majestuoso en la literatura
Cuando está con Delgadina, el viejo de García Márquez halla una alegría nueva y exaltadora
Y Eguchi se siente frustrado por el misterio de que unos cuerpos femeninos puedan ejercer tal poderLa novela de Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera termina con Florentino Ariza, por fin reunido con la mujer a la que ha querido a distancia toda su vida, recorriendo arriba y abajo el río Magdalena en un barco de vapor en el que ondea la bandera amarilla del cólera. Los amantes tienen 76 y 72 años, respectivamente.

Para poder dedicar toda su atención a su amada Fermina, Florentino ha tenido que interrumpir la relación que tenía con una pupila suya de 14 años, a la que ha iniciado en los misterios del sexo durante varias tardes de domingo en su piso de soltero (ella demuestra ser una alumna aventajada). Rompe con ella mientras se toman un sundae en una heladería. Confusa y desesperada, la chica se suicida discretamente y se lleva su secreto a la tumba. Florentino derrama alguna lágrima en privado y, de vez en cuando, siente algo de pena por su muerte, pero eso es todo.

América Vicuña, la niña seducida y abandonada por un hombre mayor, es un personaje directamente sacado de Dostoievski. El marco moral de El amor en los tiempos del cólera, una obra de gran registro emocional pero, en definitiva, una comedia otoñal, no tiene la dimensión necesaria para abarcarla. Con su decisión de hacer de América un personaje secundario -una más de las numerosas amantes de Florentino- y dejar sin explorar qué consecuencias tienen para Florentino sus acciones, García Márquez se adentra en un territorio inquietante desde el punto de vista moral. Normalmente, su estilo verbal es ágil, enérgico e imaginativo, totalmente suyo; sin embargo, en las escenas entre Florentino y América, los domingos por la tarde advertimos ecos de la Lolita de Vladímir Nabokov: Florentino desviste a la joven prenda por prenda, con juegos infantiles: primero estos zapatitos para el osito..., luego estas braguitas de flores para el conejito, y un besito en el delicioso pajarito de su papá.

Florentino es un soltero empedernido, poeta aficionado, autor de cartas de amor en nombre de quienes tienen dificultad de palabra, devoto asistente a conciertos, de costumbres algo tacañas y tímido con las mujeres. Sin embargo, a pesar de su timidez y su falta de atractivo físico, ha logrado, en medio siglo de actividad como furtivo donjuán, hacer 622 conquistas, sobre las que conserva aides-mémoires en una serie de cuadernos.

En todos estos aspectos, Florentino se parece al anónimo narrador de la nueva novela corta de García Márquez. Como su antecesor, este hombre conserva una lista de sus conquistas como recordatorio para un libro que planea escribir. Es más, ya tiene pensado el título: Memoria de mis putas tristes, traducido al inglés por Edith Grossman como Memories of my melancholy whores. Su lista llega a 514 cuando decide dejar de contar. Entonces, ya anciano, encuentra el verdadero amor, no en una mujer de su generación sino en una chica de 14 años.

Los paralelismos entre los dos libros, publicados con 20 años de diferencia, son demasiado llamativos para ignorarlos. Indican que, tal vez, en Memoria de mis putas tristes García Márquez está haciendo otra aproximación a la historia de Florentino y América en El amor en los tiempos del cólera, que había dejado cierta insatisfacción tanto artística como moral.

El héroe, narrador y autor putativo de Memoria de mis putas tristes nace en la ciudad portuaria de Barranquilla (Colombia) hacia 1870. Sus padres pertenecen a la burguesía culta; casi un siglo después, todavía vive en el deteriorado hogar familiar. Se ganaba la vida como periodista y profesor de español y latín; ahora sobrevive gracias a su pensión y la columna semanal que escribe para un periódico.

El documento que nos ofrece, que abarca su tormentoso 91º año de vida, pertenece a una subcategoría específica de las memorias: la confesión. Este género, tipificado en las Confesiones de San Agustín, narra la historia de una vida desperdiciada que culmina en una crisis interior y una conversión, a la que sigue el renacimiento espiritual a una vida nueva y más rica. En la tradición cristiana, la confesión tiene un propósito claramente didáctico. Observad mi ejemplo, dice: observad cómo, gracias a la misteriosa intervención del Espíritu Santo, hasta un ser tan indigno como yo puede salvarse.

No cabe duda de que los primeros 90 años de la vida de nuestro héroe han sido un despilfarro. No sólo ha desperdiciado su herencia y su talento, sino que además ha tenido una vida emocional de lo más árida. Nunca se ha casado (estuvo prometido hace mucho tiempo, pero dejó a su novia en el último minuto). Nunca se ha acostado con una mujer a la que no haya pagado: incluso cuando la mujer no ha querido aceptar dinero, él la ha obligado y la ha convertido en otra de sus putas. La única relación duradera que ha tenido es con su criada, a la que monta de manera ritual una vez al mes mientras hace la colada, siempre en sentido contrario, con lo que permite que ella afirme, a su edad, que sigue siendo una virgo intacta.

Para su 90º cumpleaños, decide hacerse un regalo: acostarse con una adolescente virgen. Una alcahueta llamada Rosa, a la que conoce desde hace mucho, le introduce en una habitación de su burdel en la que le aguarda una chica de 14 años, desnuda y drogada.

"Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos. Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador... Era imposible imaginar cómo era la cara pintorreteada... pero ni los trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: un tierno toro de lidia".

La primera reacción del veterano libertino al ver a la niña es inesperada: terror y confusión, un impulso de salir corriendo. Sin embargo, se tiende en la cama con ella y empieza a explorar entre sus piernas sin demasiado entusiasmo. Ella se aleja en sueños. Él, con el deseo apagado, empieza a cantarle: "La cama de Delgadina de ángeles está rodeada". Pronto acaba rezando por ella. Y luego se queda dormido. Cuando se despierta, a las cinco de la mañana, la niña está tendida con los brazos abiertos en forma de cruz, "dueña absoluta de su virginidad". Dios te bendiga, piensa, y se va.

La alcahueta le telefonea para burlarse de él por pusilánime y le ofrece una segunda oportunidad de probar su virilidad. Él la rechaza. "Ya no sirvo", dice, y se siente inmediatamente aliviado, "a salvo de una servidumbre" -servidumbre del sexo, en sentido estricto- "que me mantenía subyugado desde mis 13 años".

Pero Rosa persiste hasta que él cede y vuelve al burdel. De nuevo la chica duerme, y de nuevo él no hace más que limpiar el sudor de su cuerpo y cantar: "Delgadina, Delgadina, tú serás mi prenda amada". (Su canción no deja de tener un trasfondo siniestro: en el cuento de hadas, Delgadina es una princesa que tiene que huir de los impulsos amorosos de su padre.)

Vuelve a su hogar en medio de una fuerte tormenta. El gato que acaba de adquirir parece haberse convertido en una presencia satánica en su casa. La lluvia entra por agujeros que hay en el tejado, una cañería revienta, el viento rompe las ventanas. Mientras lucha para salvar sus queridos libros, advierte la figura espectral de Delgadina a su lado, ayudándole. Ahora tiene la certeza de que ha encontrado el verdadero amor, "el primer amor de mi vida a los 90 años".

Se produce en él una revolución moral. Observa la miseria, la mezquindad y la obsesión de su vida pasada y las repudia. Se transforma, según dice, en "otro hombre". Es el amor lo que mueve el mundo, empieza a comprender; no el amor consumado, sino el amor en sus múltiples formas no correspondidas. Su columna del periódico pasa a ser un canto a los poderes del amor, y el público lector responde con alabanzas.

De día -aunque nunca lo presenciamos-, Delgadina, como una auténtica heroína de cuento de hadas, va a la fábrica a coser ojales. De noche regresa a su cuarto en el burdel, ahora decorado por su enamorado con cuadros y libros (él tiene vagas ambiciones de educarla), y duerme castamente a su lado. Él le lee relatos en voz alta; ella, de vez en cuando, dice alguna palabra entre sueños. Pero, en general, a él no le gusta su voz; le parece la voz de una desconocida que habla desde el interior de su cuerpo. La prefiere inconsciente.

La noche del cumpleaños de la chica, se produce una consumación erótica sin penetración: "La besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento... A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo, y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas, y en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro con un arpegio, y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos".

Pero sobreviene la desgracia. Uno de los clientes del burdel ha sido apuñalado, aparece la policía, llega la amenaza del escándalo y es preciso llevarse a Delgadina. Aunque su amante la busca por toda la ciudad, no logra encontrarla. Cuando, por fin, reaparece en el burdel, parece haber envejecido años y ha perdido su aspecto inocente. Él, en un arrebato de celos, se marcha.

Pasan los meses y su ira se aplaca. Una vieja novia le ofrece un consejo prudente: "No te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor". Pasa su 91º aniversario. Hace las paces con Rosa. Los dos acuerdan dejar sus bienes terrenales a la chica, que mientras tanto, según la alcahueta, se ha enamorado por completo de él. Con el corazón lleno de felicidad, el alegre enamorado sueña con tener, "por fin, una vida real".

Es posible que esta alma renacida haya escrito sus confesiones, realmente, para aliviar su conciencia, pero el mensaje que predica no es, en absoluto, que debamos renunciar a los deseos de la carne. El dios al que ha ignorado toda su vida es el dios por cuya gracia se salvan los malvados, pero es, al mismo tiempo, un dios de amor, capaz de enviar a un viejo pecador en busca de una "noche de amor loco" con una virgen -"mi deseo, aquel día, era tan urgente que parecía un mensaje de Dios"- y luego inspirarle espanto y terror cuando ve por primera vez a su presa. Gracias a su divina intervención, el viejo pasa rápidamente de frecuentar a las putas a adorar a la virgen y venerar el cuerpo dormido de la joven de la misma manera que un simple creyente puede venerar una estatua o un símbolo: la cuida, le trae flores, le presenta ofrendas, le canta, reza ante ella.

Siempre existe algo injustificado en las experiencias de conversión: una de sus partes esenciales es que el pecador está tan cegado por la lujuria, o la codicia, o el orgullo, que la lógica psíquica que le empuja al momento decisivo de su vida no la puede comprender más que a posteriori, una vez que ha abierto los ojos. De modo que hay cierto grado de incompatibilidad intrínseca entre la historia de la conversión y la novela moderna tal como se perfeccionó en el siglo XVIII, con su énfasis prioritario en el personaje más que en el alma y su empeño de mostrar paso a paso, sin saltos desmesurados ni intervenciones sobrenaturales, de qué manera el que antes se llamaba héroe o heroína, pero ahora se denomina, más apropiadamente, personaje central, recorre su camino de principio a fin.

A pesar de tener asociada la etiqueta de "realismo mágico", García Márquez se atiene a la tradición del realismo psicológico, que parte de que los mecanismos de la psique individual poseen una lógica que es posible trazar. Él mismo ha observado que su llamado realismo mágico no consiste más que en narrar historias difíciles de creer en tono totalmente serio, un truco que aprendió de su abuela en Cartagena, y que, además, lo que las personas de fuera encuentran difícil de creer en sus relatos es, muchas veces, normal en la realidad latinoamericana. Nos creamos o no esta explicación, lo cierto es que la mezcla de lo fantástico y lo real -o, para ser más exactos, la elisión del "o esto o aquello" que mantiene separadas la "fantasía" y la "realidad"- que tanta conmoción suscitó cuando se publicó Cien años de soledad, en 1967, se ha generalizado en la novela mucho más allá de las fronteras de Latinoamérica.

¿El gato de Memoria de mis putas tristes es sólo un gato, o es un visitante de los infiernos? ¿Va Delgadina a ayudar a su enamorado la noche de la tormenta, o acaso él, bajo el hechizo amoroso, imagina su visita? ¿Es esta bella durmiente una joven de clase obrera que se gana unos cuantos pesos extra, o es una criatura de otro mundo en el que las princesas bailan toda la noche, y las hadas realizan labores sobrenaturales, y las brujas adormecen a las doncellas? Pedir una respuesta inequívoca a preguntas como éstas es confundir la naturaleza del arte de narrar. A Roman Jakobson le gustaba recordar la fórmula empleada por los cuentistas tradicionales en Mallorca para comenzar sus historias: "Era y no era así".

Lo que resulta más difícil de aceptar para los lectores modernos de tendencias laicas -porque no tiene una base psicológica aparente- es que el mero espectáculo de una adolescente desnuda pueda causar un sobresalto espiritual en un viejo depravado. El hecho de que el anciano esté listo para la conversión puede tener más sentido, desde el punto de vista psicológico, si suponemos que tiene una existencia que se remonta a antes de que empiecen sus memorias, al conjunto de la ficción anterior de García Márquez y, en concreto, a El amor en los tiempos del cólera.

Si somos verdaderamente exigentes, Memoria de mis putas tristes no es una de las obras fundamentales de su autor. Y su ligereza no es sólo consecuencia de su brevedad. Crónica de una muerte anunciada (1981), que tiene más o menos la misma extensión, es una contribución importante al canon de García Márquez: una narración ajustada y cautivadora y, al mismo tiempo, una lección magistral y pasmosa de cómo construir varias historias -varias verdades- en torno a los mismos sucesos.

Pero el objetivo de Memoria de mis putas tristes es valiente: defender el deseo de un anciano por una joven menor, es decir, defender la pedofilia o, al menos, demostrar que la pedofilia no tiene por qué ser un callejón sin salida para el amante ni el amado. La estrategia conceptual que emplea para lograrlo consiste en derribar el muro entre la pasión erótica y la pasión de la veneración como las que se manifiestan en los cultos a la Virgen, tan importantes en el sur de Europa y Latinoamérica, con su fuerte sustrato arcaico, precristiano en el primer caso y precolombino en el segundo. (Como deja claro la descripción que hace de ella su enamorado, Delgadina tiene algo de la ferocidad de una diosa virgen arcaica: "La nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos... un tierno toro de lidia".)

Cuando aceptamos la continuidad entre la pasión del deseo sexual y la de la veneración, lo que comienza siendo "mal" deseo, como el que lleva a la práctica Florentino Ariza con su pupila, puede transformarse, sin alterar su esencia, en deseo "bueno" como el que siente el amante de Delgadina, hasta el punto de que constituye el germen de su nueva vida. En otras palabras, Memoria de mis putas tristes resulta comprensible, sobre todo, como complemento a El amor en los tiempos del cólera, un anexo en el que ha violado la confianza de la virgen niña pasa a ser su fiel adorador.

Cuando Rosa oye que llama a su empleada de 14 años Delgadina, se sorprende y trata de decir a su cliente el aburrido nombre real de la niña. Pero él no quiere escuchar, como tampoco quiere que hable la chica. Cuando Delgadina reaparece, tras su larga ausencia del burdel, cubierta de maquillaje y joyas desconocidas, el viejo se indigna: no sólo le ha traicionado a él, sino a sí misma. En ambos incidentes vemos que pretende imponer a la niña una identidad inmutable, la identidad de una princesa virgen.

La inflexibilidad del viejo, su insistencia en que su amada se atenga a la forma en la que la ha idealizado, tiene un precedente majestuoso en la literatura hispánica. Fiel a la norma de que todo caballero andante debe tener una dama a la que dedicar sus hazañas, el anciano que adopta el nombre de Don Quijote se declara servidor de la señora Dulcinea del Toboso. La señora Dulcinea tiene una vaga relación con una joven campesina de la aldea del Toboso en la que Don Quijote se ha fijado alguna vez, pero es, fundamentalmente, una figura imaginaria que él inventa, del mismo modo que se inventa a sí mismo.

El libro de Cervantes comienza como una parodia de las novelas de caballerías, pero se transforma en algo más interesante: una exploración de la misteriosa capacidad del ideal para resistir pese a las decepciones que supone afrontar la realidad. La vuelta a la cordura de don Quijote al final del libro, su abandono del mundo ideal que tan esforzadamente ha tratado de habitar, el regreso al mundo real de sus detractores, provoca consternación en todos los que le rodean, incluido el lector. ¿Es eso lo que verdaderamente deseamos, renunciar al mundo de la imaginación y conformarnos con el tedio de la vida en un páramo rural de Castilla?

El lector de Don Quijote no puede estar nunca seguro de si el héroe de Cervantes es un loco aquejado de delirios, si, por el contrario, está desempeñando conscientemente un papel -viviendo su vida como una novela-, o si su mente oscila entre estados de locura y consciencia. Desde luego, hay momentos en los que Don Quijote parece afirmar que la dedicación a una vida de servicio hace que uno sea mejor persona, independientemente de que ese servicio sea imaginario. "Después que soy caballero andante", dice, "soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor". Aunque se pueden tener reservas sobre si ha sido tan valiente, comedido, etcétera, como dice, no es posible ignorar la compleja declaración que hace sobre el poder de un sueño para afianzar nuestra vida moral, ni negar que, desde el día en el que Alonso Quijano asumió su identidad caballeresca, el mundo ha sido un lugar mejor; o, si no mejor, al menos más interesante y animado.

Don Quijote parece un tipo extraño a primera vista, pero casi todos los que entran en contacto con él acaban medio convertidos a su forma de pensar y, por consiguiente, también medio quijotes. Si hay una lección que enseña es que, para contar con un mundo mejor y más animado, podría no ser mala idea la de cultivar en uno mismo cierta capacidad de disociación, no necesariamente bajo control consciente, aunque eso pueda hacer creer a las personas ajenas que uno sufre de delirios intermitentes.

Las conversaciones entre don Quijote y el duque y la duquesa en la segunda mitad de la novela examinan con detalle lo que significa dedicar todas las energías a vivir una vida ideal y, por tanto, tal vez irreal (fantástica, ficticia). La duquesa hace la pregunta esencial en tono educado pero firme. ¿No es cierto que Dulcinea "no es en el mundo, sino que es dama fantástica, y que vuesa merced [es decir, Don Quijote] la engendró y parió en su entendimiento?".

"Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo", replica Don Quijote, "o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo, ni yo engendré ni parí a mi señora...".

La extraordinaria cautela de la respuesta de Don Quijote es prueba de que tiene un conocimiento nada superficial del largo debate sobre la naturaleza del ser, desde los presocráticos hasta Tomás de Aquino. Incluso contando con la posibilidad de una ironía por parte del autor, Don Quijote parece estar sugiriendo que, si aceptamos la superioridad ética de un mundo en el que la gente actúa por sus ideales sobre un mundo en el que la gente actúa por sus intereses, es fácil posponer o barrer bajo la alfombra incómodas preguntas ontológicas como la de la duquesa.

El espíritu de Cervantes está muy arraigado en la literatura española. No es difícil ver, en la transformación de la joven obrera anónima en la virgen Delgadina, el mismo proceso de idealización por el que la campesina del Toboso se convierte en la señora Dulcinea; o, en la preferencia del héroe de García Márquez por que el objeto de su amor permanezca inconsciente y en silencio, la misma repugnancia respecto al mundo real que mantiene a Don Quijote a una distancia segura de su señora. Igual que Don Quijote puede declarar que es mejor persona por servir a una mujer que desconoce su existencia, el viejo de Memoria de mis putas tristes puede afirmar que ha llegado al umbral de "por fin la vida real" gracias a haber aprendido a amar a una adolescente a la que verdaderamente no conoce y que, desde luego, no le conoce a él. (El momento más típicamente cervantino de la Memoria se produce cuando su autor logra ver la bicicleta que usa -o dicen que usa- su amada para ir al trabajo y, en ese objeto auténtico, halla "prueba tangible" de que la chica con el nombre de cuento de hadas, cuya cama comparte todas las noches, "existe en la vida real".)

En su autobiografía Vivir para contarla, García Márquez narra la historia de cómo escribió su primera obra larga, la novela Tormenta de hojas (1955). Después de acabar -eso creía- el manuscrito, se lo mostró a su amigo Gustavo Ibarra, que, para su desolación, le indicó que la situación dramática -la lucha para enterrar a un hombre pese a la resistencia de las autoridades, civiles y eclesiásticas- estaba sacada de la Antígona de Sófocles. García Márquez releyó Antígona "con una extraña mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un autor tan grande, y pena por la vergüenza pública del plagio". Antes de publicar el manuscrito, lo revisó por completo y añadió un epígrafe de Sófocles para dejar clara su deuda.

Sófocles no es el único escritor que dejó huella en García Márquez. Sus primeras obras de ficción llevan la impronta de William Faulkner hasta tal punto que se le puede llamar con justicia su discípulo más devoto.

En el caso de Memoria..., la deuda con Yasunari Kawabata, que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1968, es muy visible. En 1982, García Márquez escribió un relato, El avión de la bella durmiente, en el que se alude a Kawabata de manera específica. Sentado en la primera clase de un avión que atraviesa el Atlántico, junto a una mujer de extraordinaria belleza que duerme durante todo el trayecto, el narrador de García Márquez recuerda una novela de Kawabata sobre viejos que pagan para pasar la noche con chicas dormidas y drogadas. Como obra de ficción, La bella durmiente está sin desarrollar, no es más que un esbozo. Tal vez ése es el motivo de que García Márquez se sienta con libertad para reutilizar la situación de partida -el admirador ya no tan joven junto a la adolescente dormida- en Memoria de mis putas tristes.

En La casa de las bellas durmientes, de Kawabata (1961), un hombre al borde de la ancianidad, Yoshio Eguchi, acude a una alcahueta que proporciona chicas drogadas a hombres de gustos peculiares. Durante cierto tiempo, pasa las noches con varias de esas chicas. Las normas de la casa que prohíben la penetración sexual son superfluas, porque casi todos los clientes son viejos e impotentes. Pero Eguchi -como no deja de recordarse a sí mismo- no es ninguna de las dos cosas. Coquetea con la idea de infringir las normas, violar a una de las chicas, dejarla embarazada, incluso asfixiarla, como forma de demostrar su virilidad y su desafío a un mundo que trata a los ancianos como si fueran niños. Al mismo tiempo, también le atrae la idea de tomar una sobredosis y morir en brazos de una virgen.

La novelita de Kawabata es un estudio sobre la actividad erótica en la mente de un sensualista intenso y consciente de sí mismo, tremendamente -tal vez morbosamente- sensible a los olores y fragancias y a los matices del tacto, absorbido por la singularidad física de las mujeres con las que tiene relaciones íntimas, propenso a dar vueltas a imágenes de su pasado sexual, sin temor a afrontar la posibilidad de que la atracción que siente por las mujeres jóvenes pueda ser una forma de ocultar el deseo hacia sus propias hijas, o de que su obsesión por los pechos femeninos pueda tener su origen en recuerdos infantiles.

Sobre todo, el cuarto aislado, con sólo una cama y un cuerpo vivo que puede manejar o maltratar, dentro de unos límites, a su gusto, sin testigos y, por tanto, sin riesgo de sentirse avergonzado, constituye un teatro en el que Eguchi puede verse tal como verdaderamente es, viejo, feo y cercano a la muerte. Sus noches con las chicas anónimas están llenas de melancolía más que de alegría, de remordimientos y angustia más que de placer físico: "La fea senilidad de los tristes hombres que venían a esta casa no estaba a muchos años de distancia del propio Eguchi. La inconmensurable amplitud del sexo, su profundidad insondable: ¿qué parte había conocido Eguchi en sus 67 años? Y en torno a los viejos, nacía sin cesar carne nueva, carne joven, carne bella. ¿No estaban los anhelos de los tristes viejos por el sueño inacabado, las lamentaciones por los días perdidos sin haberlos tenido jamás, ocultos en el secreto de esta casa?".

García Márquez, más que imitar a Kawabata, le da respuesta. Su héroe tiene un temperamento muy distinto al de Eguchi, una sensualidad menos compleja, es menos introspectivo, menos explorador, menos poeta. Pero lo que da la verdadera medida de la distancia entre García Márquez y Kawabata es lo que ocurre en la cama en cada una de las casas secretas. Cuando está en la cama con Delgadina, el viejo de García Márquez halla una alegría nueva y exaltadora. En cambio, Eguchi se siente frustrado constantemente por el misterio de que unos cuerpos femeninos inconscientes, que pueden comprarse por horas y cuyos miembros desmadejados y de muñeca pueden utilizarse a gusto del cliente, sean capaces de ejercer tal poder sobre él que le hacen volver una y otra vez a la casa.

La pregunta en relación con todas las bellas durmientes es, por supuesto, qué ocurre cuando se despiertan. En el libro de Kawabata no hay, simbólicamente hablando, ningún despertar; la sexta y última de las jóvenes de Eguchi muere a su lado, envenenada por la droga con la que la habían dormido. En García Márquez, por el contrario, da la impresión de que Delgadina ha absorbido a través de la piel todas las atenciones que se le prestan y que está a punto de despertarse, dispuesta a corresponder el sentimiento de su enamorado.

En otras palabras, la versión que hace García Márquez de la historia de la bella durmiente es mucho más risueña que la de Kawabata. Es más, su brusco final parece indicar que cierra deliberadamente los ojos a la pregunta sobre el futuro de cualquier anciano enamorado de una joven, una vez que la amada puede bajar de su pedestal de diosa. Cervantes hace que su protagonista visite la aldea del Toboso y se postre de rodillas ante una joven a la que ha escogido, casi al azar, para encarnar a Dulcinea. La recompensa que recibe por sus esfuerzos es una sarta de insultos campesinos aderezados con el olor de cebollas crudas, y deja el lugar confuso y desconcertado.

No está claro que la pequeña fábula de redención de García Márquez tenga la suficiente solidez como para aguantar una conclusión de este tipo. García Márquez podría fijarse también en el Cuento del mercader, la sardónica historia de un matrimonio intergeneracional en los Cuentos de Canterbury de Chaucer, y sobre todo en la escena de la pareja a la luz del amanecer, tras los esfuerzos de la noche de bodas, el marido de edad avanzada sentado en la cama, con su gorro de dormir, la piel flácida del cuello temblorosa, y la joven esposa a su lado, consumida de irritación y repugnancia.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Pamuk, una voz audaz e innovadora
(Tomado de El Boomeran(g)

Eduardo Lago

En una entrevista concedida al diario suizo Tages Anzeiger en febrero de 2005, Orhan Pamuk responsabilizaba a Turquía del asesinato de treinta mil kurdos y un millón de armenios, añadiendo que en su país “el único que se atreve a hablar de eso soy yo”. Unos meses después, los tribunales turcos instruían un proceso judicial formulando cargos que hubieran podido costarle al escritor una severísima condena de prisión. En todos los rincones del mundo libre se alzaron voces de protesta. Como telón de fondo, el hecho de que un país donde era posible perpetrar un atentado tan flagrante contra la libertad de expresión fuera candidato a ingresar en la Unión Europea. Verdadero horizonte del problema: el conflicto de valores entre el Islam y Occidente, complejísimo asunto que cobra a cada instante nuevos tintes (baste recordar los incidentes provocados por la publicación de unas caricaturas alusivas a la figura del máximo representante de la fe islámica en una de las naciones más tolerantes de Occidente).

La historia tiene un supuesto final que sólo los ingenuos tildarán de feliz: invocando un tecnicismo legal, las autoridades turcas decidieron suspender los cargos. Se salvaron así las apariencias, pero el problema del que el truncado juicio contra el novelista no era más que un síntoma sigue ahí: no tanto la cuestión de silenciar la memoria histórica, como algo en torno a lo cual se debate la identidad de Turquía como nación. Geográficamente a caballo entre Europa y Oriente, las fuerzas vivas del país luchan entre el deseo de integrarse de lleno en la modernidad laica y democrática y el legado de una visión de clara impronta teocrática. De esa tensión dan testimonio de manera ejemplar las novelas de Orhan Pamuk.

Pamuk es importante, como lo es el papel que puede representar su país como puente, y no sólo geográfico, entre dos formas de civilización. Desde el punto de vista artístico, estamos ante una de las voces más audaces e innovadoras del panorama novelístico internacional. Cuando se tradujo al inglés Nieve, última obra del autor turco, otro de los nombres claves de la literatura de nuestro tiempo, la canadiense Margaret Atwood, le dedicó el siguiente comentario.



Extraña ciudad
(Tomado de la página de ZERKALO)

Érase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir «buenos días» o «buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados. Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido de su componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran de lo más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido imaginar jamás. Nadie llevaba ropa vieja o raída ni excesivamente holgada. El buen gusto había impregnado a cada uno de los habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos eran perfectamente iguales en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante, parecidos, lo que sin duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues, gente bella y elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que sabían manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que nunca se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos aún ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes salían de paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de pantalones, unos pantalones de encaje por lo general blancos o celestes que, por arriba, terminaban en un talle muy ceñido. Los zapatos eran altos y de color, del cuero más fino. ¡Era una delicia ver cómo los botines se ajustaban a los pies y luego a la pierna, y cómo ésta sentía que algo precioso la ceñía y los hombres sentían que la pierna lo sentía! Llevar pantalones ofrecía la ventaja de que las mujeres ponían su espíritu y lenguaje en su forma de andar, que, oculta bajo la falda, se siente menos juzgada y observada. Todo era, en general, un sentir único. Los negocios iban de maravilla, porque la gente era despierta, activa y honesta. Era honesta por educación y buen tipo. Complicarse unos a otros esa hermosa y fácil existencia no les hacía ninguna gracia. Dinero había suficiente y para todos, pues todos eran tan juiciosos que pensaban antes que nada en lo necesario, y todos facilitaban a todos el acceso al buen dinero. Domingos no había, como tampoco una religión por cuyos dogmas pudieran disputarse. Los lugares de esparcimiento eran las iglesias, en las que se reunían para meditar. El placer era para aquella gente una cosa sagrada, profunda. Que permanecían puros en el placer era algo evidente, pues todos tenían la necesidad de hacerlo. Poetas no había. Los poetas no hubieran podido decir nada nuevo ni edificante a gente así. También brillaban por su ausencia los artistas profesionales, pues la habilidad para cualquier tipo de arte se hallaba ampliamente difundida. Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa. Y aquellos lo eran, porque habían aprendido a proteger y utilizar sus sentidos como algo precioso. No necesitaban buscar giros lingüísticos en los diccionarios porque ellos mismos poseían una sensibilidad fina, fluida, alerta y vibrante. Hablaban bien dondequiera que tuviesen la oportunidad de hacerlo; dominaban el idioma sin saber cómo habían llegado a hacerlo. Los hombres eran bellos. Su comportamiento correspondíase con su educación. Muchas eran las cosas que se deleitaban y ocupaban, pero todo guardaba relación con el amor por las mujeres guapas. Todo quedaba enmarcado en una relación delicada y ensoñadora. Se hablaba y pensaba con gran sensibilidad sobre cualquier cosa. Los asuntos financieros eran abordados con mayor tacto, nobleza y sencillez que hoy en día. No existían las denominadas cosas sublimes. Imaginarse alguna hubiera sido intolerable para aquella gente, sensible a la belleza del mundo existente. Todo cuanto ocurría, ocurría con intensidad. ¿Sí? ¿De veras? ¡Qué tonto soy! No, no hay nada cierto de aquella ciudad y aquella gente. No existen. Son pura y simple invención. ¡Muévete, muchacho!

Y el muchacho salió a pasear y se sentó en el banco de un parque. Era mediodía. El sol birllaba a través de los árboles y salpicaba manchas en el camino, en las caras de los paseantes, en los sombreros de las damas, sobre el césped: era un sol muy travieso. Los gorriones retozaban saltarines, y las niñeras empujaban sus cochecitos. Era como un sueño, como un simple juego, como un cuadro. El muchacho apoyó la cabeza en el codo y se integró en el cuadro. Poco después se levantó y se fue. Calro que esto es asunto suyo. Luego vino la lluvia y difuminó la imagen.

Robert Walser
Historias, 1914
(Vida de poeta, traducción de Juan José del Solar, AlfaguaraLiteraturas, 1989)



CRÍTICA
Tras la verdad literaria
La búsqueda de lo que él consideraba "la verdad" está detrás de todos los relatos de Herman Melville. Ahora aparecen los Cuentos completos del autor de Moby Dick.
JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Tomado de BABELIA - 25-03-2006

Herman Melville (Estados Unidos, 1819-1891) según Tullio Pericoli
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CUENTOS COMPLETOS
Herman Melville
Traducción de Miguel Temprano García
Alba. Barcelona, 2006
400 páginas. 27 euros
"Como una lechuza, me deslizo a la hora del crepúsculo, debido al crepúsculo de mis ojos". Éstas son palabras de Herman Melville. Aún no había cumplido cuarenta años y ya tenía problemas con la vista. Paseaba por Nueva York con gafas oscuras para protegerse de la luz si era de día, pero prefería salir a la hora del crepúsculo. Si a esta dificultad añadimos que, con excepción de sus primeros libros, Taipi y Omú, los demás fueron acumulando un fracaso tras otro, se comprenderá fácilmente su carácter pesimista y taciturno, su famoso estado de "nervios" del que tanto se quejaba su esposa y, en general, la dificultad familiar de convivir con un hombre como éste. Hoy en día resulta difícil creer que nouvelles como Bartleby, Billy Budd, Benito Cereno y, sobre todo, esa obra genial que es Moby Dick, fueran inadvertidas si no rechazadas por el público y la crítica de la época. Y lo fueron tanto ellas como aquellas que escribió con el deseo de complacer a un público que se le resistía, como Chaqueta blanca o Redburn.
La frustración de Melville,
una frustración cósmica para un escritor de su talla, es visible en una novela muy discutida, Pierre o las ambigüedades. Tengo para mí que es una obra excepcional, pero entiendo que resulte excesiva para muchos lectores. Y también la encontrará el lector en estos relatos, que son el total de los que escribió, publicados en revistas y algunos aparecidos bajo el ya legendario título de The Piazza tales. Lo que quizá hubiera sido una buena idea, aunque no se trate de relatos propiamente dichos, es haber incluido en este volumen The encantadas, que publicó Carlos Barral en su día con traducción de Cristóbal Serra, y que formaba parte de The Piazza tales.
La mayoría de los relatos cortos de Melville están escritos entre 1853 y 1856. Es verdad que en esos años estaba particularmente desmoralizado, pero no es menos cierto que con sus relatos lo que hizo Melville fue explorar formas expresivas distintas en busca de lo que él denominaba "la verdad". El cuento titulado La veranda (The Piazza) es muy significativo de su modo de hacer pues en él, bajo la imagen de un viaje hacia el "lugar de las hadas", establece un espacio que es el de la perspectiva de la mirada, tan decisiva para el trabajo literario, y lo llena de representaciones simbólicas: hay un lugar que un hombre desengañado y retirado contempla desde su veranda y emprende camino a él, allí encuentra a una joven solitaria, Marianna, que sueña con llegar a conocer algún día aquel lugar con veranda al norte donde vive, y de donde viene, el narrador que ha sido cautivado a su vez por la visión de la cabaña de la muchacha en la lejanía entre los bosques. Una metáfora bellísima a partir de la cual -no por causalidad encabezaba The Piazza tales- se despliega ese modo oblicuo de aludir críticamente a la realidad que caracteriza la última producción novelesca de Melville, como The confidence man.
Pero no es sólo esa búsqueda de la verdad que desemboca en lo simbólico y cuya máxima expresión fue la historia de la ballena blanca lo que le caracteriza y le hace grande. En Melville hay una severa crítica de su época en los cuentos y en las novelas a partir de Pierre, pero es en los cuentos donde Melville arriesgó más a la hora de probar fórmulas expresivas que se salieran de lo ya conocido. La función del narrador, la perspectiva, la colocación de la voz narradora... son ingredientes decisivos en cuentos tan buenos como El campanario. Asimismo ensaya historias contrapuestas y concebidas de dos en dos, los llamados dípticos, el mejor de los cuales, el más expresivo y redondo, es El paraíso de los solteros y el Tártaro de las doncellas. Hay en su estilo de crítica a la sociedad que lo rodea (recordemos que vive en un Nueva York que lo asfixia) una causticidad impecable, por ejemplo cuando escribe: "Asqueado del ruido y sucio del barro de Fleet Street -por donde pululan los negociantes recién casados, con las líneas de los libros de cuentas trazadas en el entrecejo, mientras cavilan acerca del aumento del precio del pan y del descenso de la natalidad-...". O bien nos encontramos con imágenes de admirable precisión: "...almas prietas como un misal cerrado".
Los cuentos de Melville
son, quizá, la zona más arriesgada de su escritura, la zona más experimental, que diríamos hoy en día. Lo son en su vertiente expresiva y lo son en su vertiente simbólica, como en el relato Los dos templos, otro díptico en el que contrapone dos formas sociales a partir de una Iglesia (opresiva) y un gallinero de teatro (cordial, cercano). Hay múltiples referencias a la fama (El violinista) y al fracaso (El fracaso feliz o Jimmy Rose). Y hay un cuento realmente gracioso, escrito con motivo de que le recomendaran que se pusiera bajo el cuidado de un psiquiatra, titulado Yo y mi chimenea, que demuestra hasta qué punto el humor aún sobrevivía en él a todos los azares. En fin, todo esto sucede a mediados del siglo XIX de la mano de un autor cuya visión literaria fue particularmente incomprendida por sus contemporáneos, que lo entendió así hasta el desánimo, pero que nunca, nunca perdió la cara ante lo que él consideraba la verdad literaria. Leer a Melville es, aparte de entregarse a una de las mejores escrituras narrativas que se han dado, homenajear a un hombre que representa como pocos la fe en la literatura.

CRÍTICA
La cara de la desgracia frente a la muerte
Juan Carlos Onetti es uno de los escritores latinoamericanos imprescindibles del siglo XX. El primer volumen de sus Obras completas da cuenta del recorrido novelístico del autor uruguayo, iniciado en 1939 con El pozo, y de su compromiso con las letras, la ética y la vida. Un compromiso que lo llevó, además, a sufrir los rigores de la dictadura militar de su país. Obras como La vida breve, El astillero o Dejemos hablar al viento le valieron el Premio Cervantes en 1980.
RAFAEL CONTE
Tomado de BABELIA - 25-03-2006

Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994)

OBRAS COMPLETAS. (Novelas, I)
Juan Carlos Onetti
Edición de Hortensia
Campanella
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
Barcelona, 2005
980 páginas. 55 euros
No es la primera vez que se publican las Obras completas del gran precursor del "mal-llamado-boom" de la novela hispanoamericana Juan Carlos Onetti, aunque sí de verdad enteras y en España, pues la primera (Aguilar, 1970), con un buen prólogo de su compatriota Emir Rodríguez Monegal, apareció editada en México, sin duda por dificultades de la censura de la época. Esta nueva, verdaderamente completa, cuyo primer volumen de los tres previstos, aparece muy bien introducida por su amiga de los últimos tiempos Hortensia Campanella, directora de la Casa de España en Montevideo, de la que me alegro de recibir tan buenas noticias, y de un emocionante texto de la cuarta y definitiva esposa del escritor, la violinista Dorotea (Dolly) Muhr, así como una buena explicación del escritor mexicano Juan Villoro, que presenta con sabiduría y detenimiento las cinco primeras novelas (y algún texto complementario) de esta obra capital: El pozo (1939), Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943), La vida breve (1950) y Los adioses (1954), estas dos últimas sendas obras maestras, que, desde luego, no iban a serlo tan sólo al final, pues habría que añadirles por lo menos otras dos -Juntacadáveres (1961) y El astillero (1964)- y al final la antepenúltima, Dejemos hablar al viento, con la que obtuvo el Premio de la Crítica entre nosotros en 1979, el año anterior al que le fuera concedido el Premio Cervantes, que supuso ya su consagración total.
Su carrera, desde el aldabo
nazo (inaudible) de El pozo (1939), había sido lenta, casi secreta y demasiado larga. Aquella primera novela corta cayó en silencio, pues era un pequeño casi folleto, impreso en papel de estraza, con un falso picasso en la portada, de un centenar de páginas, donde sin embargo se anunciaba ya el final de la época dorada de un Uruguay que había sido considerado como "la Suiza americana", un país próspero y democrático en un contexto geográfico convulso y repleto de tiranías y golpes de Estado a veces sangrientos, pero que iba a entrar en decadencia poco después, uniéndose al coro de catástrofes geopolíticas cuyas sacudidas repercutirían personalmente en la vida del escritor, y que provocarían su exilio final en España. El monólogo nocturno de Elías Linacero, que oscila entre dos obsesiones, la pérdida de un amor puro y la imposibilidad de otro impuro, instala en la literatura uruguaya de entonces una negrura y un pesimismo que anuncian, de manera existencialista y "celiniana" -el influjo decisivo de Faulkner vendrá después-, toda la decadencia posterior, pero de la que nadie se dio cuenta, pues fue una especie de espoleta retrasada, que nadie advirtió en su época. Tras el intento de Tiempo de abrazar, de la que sólo se conservan fragmentos -aquí incluidos- por haberse extraviado el manuscrito, presentado infructuosamente a un concurso (y no será la única vez, Onetti fue un experto en quedar finalista en concursos), de donde nos han quedado algunos cuentos dispersos. Tierra de nadie, su segunda novela completa, es un buen intento se arrancar a la literatura de su tiempo de la narrativa costumbrista, indigenista y del "buen salvaje", para imponer -que no lo hizo- una "novela urbana" y múltiple, calidoscópica, y con muchos personajes, entre los cuales aparecerá ya uno, Larsen, que le dará más juego posteriormente.
Dos años después, Onetti pu
blica su tercera novela, Para esta noche, donde, inspirado por los sucesos de la Segunda Guerra Mundial y la Civil española, se extrae de su contexto latinoamericano, y crea una fábula más abstracta, aunque también termina mal, pues el rescate de la niña del enemigo por quien ha provocado la muerte de su padre tampoco tendrá una salida válida (y aquí se ha observado la vaga mención a una posible influencia de la Lolita de Nabokov, en la fascinación por la niña de su protector, que también es una acusación a posteriori). Pero no fue hasta la publicación de la cuarta, la monumental La vida breve en 1950, cuando Onetti creó, aparte de su mejor y más larga novela, la fundación real de su obra, con la invención, esta vez bajo la mejor inspiración de Faulkner, del mito de Santa María, con la que recuerda al condado de Yoknapatawpha, Macondo, o el español benetiano de Región, todos ellos de la misma estirpe, pues como ha dicho Javier Vásconez "de Faulkner venimos todos". La vida breve, una larga narración casi coral, en la que, tras la impresionante narración de la ablación de mama de su esposa, se encadenan personajes -Brausen, Díez Grey, la Queca, un crimen- que se "telescopian" para fundirse en la fundación de "Santa María", una población imaginada a caballo entre Buenos Aires y Montevideo, a orillas de un gran río perezoso y sucio, destinado a atravesar El astillero y Juntacadáveres, las aventuras de Jorge Malabia y su burdel, o las del recuperado Larsen y que desembocarán en el holocausto de Dejemos a hablar el viento. Aunque otra obra maestra, que cierra este volumen, la novela corta Los adioses se sitúe fuera de Santa María (y es una de las más ambiguas y misteriosas) participa del ambiente de pesimismo y tristeza de su obra entera: sucede en un escenario singular, una residencia de enfermos del pecho, un antiguo deportista entre dos mujeres -una con niño incluido- destinados a la muerte, y con un testigo, un narrador que es un correo postal también, lo que cierra con broche de oro este primer volumen. Y donde se recogen las buenas informaciones del documental que le rodó Ramón Chao para la televisión francesa, y del que hay un buen libro posterior.
Entre sus cuentos y novelas
cortas (edición hasta hoy de referencia, con un buen prólogo de Muñoz Molina en Alfaguara, 1994) hay un título de una de sus novelas cortas (atención a muchos de sus títulos, que son toda una lección) que define muy bien la amargura y pesimismo de toda su obra: La cara de la desgracia. Una desgracia a la que Juan Carlos Onetti se enfrentó con paciencia, exilios y tenacidad y a la que venció a través de la muerte.


Tomado de Maruska

«Podría decirse que al escribir se ausenta»
Walter Benjamín

Las potentes manos del destino lo arrebataron del mundo, que le resultaba demasiado pequeño, y lo lanzaron por sobre el borde de lo inteligible hacia la locura, en cuyos abismos luminosos, benévolos, poblados de fuegos fatuos, se precipitó con furia de gitante para luego adormecerse por siempre en una dulce dispersión y oscuridad.

Robert Walser

Jakob von Gunten

Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores? A mí me encantaría ser rico, pasear en berlina y malgastar dinero. Una vez comenté esto con mi condiscípulo Kraus, pero él se limitó a encogerse de hombros despectivamente, sin concederme una sola palabra. Kraus tiene principios, va bien sujeto a su silla, montado sobre la satisfacción, y es éste un rocín al que los amantes del galope prefieren no subirse. Desde que estoy aquí, en el Instituto Benjamenta, he conseguido volverme un enigma para mí mismo. También yo me he visto contagiado por un extraño sentimiento de satisfacción, desconocido hasta ahora. Soy bastante obediente; no tanto como Kraus, que es un maestro en ejecutar celosamente y al instante cualquier tipo de órdenes. Hay un punto en el que nosotros, los alumnos (Kraus, Schacht, Schilinski, Fuchs, Peter el Larguirucho, yo, etc.), nos parecemos todos: el de nuestra pobreza y dependencia absoluta. Somos hnumildes, humildes hasta la indignidad total. Quien recibe un marco de propina pasa por ser un príncipe privilegiado. Quien, como yo, fuma cigarrillos, despierta preocupación por sus hábitos de despilfarro. Vamos uniformados. Pues bien, este hecho de llevar uniforme nos humilla y nos encumbra al mismo tiempo: tenemos aspecto de gente no libre, lo que posiblemente sea una ignominia, pero también nos vemos muy guapos, y eso nos ahorra la profunda vergüenza de quienes se pasean en ropas personalísimas y, sin embargo, sucias y ajadas. A mí, por ejemplo, vestir el uniforme me resulta bastante agradable, pues nunca he sabido muy bien qué ropa ponerme. Pero incluso a este respecto sigo siendo, por ahora, un enigma para mí mismo. Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente vulgar. O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé. Pero de algo estoy seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la izquierda, redondo como una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré.


Robert Walser
Jakob von Gunten, 1909
(Traducción de Juan José del Solar, Ediciones Alfaguara, 1984)

La carta

Llevando en el bolsillo una carta que acababa de traerme el cartero y aún no me había atrevido a abrir, empecé a subir, con pasos circunspectos, hacia el bosque que coronaba la colina. El día parecía un gracioso príncipe vestido de azul. Todo alrededor gorjeaba, verdeaba, florecía y perfumaba. El mundo parecía haber sido creado sólo para la ternura, la amistad y el amor. El cielo azul se asemejaba a un ojo benigno, el tierno viento, a una caricia. El bosque tan pronto se hacía más denso y oscuro como volvía a clarear, y el verde era tan joven, tan dulce. De pronto me detuve en un camino limpio, amarillento, saqué la carta, rompí el sobre y leí lo siguiente:

«Aquélla que se siente obligada a decirle que su carta le causó más estupor que alegría, no desea que vuelva usted a escribirle; se asombra de que haya encontrado valor para acercársela tanto, y espera que esa especie de osadía, valentía e irreflexión no vuelvan a repetirse jamás. ¿Le ha dado acaso algún indicio que pudiese interpretarse como deseo de averiguar lo que usted siente por ella? No estando en absoluto interesada, los secretos de su corazón la dejan completamente fría; no tiene comprensión alguna por las efusiones de un amor que le es indiferente, por eso le ruega tenga a bien recapacitar en lo importante que sería para usted guardar una prudente distancia ante la remitente de esta carta. En las relaciones llamadas a permanecer exclusivamente dentro de los límites de la respetabilidad, cualquier pasionalismo habrá de estar, como usted mismo podrá ver, prohibido».

Doblé lentamente aquella carta de tan triste y desalentador contenido, y al hacerlo exclamé: «¡Qué buena, dulce y amable eres tú, naturaleza! ¡Qué bellos son tu tierra, tus praderas y tus bosques! ¡Dios del cielo, qué crueles son tus hombres!»

Estaba conmovido, y el bosque nunca me había parecido tan hermoso.

Robert Walser
Vida de poeta, 1918
(Traducción de Juan José del Solar, AlfaguaraLiteraturas, 1989)


FRAGMENTO LITERARIO
Plan de evasión
Una indagación narrativa en la felicidad y la libertad irrenunciables del ser humano por Adolfo Bioy Casares
ELPAIS.es - Cultura - 29-03-2006

Fragmento
Todavía no se acabó la primera tarde en estas islas y ya he visto algo tan grave que debo pedirte socorro, directamente, sin ninguna delicadeza. Intentaré explicarme con orden.
Éste es el primer párrafo de la primera carta de mi sobrino, el teniente de navío Enrique Nevers. Entre los amigos y los parientes no faltarán quienes digan que sus inauditas y pavorosas aventuras parecen justificar ese tono de alarma, pero que ellos, «los íntimos», saben que la verdadera justificación está en su carácter pusilánime. Yo encuentro en aquel párrafo la proporción de verdad y error a que pueden aspirar las mejores profecías; no creo, además, que sea justo definir a Nevers como cobarde.
Es cierto que él mismo ha reconocido que era un héroe totalmente inadecuado a las catástrofes que le ocurrían. No hay que olvidar cuáles eran sus verdaderas preocupaciones; tampoco, lo extraordinario de aquellas catástrofes.
Desde el día que partí de Saint-Martin, hasta hoy, inconteniblemente, como delirando, he pensado en Irene, dice Nevers con su habitual falta de pudor, y continúa: También he pensado en los amigos, en las noches conversadas en algún café de la rue Vauban, entre espejos oscuros y en el borde ilusorio de la metafísica. Pienso en la vida que he dejado y no sé a quién aborrecer más, a Pierre o a mí.
Pierre es mi hermano mayor; como jefe de familia, decidió el alejamiento de Enrique; recaiga sobre él la responsabilidad.
El 27 de enero de 1913 mi sobrino se embarcó en el Nicolas Baudin, rumbo a Cayena. Los mejores momentos del viaje los pasó con los libros de Julio Verne, o con un libro de medicina, Los morbos tropicales al alcance de todos, o escribiendo sus Addenda a la Monografía sobre los juicios de Oléron; los más ridículos, huyendo de conversaciones sobre política o sobre la próxima guerra, conversaciones que después lamentó no oír. En la bodega viajaban unos cuarenta deportados; según confesión propia, imaginaba de noche (primero como un cuento para olvidar el terrible destino; después, involuntariamente, con insistencia casi molesta) bajar a la bodega, amotinarlos. En la colonia no hay peligro de recaer en esas imaginaciones, declara. Confundido por el espanto de vivir en una prisión, no hacía distingos: los guardias, los presidiarios, los liberados; todo le repelía.
El 18 de febrero desembarcó en Cayena. Lo recibió el ayudante Legrain, un hombre andrajoso, una especie de peluquero de campaña, con ensortijado pelo rubio y ojos celestes. Nevers le preguntó por el gobernador.
—Está en las islas.
—Vamos a verlo.
—Está bien —dijo suavemente Legrain—. Hay tiempo de llegarnos hasta la gobernación, tomar algo y descansar. Hasta que salga el Schelcher, no puede ir.
—¿Cuándo sale?
—El 22.
Faltaban cuatro días.
Subieron a una deshecha victoria, encapotada, oscura. Trabajosamente Nevers contempló la ciudad.
Los pobladores eran negros, o blancos amarillentos, con blusas demasiado amplias y con anchos sombreros de paja; o los presos, a rayas rojas y blancas. Las casas eran unas casillas de madera, de color ocre, o rosado, o verde botella, o celeste. No había pavimento; a veces los envolvía una escasa polvareda rojiza. Nevers escribe: El modesto palacio de la gobernación debe su fama a tener piso alto y a las maderas del país, durables como la piedra, que los jesuitas emplearon en la construcción. Los insectos perforadores y la humedad empiezan a podrirlo.
Esos días que pasó en la capital del presidio le parecieron una temporada en el infierno. Cavilaba sobre su debilidad, sobre el momento en que, para evitar discusiones, había consentido en ir a Cayena, en alejarse por un año de su prometida. Temía todo: desde la enfermedad, el accidente, el incumplimiento en las funciones, que postergara o vedara el regreso, hasta una inconcebible traición de Irene. Imaginó que estaba condenado a esas calamidades por haber permitido, sin resistencia, que dispusieran de su destino. Entre presidiarios, liberados y carceleros, se consideraba un presidiario.
En víspera de partir a las islas, unos señores Frinziné lo invitaron a cenar. Preguntó a Legrain si podía excusarse. Legrain dijo que eran personas «muy sólidas» y que no convenía enemistarse con ellas. Agregó:
—Ya están de su lado, por lo demás. El gobernador ofendió a toda la buena sociedad de Cayena.
Es un anarquista.
Busqué una respuesta desdeñosa, brillante, escribe Nevers. Como no la encontré en seguida, tuve que agradecer el consejo, entrar en esa política felona y ser acogido a las nueve en punto por los señores Frinziné.
Mucho antes empezó a prepararse. Llevado por el temor de que lo interrogaran, o tal vez por un diabólico afán de simetrías, estudió en el Larousse el artículo sobre prisiones.
Serían las nueve menos veinte cuando bajó las escalinatas del palacio de gobierno. Cruzó la plaza de las palmeras, se detuvo a contemplar el desagradable monumento a Victor Hugues, condescendió a que un lustrabotas le diera cierto brillo y, rodeando el parque botánico, llegó frente a la casa de los Frinziné; era amplísima y de color verde, con paredes anchas, de adobe.
Una ceremoniosa portera lo guió por largos corredores, a través de la destilería clandestina y, en el pórtico de un salón purpúreamente alfombrado y con doradas incrustaciones en las paredes, gritó su nombre. Había unas veinte personas. Nevers recordaba a muy pocas: a los dueños de casa —el señor Felipe, la innominada señora y Carlota, la niña de doce o trece años— plenamente obesos, bajos, tersos, rosados; a un señor Lambert, que lo arrinconó contra una montaña de masas y le preguntó si no creía que lo más importante en el hombre era la dignidad (Nevers comprendió con alarma que esperaba una respuesta; pero intervino otro de los invitados: «Tiene razón la actitud del gobernador…» Nevers se alejó. Quería descubrir el «misterio» del gobernador, pero no quería complicarse en intrigas. Repitió la frase del desconocido, repitió la frase de Lambert, se dijo «cualquier cosa es símbolo de cualquier cosa» y quedó vanamente satisfecho). Recordaba también a una señora Wernaer: los rondaba lánguidamente y él se acercó a hablarle. Inmediatamente conoció la evolución de Frinziné, rey de las minas de oro de la colonia, ayer peón de limpieza en un despacho de bebidas.
Supo también que Lambert era comandante de las islas; que Pedro Castel, el gobernador, se había establecido en las islas y que había enviado a Cayena al comandante. Esto era objetable: Cayena siempre había sido el asiento de la gobernación. Pero Castel era un subversivo, quería estar solo con los presos… La señora acusó también a Castel de escribir, y de publicar en prestigiosos periódicos gremiales, pequeños poemas en prosa.
Pasaron al comedor. A la derecha de Nevers se sentó la señora Frinziné y a su izquierda la esposa del presidente del Banco de Guayana; enfrente, más allá de cuatro claveles que se arqueaban sobre un alto florero de vidrio azul, Carlota, la hija de los dueños de casa. Al principio hubo risas y gran animación.
Nevers advirtió que a su alrededor la conversación decaía pero, confiesa, cuando le hablaban no contestaba: trataba de recordar qué había preparado esa tarde en el Larousse; por fin superó esa amnesia, el júbilo se traslució en las palabras, y con horrible entusiasmo habló del urbano Bentham, autor de La Defensa de la Usura e inventor del cálculo hedónico y de las cárceles panópticas; evocó también el sistema carcelario de trabajos inútiles y el mustio, de Aubum. Creyó notar que algunas personas
aprovechaban sus silencios para cambiar de tema; mucho después se le ocurrió que hablar de prisiones tal vez no fuera oportuno en esa reunión; estuvo confundido sin oír las pocas palabras que todavía se decían, hasta que de pronto oyó en los labios de la señora Frinziné (como oímos de noche nuestro propio grito, que nos despierta) un nombre: René Ghill. Nevers «explica»: Yo, aun inconscientemente, podía recordar al poeta; que lo evocara la señora de Frinziné era inconcebible. Le preguntó con impertinencia:
—¿Usted conoció a Ghill?
—Lo conozco mucho. No sabe las veces que me tuvo en sus rodillas, en el café de mi padre, en Marsella. Yo era una niña… una señorita, entonces.
Con súbita veneración, Nevers le preguntó qué recordaba del poeta de la armonía.
—Yo no recuerdo nada, pero mi hija puede recitarnos un verso precioso.
Había que obrar, y Nevers habló inmediatamente de los Juicios de Oléron, ese gran coutumier que fijó los derechos del océano. Trató de inflamar a los comensales contra los renegados o extranjeros que pretendían que Ricardo Corazón de León era el autor de los Juicios; también los previno contra la candidatura, más romántica pero tan falaz, de Eleonora de Guyena. No —les dijo—, esas joyas (como los inmortales poemas del bardo ciego) no eran la obra de un solo genio; eran el producto de los ciudadanos de nuestras islas, distintos y eficaces como cada partícula de un aluvión. Recordó por fin
al liviano Pardessus y encareció a los presentes que no se dejaran arrastrar por su herejía, brillante y perversa. Una vez más tuve que suponer que mis temas interesaban a otras minorías, confiesa, pero sintió compasión por las personas que lo escuchaban y preguntó:
—¿El gobernador querrá ayudarme en mis investigaciones sobre los Juicios?
La pregunta era absurda; pero aspiraba a darles el pan y el circo, la palabra «gobernador», para que fueran felices. Discutieron sobre la cultura de Castel; convinieron sobre su «encanto personal»; Lambert intentó compararlo con el sabio de un libro que había leído: un anciano debilísimo, con planes para volar la Ópera Cómica. La conversación se desvió sobre el costo de la Ópera Cómica y sobre cuáles teatros eran más grandes, los de Europa o los de América. La señora Frinziné dijo que los pobres guardias pasaban hambre a causa del jardín zoológico del gobernador.
—Si no tuvieran sus gallineros privados… —insistió, gritando para que la oyeran.
A través de los claveles, miraba a Carlota; seguía callada, con los ojos recatadamente posados en el plato.
A medianoche salió a la terraza. Apoyado en la balaustrada, contemplando vagamente los árboles del parque botánico, oscuros y mercuriales en el resplandor de la luna, recitó poemas de Ghill. Se interrumpió; creyó percibir un leve rumor; se dijo: es el rumor de la selva americana; parecía, más bien, un rumor de ardillas o de monos; entonces vio a una mujer que le hacía señas desde el parque; trató de contemplar los árboles y de recitar los poemas de Ghill; oyó la risa de la mujer. Antes de salir vio otra vez a Carlota. Estaba en el cuarto donde se amontonaban los sombreros de los invitados. Carlota extendió un brazo corto, con la mano cerrada; la abrió; Nevers, confusamente, vio un resplandor;
después, una sirena de oro.
—Te la doy —dijo la niña, con simplicidad.
En ese momento entraron unos señores. Carlota cerró la mano.
No durmió esa noche; pensaba en Irene y se le aparecía Carlota, obscena y fatídica; tuvo que prometerse que nunca iría a las islas de la Salvación; que en el primer barco volvería a Re.
El 22 se embarcó en el ferruginoso Schelcher. Entre señoras negras, pálidas, mareadas, y grandes jaulas de pollos, todavía enfermo por la cena de la víspera, hizo el viaje a las islas. Preguntó a un marinero si no había otro medio de comunicación entre las islas y Cayena.
—Un domingo el Schelcher, otro el Rimbaud. Pero los de la administración no pueden quejarse, con su lancha…
Todo fue ominoso desde que salí de Re, escribe, pero al ver las islas tuve un repentino desconsuelo. Muchas veces había imaginado la llegada; al llegar sintió que se perdían todas las esperanzas: ya no habría milagro, ya no habría calamidad que le impidiera ocupar su puesto en la prisión. Después reconoce que el aspecto de las islas no es desagradable. Más aún: con las palmeras altas y las rocas, eran la imagen de las islas que siempre había soñado con Irene; sin embargo, irresistiblemente, lo repelían, y nuestro miserable caserío de Saint-Martin estaba como bien iluminado en su recuerdo.

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