
Blog de AlejandroPadrón
Tomado de La Vanguardia, 31.05.2006
La opulencia alucinada
Easton Ellis presenta una autobiografía falsa
que cierra una etapa literaria
La novela habla con bastante mala leche de una sociedad tan opulenta como enfermiza
ENRIC CASTELLÓ - 31/05/2006 - 10.21 horasUna de las funciones que se dan al concepto de género es la de establecer un contrato entre autor y lector. El género se convierte en una pauta fijadora de convenciones que nos ayudan a interpretar una obra. Bret Easton Ellis ha roto esa norma en Lunar Park. La novela empieza como una pieza cómica o sátira social, sigue como un thriller psicológico –con referencias a Stephen King– y acaba en una historia con tintes fantásticos e incursiones en la novela policíaca. Se trata de una falsa autobiografía que pensamos que cierra una etapa para el autor. Ellis consigue el más difícil todavía. Lunar Park es una suerte de historia personal que mezcla realidad y ficción, que además se plantea desde un narrador impreciso, unas veces amnésico, otras falso e hipócrita. El experimento provoca confusiones, pero esta apuesta es precisamente la que hace que la novela logre prender al lector: quien lea Lunar Park quedará enseguida atrapado en el suspense que Ellis inyecta a lo largo de la obra. Parodia de su vidaEl planteamiento es, al menos, arriesgado. El protagonista de la novela es el mismo Bret. En el primer capítulo el autor explica, de manera exagerada y paródica, cómo fueron los inicios de su meteórica y exitosa carrera literaria. Se harta de magnificar los episodios de consumo de drogas, de describir las aparatosas fiestas que daba y de explicar sus vínculos con el famoseo social, político y artístico. A continuación empieza la crónica personal –es la primera vez que Ellis escribe una novela en pasado– de los hechos acaecidos en la mansión donde vive con su esposa y sus hijos. Intentaremos escribir sobre el contenido de Lunar Park sin desvelar algunos aspectos que pueden molestar a aquellos que aún no han leído el libro. Los hechos parten la noche de Halloween y terminan tras diez días en los que se mezclan sucesos reales, otros que pueden ser producto de una mente esquizofrénica, alucinaciones provocadas por el alcohol y las drogas, sueños, historias de ficción y recuerdos de infancia. Misterios paranormalesEllis es ahora un escritor mundialmente famoso que intenta, sin mucho empeño, dejar las drogas y el alcohol. Vive con su mujer, Jayne; el hijo de ambos, Robbie (11 años); y la hija de ella con otro hombre, Sarah (6 años). Trabaja en una nueva novela y da clases en la universidad sobre escritura creativa. Aún así, las cosas no van tan bien como parece: hechos paranormales irrumpen en la casa, pero el narrador mantiene al lector en constante vilo. ¿Estos sucesos son reales o producto de alucinaciones de Bret, quien vive en un globo de embriaguez y drogas? Por las inmediaciones de su mansión aparece un personaje extraño que se hace pasar por uno de sus estudiantes. Sarah insiste en que el muñeco que Bret le regaló hace unos días, una especie de pájaro destartalado de peluche, está vivo: parece ser que se dedica a picotear las flores del jardín. Un grupo de niños han desaparecido recientemente en el barrio y Robbie parece que oculta alguna cosa. La visita de un inspector de policía poco común vendrá a retorcer aún más la situación. ¿A dónde van a parar todos estos hechos en principio inconexos? Exorcismo personalEl autor ha dicho que Lunar Park es una especie de exorcismo personal. La figura de su padre, con quien Ellis mantenia una relación difícil, tiene un peso específico en la historia: reaparece como un fantasma, está presente a lo largo del libro, a veces de forma implícita. A la vez, la novela sirve a su autor para volver a sus obras anteriores, especialmente American Psycho, que le encumbró y de la que se afirma que marcó una generación. Ellis ha sido un autor muy controvertido, con fervorosos defensores y detractores, que ha jugado a la literatura transgresora con sus historias repletas de sexo retorcido, drogas, violencia gratuita y personajes monstruosos como el del asesino Patrick Bateman. Lunar Park rebaja este tono; quizás alguien la encuentre transgresora, pero la novela de Ellis nos parece el cuento de Caperucita al lado de El almuerzo desnudo de Burroughs, por ejemplo. Por otra parte, se habla menos de su estilo literario. En esta novela Ellis cultiva una narración casi en estado puro, con muy pocas descripciones, ritmo trepidante, plagada de verbos de acción y diálogos creíbles. Sociedad postmodernaLa novela de Ellis tiene el acierto de dibujar con bastante mala leche una sociedad tan opulenta como enfermiza. Estamos ante una clase alta norteamericana que vive sometida en miedos: padres paranoicos que medican a sus hijos para que no padezcan estrés, chavales desconcertados y sin referentes, familias desestructuradas e infelices, madres que se desplazan en Porsche hasta el club de fitness tan solo preocupadas por su figura. Ellis habla de la cúspide de una sociedad postmoderna, de personas sumidas en un hedonismo radical, un individualismo exacerbado. El personaje de Bret es un producto de este sistema y a la vez un hombre incapaz de comprender porqué un perro debe ser visitado por un psicólogo. Su egoísmo le impide pensar en otra cosa que no sean sus obras y sus momentos de placer, mientras que sus hijos crecen al margen. Jayne, una actriz famosa, aparece como la esposa perfeccionista que quiere construir una familia modelo pero que se da una y otra vez contra el patetismo de su marido. En definitiva, Lunar Park plantea la imposibilidad de ser feliz aún teniéndolo todo; el fracaso de un modelo social representado en la cúspide del mismo.

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REPORTAJE
Paul Auster vuelve a rodar entre amigos
El escritor estadounidense dirige cerca de Lisboa su segundo largometraje en solitario, 'The inner life of Martin Frost', una comedia 'haiku' de amor con algo de misterio
MIGUEL MORA - Lisboa
Tomado de el EL PAÍS - 26-05-2006
Paul Auster, en un descanso del rodaje. (KAMERAPHOTO / JOÃO PINA) ampliar
Terapia y libros
Moreno, con menos ojeras que de costumbre, relajado y casi dicharachero, Paul Auster (Newark, New Jersey, 1947) rueda estos días en Azenhas do Mar, cerca de Sintra, su segunda película como director. Tras firmar Smoke (1995) con su amigo Wayne Wang y dirigir en solitario Lulú on the bridge (1998), el autor de Trilogía de Nueva York vuelve detrás de la cámara: "Me viene muy bien salir de vez en cuando de la soledad del cuarto donde escribo, tomo el aire, veo gente que me inspira...". La historia se titula The inner life of Martin Frost, y es una comedia que surge del pedazo inicial de la novela El libro de las ilusiones. "Es una historia que me ha rondado mucho tiempo. Tiene amor y un misterio que se revela poco a poco".
Auster aparece puntual a mediodía en el vestíbulo del precioso hotel Lawrence's de Sintra; se sienta en un sillón y sin fumar ni nada empieza a contar cosas. El tipo solitario está hecho un encanto, un campeón de la sociabilidad. Aunque anoche hicieron el primer rodaje de escenas nocturnas, dice, y acabaron a las tres. "Y yo me he despertado a las siete, como siempre. Parezco un perro, me despierto sin querer siempre a la misma hora".
Salvo ese pequeño detalle, todo es buen rollo: "Estamos a mitad del rodaje y está yendo muy, muy suave. Anoche se quemaron unas cortinas con unas velas, pero no fue grave. El sitio es maravilloso, el equipo es excelente, los actores están soberbios y ni siquiera hemos tenido el típico avión que se cuela en el sonido, o el gallo que cacarea en la casa de al lado. Demasiado bueno para durar, pero en fin".
El equipo técnico es, sobre todo, mínimo: menos de 20 personas, lo que sumado al elenco raquítico de actores, cuatro, lleva a Auster a definir la película como "un haiku". "No será tan corta, seguro, pero todo es minimalista. Tenemos dos eléctricos, la maquilladora es a la vez la peluquera, el operador tiene un ayudante mexicano, hay dos técnicos de sonido, un solo escenario...".
O sea, que Auster se las ha ingeniado para rodar con el mínimo dinero posible. Y con gente, también lo más cercana posible, parecería. De los cuatro actores, tres son amigos y una de la familia: su hija Sophie, que fue Lulú cuando tenía 10 años, en el debut de Auster como director, y que ya tiene 18: "Ahora es una maravillosa actriz y cantante", dice su padre sin asomo de rubor.
El protagonista, Martin Frost, es el inglés David Thewlis. De repente aparece y Auster le da los buenos días y un abrazote. El escritor conoció al intérprete del profesor Lupin de Harry Potter y el prisionero de Azkabán en Cannes, "hace 10 años". Aunque había otros candidatos para el papel, fueron cayéndose y Thewlis no lo dudó. "Siempre fui fan de Paul". Y no se arrepiente: "Es en el rodaje que mejor lo he pasado en mi vida. Es una historia de amor con risas".
Completan el reparto la belleza francesa Irene Jacob, otra vieja amistad fraguada en las noches de Cannes, y Michael Imperiali, ex de Los Soprano al que Auster hizo una prueba sin éxito para Smoke y al que rescató para un papel breve pero trágico en Lulú. "Me quedé con muchas ganas de trabajar más con él. Y está impresionante; esta vez, por contraste, es el elemento cómico de la película". Para aumentar la envidia de las visitas ante tanta felicidad laboral, Auster rueda el grueso de la película en una preciosa casa con jardín, muy cerca del mar. Hay olivos muy viejos y al fondo se ve la sierra de Sintra. Se supone que la acción transcurre en California, pero Auster tenía varias razones para venir a rodar a Portugal. "Primero, soy amigo del productor portugués Paulo Branco, y él quiso hacer la película; luego, porque rodar aquí es mucho más barato que en América. Y, además, el campo aquí es tan espectacular como en el norte de California".
Y en fin, aquello que no parece americano se sustituye por material made in USA: "Hemos cambiado los tiradores de las puertas, el papel de escribir... En el fondo, el paisaje da igual: la historia no transcurre en ningún sitio, salvo en la casa".
Quizá por el prurito del escritor, Auster trata de ser un director capaz de olvidar las palabras para narrar con imágenes. "Puedo pensar en imágenes, y aunque las palabras son importantes también, y escribir un guión es un acto literario, he aprendido a hacerlo más breve para no tener que cortar luego 45 minutos de rodaje. Esta vez hemos ensayado dos semanas y eso me ha permitido ir quitando frases, lo que también ayuda a ir en busca del haiku".
Terapia y libros
The inner life of Martin Frost siempre fue una historia tirando a corta y, por más señas, reciclada. Ésta es la historia de la historia: "La primera versión la escribí en 1999. Empezó siendo un guión para una película de 30 minutos que me pidió una productora alemana. Pagaban mal y raro, en dos plazos, más uno a cuenta, y un amigo me dijo que no la hiciera. Así que lo dejé en el cajón. Pero luego me puse a pensar y dije: 'Es un largometraje'. Entonces empecé a escribir El libro de las ilusiones, y pensé en poner allí toda la historia. Pero al final opté por usar sólo la primera parte. Después escribí La noche del oráculo, y Brooklyn Follies, pero Martin Frost seguía en mi cabeza. Así que decidí acabar el guión y hacer la película. No fue fácil porque en Estados Unidos es difícil encontrar dinero para hacer cine independiente. Pero apareció Paulo...". Bueno, ¿y cómo es esa vida interior de Martin Frost? "Vamos a acabarla primero y luego hablamos".
Aunque allí está Martin Frost, es decir, David Thewlis. ¿Cómo es Martin Frost? "No está bien. Es excéntrico y muy raro. Probablemente necesita ayuda médica, un poco de terapia". ¿Y Auster? "¡No! La terapia de Paul son los libros. Lo pone todo ahí".

Blog de Alejandro Padrón
Domingo, 21 de Mayo de 2006
RADAR LIBROS
Tomado de RadarDomingo, 21 de Mayo de 2006
Homenaje a Allen Ginsberg
Militante de las libertades civiles, experimentado catador de drogas, homosexual declarado, pionero en la difusión de religiones orientales, Allen Ginsberg (1926-1997) formó parte, junto a Jack Kerouac y William Burroughs, de la Santísima Trinidad del la Generación Beat, el movimiento que inyectó libertad a los Estados Unidos de la postguerra. Hace cincuenta años, Ginsberg publicaba su obra más famosa: Aullido, un largo poema con el que sacudió las mentes de una época atenazada por el fantasma nuclear y el conservadurismo, se alzó como la voz de su generación, inoculó el jazz en la poesía, anticipó el grito eléctrico del rock, dio a luz al ansia de libertad del hippismo y se convirtió en el heredero indiscutido de Walt Whitman, el primer gran poeta americano. Radar convocó a seis poetas argentinos para que rindieran homenaje a ese aullido que todavía resuena.
LOS MOTIVOS DEL LOBO
por Juan Sasturain
“A arremangarse las polleras, señoras: vamos a entrar en el Infierno.” Esa, la última frase del prólogo a Howl and Other Poems, escrito por el clínico William Carlos Williams, es tan famosa y reveladora como la línea inicial del poema y del libro, primera nota larga del largo aullido: “Yo he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, / arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un pinchazo furioso”.
Ginsberg en la India en 1965.
El prólogo del maestro avisaba que ese vociferante declamador de enormidades que él había conocido prácticamente de pibe y casi de barrio –los dos coincidían en la sórdida Paterson, ciudad industrial y fea como tantas que el facultativo usó para su poema interminable– se había convertido en bardo bardero e inesperado (para él y para todos), profeta de un evangelio atroz y verdadero. Con temblorosa perspicacia, WCW ve de salida que se ha abierto una puerta, que ha reventado un dique –mejor–, que lo que viene no se parece a nada de lo que hay.
Es claro que lo primero no fue ese texto, lo primero fue el sonido y la furia que lo precedieron. Porque si estamos recordando el medio siglo de un libro, la edición de City Lights, el escándalo de la letra impresa que nombraba lo habitualmente innombrable, habría que volver atrás –la vista y sobre todo el oído atrás– a recordar no un libro ni un texto sino un acto, una “performance” si cabe: la lectura fundante de noviembre del año anterior, cuando ese judío intelectual de anteojos gruesos que había venido del Este pero ya era de la carretera, homosexual y drogadicto, ese lobo joven no estepario se paró para aullar por un amigo encerrado en el loquero alguna vez compartido. Porque Howl, su alarido, es “por” Carl Solomon, no “para”; es como el Llanto de Lorca “por” su amado torero. Se paró, digo, aún sin barba ni túnica ni disfraz ni programa, para decir desde las tripas, recitar como quien se desangra o se caga o vomita una tenebrosa visión –a lo Blake, claro–, alentar los largos versículos de respiración bíblica, de olvidada y recuperada tradición whitmaniana.
Desde el título, Ginsberg recupera la perdida oralidad, la poesía dicha, la dicha de decir, la palabra encarnada, inseparable de la inmediatez de la expresión verbal: escribir como se habla y de lo que se habla, con los ritmos de la lengua suelta y de la oreja siempre abierta, según el credo de Kerouac, primer modelo generacional.
No es casual que –a la hora de las siempre ulteriores explicaciones– Ginsberg, tras hablar de Blake, de Whitman, de la Biblia, claro, cite tres textos no poéticos sino narrativos de nerviosa respiración: la prosa de On the road –aún inédito por entonces–, más la de Céline, más la de Génet... El poeta no parte de una forma previa a rellenar sino que se lanza a ciegas a decir y corta el verso como cortan sus entradas, sus largas frases furiosas, los boppers: Gillespie, Parker, Monk, Powell... Porque la música que acompaña a los beats –ese golpe bajo– no es el naciente y cuadrado rocanrol (habrá que esperar a la segunda mitad de los sesenta) sino el jazz que ensaya sin red desde la posguerra y que no se detendrá ya más hasta encontrar sus límites de inteligibilidad en el free.
El aullido de Ginsberg –se sabe– tiene tres terribles partes y una esperanzada, jubilosa nota al pie. La primera es una visión, pero no profética sino testimonial: el bardo viene a contar lo que vio, lo que ve, un inventario atroz de iniquidades generacionales, expansión iterativa (ese “quienes” infinitamente repetido) de la primera afirmación, el verso famoso, en forma de olas sucesivas que abarcan todos los excesos de la transgresión, todos los caminos de Nueva York a California con escalas que recorrió Neal Carmody en autos robados.
El segundo tramo es un apóstrofe, una maldición de aliento bíblico casi, escrita bajo los efectos del peyote, para ese Moloch, monstruosa divinidad bíblica que exigía sacrificios humanos de jóvenes, encarnado ahora en la Ciudad –San Francisco, Nueva York– que es a la vez el Capitalismo, la Civilización. Y el tercer segmento, una letanía a Carl Solomon, víctima ejemplar, que reitera el esquema iterativo para acompañarlo –“Estoy contigo en Rockland”– en el sentimiento, en el sufrimiento, en la vida bajo Moloch.
Acaso no sea Howl el poema que más me gusta del libro. Un supermercado en California –con la imagen del poeta y del mismísimo Whitman paseándose entre las góndolas, por los pasillos “llenos de maridos”– y América, por su tono autobiográfico y la ironía final de poner su “hombro maricón” para que la rueda social siga girando, me resultan más accesibles, casi más cómodos, supongo. Porque es tenebroso oír aullar al lobo; y peor aún escuchar sus razones.
EL SABOR DE LA ETERNIDAD
por Miguel Grinberg
Nicanor Parra, Miguel Grinberg y Allen Ginsberg en La Habana durante los ’60.
Además de ser uno de los grandes poemas épicos del siglo XX, Aullido constituye un testimonio emblemático de la resistencia juvenil contra la prepotencia imperial de todos los tiempos. En 1955, a los 29 años, cuando Irwin Allen Ginsberg leyó por primera vez en público (en verdad, ante sus pares de la generación beat y algunos pintores californianos) los versos ya definidos de ese extenso trabajo en vía de consumación, todos sintieron en San Francisco que estaban ante la pieza fundamental de un Renacimiento literario.
La potencia descomunal de su alegato socio-contracultural apuntaba al poder tiránico del sistema militar-capitalista que el poeta equiparaba con Moloch, antigua deidad de los amonitas y los fenicios en cuyo honor los padres sacrificaban a sus hijos. Al año siguiente, la publicación del poemario, que además incluía otras piezas legendarias como Sutra del girasol y América, convertiría a Ginsberg en una irresistible personalidad internacional. A tal punto que, durante su paso por Praga el 1º de mayo de 1965, la juventud checoslovaca lo paseó sobre una carroza por las avenidas principales de esa capital, después de haberlo proclamado “Rey de Mayo”, como acto de resistencia contra el stalinismo imperante. Entre los jóvenes universitarios de entonces estaba Vaclav Havel, estudiante de la Facultad de Economía y futuro dramaturgo, quien en 1991, a la hora de la emancipación nacional, sería presidente de su país.
Antes que un libro, Aullido era un humilde folleto de 44 páginas prologado por un veterano y magno poeta de Paterson (Nueva Jersey), donde Ginsberg había nacido. Al aparecer la 24ª edición estadounidense (1971) ya se habían impreso 258 mil copias. Desde la inicial, el opúsculo estaba dedicado a sus tres mayores compinches generacionales: Jack Kerouac, a quien definía como “nuevo Buda de la prosa estadounidense”; William S. Burroughs y Neal Cassady. Y por el camino, claro está, el poema principal se tradujo en el mundo entero, y así Ginsberg estableció lazos de amistad con jóvenes poetas de todas partes, desde América latina (asistió en 1960 al Congreso Internacional de Escritores en Chile) hasta la Unión Soviética (en particular, los poetas rebeldes Evgueni Evtuchenko y Andrei Vosnezenski).
¿Por qué tanta trascendencia? Pues porque Aullido se refería a una tribu predominantemente norteamericana, pero con equivalencia en todas las latitudes: los jóvenes sofocados por el militarismo y las dictaduras, los artistas incomprendidos, los místicos, los locos, los gays, los amigos reventados, los perdidos en epopeyas alucinógenas, los inmolados en guerras imperiales, los maniáticos sexuales, los anarquistas, los pacifistas, los santos y otros sobrevivientes de lo que el maestro Henry Miller denominó “la pesadilla con aire acondicionado”.
El título completo de este poema cuyo núcleo no cesa de arder es Aullido por Carl Solomon. Un demente fuera de serie al que conoció durante una visita al manicomio Rockland de Nueva York, mientras visitaba a su madre allí internada (trágica heroína de otro poemario posterior todavía más descomunal: Kaddish por Naomi Ginsberg). Emergiendo de un electroshock, Solomon vio a Ginsberg sentado en un banco y le gritó: “¡Soy Kirilov!”. El poeta le respondió: “¡Soy Mishkin!”. Y ambos se trenzaron a debatir las instancias sutiles de Los poseídos de Dostoievski. Obviamente se hicieron muy amigos, y la inteligencia descomunal de Solomon detonó luego el tono elegíaco de Aullido. En pos de una esquiva conexión celestial.
LA VOZ DEL CUERPO ELECTRICO
por Jorge Monteleone
“Los versos están llevados hasta el extremo al que pueda llegar el aliento. Esa dicción siempre fue, para mí, no aquella que provenía de ‘las fantasmales vestiduras del jazz’ sino la del cuerpo constelado del rock. Casi toda la mitología rocker está prefigurada en Aullido.”
Creo que conocí por primera vez el gran poema de Allen Ginsberg en unas hojas amarillentas, trabajosa, rabiosamente traducido y mecanografiado por un compañero de la carrera de Letras, cuyo nombre lamento haber olvidado. Lo tradujo palabra por palabra, con las oes agujereando las páginas y los acentos como pequeñas incisiones, sólo para divulgarlo como un evangelio apócrifo, con la convicción de un iniciado o de un predicador. Esa imagen conviene a las letanías de salmo bíblico del poema, a la exaltación de lo sagrado (“Todo es santo”, escribió Ginsberg en la nota al pie de Aullido).
Yo nunca había leído nada igual y no lo olvidé jamás, sobre todo porque ese primer verso salvaje resonaba de un modo inequívoco en los años de la dictadura: “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas”.
Pero Aullido es un poema menos para ser leído que para ser recitado y ser escuchado. De hecho, su propio nombre suena como una interjección: Howl. Y su verdadera epifanía en el mundo sucede cuando es leído en voz alta o susurrado en una lectura solitaria que tense las cuerdas vocales. Ginsberg afirmó que había escrito su poema “para el propio oído de mi alma y los dorados oídos de unos pocos”. Mucho después escuché una de las múltiples lecturas públicas de Ginsberg y el efecto de su voz, de su dicción, es absoluto: toda la estructura de Aullido está basada, por un lado, en la repetición de ciertas cláusulas (“who” en la primera parte; “Moloch” en la segunda; “I’m with you in Rockland” en la tercera) y, por otro, en los versos llevados hasta el extremo al que pueda llegar el aliento, como si la respiración del cuerpo que lo sostiene e inviste estuviera inscripta para siempre en cada uno de sus versos. Esa dicción siempre fue, para mí, no aquella que provenía del inmediato universo estético de Ginsberg, el de “las fantasmales vestiduras del jazz”, sino la del cuerpo constelado del rock, su carnal “conexión con el dínamo estrellado de la maquinaria de la noche”. Reencontré esa dicción aproximativa y terca en la voz y el ritmo de Bob Dylan, que dice: “El fantasma de la electricidad / aúlla en los huesos de su cara / donde esas visiones de Johanna / han tomado ahora mi lugar”. No hace mucho el círculo se ha cerrado cuando vi a Ginsberg, vagamente inmortal, hablando en el documental que filmó Scorsese sobre Dylan, No Direction Home.
Casi toda la mitología rocker está prefigurada en Aullido. En el ritmo y en los vocablos de la lengua inglesa: beat, soul, my generation, the band, rotten, animals, Rockland, down to the river, los hipsters de cabezas angélicas que devinieron hippies. En las voces libertarias de la Costa Este. En la asunción total del cuerpo como encrucijada de todos los deseos, su expansión y su destrucción y su exaltación, donde las drogas, la sexualidad o la música no son fines sino medios. En la denuncia de todos los poderes coercitivos –la figura de Moloch– y el antibelicismo, la militancia contra el imperialismo norteamericano, contra el “Gólgota nacional fascista”, la vindicación de las minorías sexuales y las diferencias raciales. La cultura del nomadismo, de las ciudades, de las interminables autopistas, de la extranjería. Los juegos de la obscenidad y los juegos de la mente, la imaginería del absurdo, la glosolalia exaltada. Las máscaras de la locura como devastación o reverso luminoso de la racionalidad, la sacralización del yo en su carne mortal, la transformación del psiquismo.
Vasto, lenguaraz, antagonista del tiempo, el gigantesco hijo de Whitman había cantado de nuevo el cuerpo eléctrico.
AULLIDOS DE PLACER
por Mario Trejo
Los ‘60, gloriosa década, sí. No me la vais a contar a mí, hombre, que la viví acullí y acullá. Pero, ¿los ‘50? Nadie habla de los ‘50. En Buenos Aires, contra todo pronóstico, la vida era una gozada. Elena Cruz lo dijo mejor: era una partouze. Los vates nacionales, en cambio, estaban aquerenciados en el tintorro. Aunque ya Fontana y Pérez Morales administraban ácidos, mescalinas y psilocibinas. Había que ir a Brasil. Visite Brasil antes de que Brasil lo visite a usted.
Medio siglo doppo los vernáculos no se han anoticiado. En Sâo Paulo del ‘51, la Hochschule für Gestaltung estaba en el Instituto de Arte Moderno de Piero Maria Bardi; y en el Largo do Sà, el enorme poeta Milton de Lima Sousa leía todo en todas las lenguas y al sol del mediodía tras tres caipirinhas me presentó a e.e. cummings (y a tantos otros), me dio su casa, su familia y su sanctasanctórum, donde viví algunos meses. ¡Qué épocas! Todo coronado por la Diosa eslava Irene Ivanovski (Miss Pelotas) e inhalaciones do Carnaval directas al alma. Pero éstas son otros trescientos cruceiros. ¿Verdad Drummond?
En Buenos Aires, malgré tout, yerba, discos y libros venían de la mano de Henry Lewy (Calígula de las Dancing Waters, para la secta jazzera) y de Benny Lowderbach, tripulante de la Delta Lines que hizo equipo conmigo y con Michelle (née Elisa) Sorrentino (hija de Lamberti, gran periodista, con frente ruso y Stalag incluidos, y amigo de Curzio Malaparte hasta la muerte). La Sorrentino saltó de Italia a USA con su marido, piloto de guerra que se pegó un balazo apenas regresado a su patria. Luego se casó con Willie Alexander Maxwell, que supo ser bajista de King Cole y terminó como compañero de celda de Dexter Gordon y padre de mi ex mujer, Rochelle Maxwell. Michelle estuvo en todas antes de ser deportada. Aquí fue amada y odiada como Michelle Barbieri. Y a estas fuentes hay que añadir (¡atención! homenaje a la Librería Rodríguez y a Pygmalion de Corrientes y San Martín) el New World Writing, donde descubrí Jazz of the Beat Generation, adelanto de En el camino. De modo que cuando llegué a París, se abrió todo con Mason Hoffenberg (Candy). Ginsberg iba o volvía de Praga (amigos comunes, chismes, pero sin vernos). Lo mismo pasaría en La Habana. Cuando yo llegué (Crisis del Caribe), Ginsberg ya había sido expulsado por decirle a un micrófono que había tenido un wet dream con el Che. Recuerdo un salón infinito en Praga que fungía de club de jazz y donde se chupaba hasta que sólo seguían en la brega las checas almodóvar y uno aprovechaba. En el muro, gran foto de Ginsberg; en vivo, un bajo infernal de 16 años que luego sería Weather Report: Miroslav Vitous. Otro puente sobre el Río Beat fue Marc Schleiffer, el más joven, que sucedió a Le Roi Jones en la dirección de Kulchur y con quien compartimos a Maggie, cubana jazzera y Galina, rusa muy europea y acceso a toda cama, diplomática o no. Con Marc nos volvimos a ver en Beirut, corresponsal de NBC Radio y con rechazante mujer black power. En el Yerushalaim del ‘67 habían caído presos. Israel no perdona, pero condesciende, aunque hayas abrazado el Islam. Y con AG, finalmente coincidimos en Boulder Co.: Summer Program del Naropa Institute. Entre diversos workshops, él daba charlas sobre Rimbaud; MT, sobre The Smoking Ecologist. Joe Richey (The Underground Forest) quería una charla a dúo sobre el sexo en nuestras vidas. No pusimos muchas ganas. De modo que nos dedicamos a recordar lugares y amigos comunes y supe entonces que el valioso material inédito de Mason Hoffenberg (con Couquite Matignon hacíamos la navette entre Piazza Navona y Montparnasse) estaba en una de esas terrenales universidades americanas. La despedida fue de huevos revueltos (por mí) con bacon, pero con un sabrosón café nicaragüense, mientras poníamos a punto la traducción que habían inventado mis alumnos sobre Conversación galante, de nuestro bienamado Nicanor Parra. En esa línea donde le urgen a chupar las tetas, AG prefirió a mi Is now or never una suya mucho más mejor. Con su Leica me sacó las mejores. Que nunca tuve necesidad de ver. Pero sí ganas. Todavía.
El Gran Ciego recuerda que alabar y denigrar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica. Yo llevo bajo mi piel a Blaise Cendrars, manco capaz cuyo Transsibérien rasga la noche anunciando la llegada de Howl. Ambos están de gira. On the road. Para siempre. Y el Vecino de Arriba observa. Observa.
EL VERBO TO BEAT
por Tamara Kamenszain
Quienes quieran escuchar a Ginsberg recitar el poema Aullido completo, pueden ir aquí
Yo tendría alrededor de 19 años cuando pegué, en la pared de mi cuarto, una foto de él totalmente desnudo. Todavía vivía con mis padres y ese hombre –más parecido por la larga barba y el poco pelo enmaraño a un linyera que a un sex-symbol para adolescentes– transformó mi reducto en un bunker con orden de clausura cada vez que alguna tía visitaba la casa. La foto del escándalo la recorté de El Angel del Altillo, una revista literaria que duró dos números y que publicó, por primera vez en estas latitudes (¿1966?), la traducción de un fragmento del Aullido y esa imagen de Allen Ginsberg que fue, para muchos de nosotros, la esperada muestra en blanco y negro de lo que verdaderamente era un beatnik. Por entonces también circulaba en el ambiente la revista Eco Contemporáneo, dirigida por Miguel Grinberg, que había traducido partes de otros poemas y que publicaba la correspondencia Ginsberg-Grinberg, un delicioso contrapunto entre dos interlocutores cuya similitud de apellidos de ninguna manera aseguraba la afinidad de ideas (“usted tiene caca en la cabeza” creo recordar que una vez le espetó el poeta al editor en ese estilo salvaje-verista-descarnado que para nosotros, por entonces, era la perfecta representación de la retórica beatnik). Tres años después (1969) apareció una antología de la poesía de Ginsberg que incluía Kaddish, Aullido y otros poemas. Hasta los que más objetaron la dispar traducción de Marcelo Covián se paseaban por la Galería del Este con un ejemplar bajo el brazo. Ediciones del Mediodía, el sello que publicó el libro, tenía un local de librería en esa galería uterina que invitaba a deambular por adentro de lo que se daba en llamar “la manzana loca” (Florida-Maipú-Paraguay-Charcas: la nueva fundación de Buenos Aires. Borges mismo vivió en esa cuadrícula cuyo imán central fue el Di Tella).
Pero, ¿qué nos enganchaba de la poesía de Allen Ginsberg a nosotros, adolescentes sesenteros, cuando medrábamos por la galería con expresión de iniciados o cuando nos reuníamos en el living de alguna casa de familia a aullar a grito pelado: “¡Carl Solomon! Estoy contigo en Rockland / donde estás más loco que yo”? A veces pienso que una poesía que es incapaz de atraer a los adolescentes no tiene futuro. Es que cuando un poema le dice algo –cuando se brinda como regalo– a la inocencia del lector juvenil, es porque lleva a cuestas el formato de una época. Si nos ponemos filosóficos, habría que decir que se trata de una cuestión de estética, pero también de ética o, lo que es lo mismo, de un encuentro con la verdad del decir. Basta con observar la forma de Kaddish o de Aullido para ver clarito –como en la foto de un desnudo– el mapa lírico de una época. Ni siquiera hace falta leer: con recorrer con la mirada la disposición de los versos uno ya se pone a aullar. Son textos que entran por los ojos, pero también por los oídos. Por eso, con ponerse a declinar el to beat también alcanza. Ese verbo móvil que arrastra en su valija una cadena de consecuencias que empieza por golpear y se multiplica en repetir, insistir, invocar, pedir. Es el verbo del viaje. Jack Kerouac lo tradujo on the road, en el camino. Viajar es golpear, es repetir, es insistir en el síntoma adolescente, es confiar en los efectos del estribillo, esa parada que va retomando siempre lo viajado para darle a la prosa su efecto poético. Prosodia beatnik, poesía pura que se permite caminar de un extremo a otro de la página sin entregar ni un milímetro de su potencia versificadora (“prosa poética” la llamábamos nosotros a veces, traduciendo mal, muy mal). En Kaddish, Ginsberg se da el lujo de contar minuciosamente toda la historia de Naomi, su madre. Desde que él tiene 12 años y la lleva a internar por primera vez a un psiquiátrico hasta que, veinte años después, ella muere y le deja al hijo una carta póstuma (“Tengo la llave. Casate, Allen, no tomes drogas, la llave está en la reja, en la luz del sol de la ventana”). El relato no se detiene ante nada porque no tiene la obligación de cerrar ningún cuento (“cantos, no cuentos”, pedía Perlongher). Carl Solomon, Naomi, “las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, todos los “personajes” del poema aguantan las vicisitudes de un relato espasmódico que, en última instancia, sólo busca anclar en la espiral metafórica.
Perlongher entre nosotros es lo más ginsbergiano que se puede encontrar. Esa furia compulsiva para hacer que un verso repita la misma loca verdad cambiada hasta el cansancio es un motor de su ya mítico Cadáveres. Ese himno que los chicos que deambulan por Corrientes conocen de memoria. Por otra parte, hace más de un siglo que Whitman escribió su Canto a mí mismo, ese otro himno que Borges confiesa haber leído hasta el cansancio en su juventud. Son aullidos que se transmiten como música. De generación en generación. Y que, aunque estén de moda en una época, vuelven a golpear siempre, insisten, se repiten (como los Beatles, que patentaron el verbo to beat más allá de la literatura para que siempre pueda volver, intacto, a ella).
LA INOCENCIA DEL DEVENIR
por Arturo Carrera
En un relato de Nietzsche, el Ave Fénix le muestra al poeta un rollo de papel en llamas y le pide que no se asuste, le explica que es su obra, que hay que quemarla porque no encierra el espíritu de la época ni el de los que fueron en contra de esa época; pero sin embargo allí, insiste, hay una buena señal, porque hay toda clase de auroras.
De un poeta sólo me interesan las auroras. Los estallidos epicúreos, las eras imaginarias, que despiertan o pueden llegar a despertar a los niños lectores de un instante o de un porvenir llamado cada vez “librito”. La evolución mágica del deseo, la vocalización minuciosa, secreta a veces por la aceptación de un ritmo como el ordenamiento de la relación entre unos acentos y unas duraciones silábicas.
Esos cambios en el poema hicieron de Allen Ginsberg –para utilizar la preciosa expresión de Jerome Rotemberg– un “técnico de lo sagrado”. Un técnico, sin más, del movimiento de sus pasiones, que no fueron otras que la suma de autoconfianza de alguien que valora su vida a riesgo de reconocerla casi razonadamente –lúcidamente–; y de “cantarla”.
Esas pasiones tenían nombres: la forma, el éxtasis y el ritmo mediante la dicción de una “política” del canto. Whitman y William Carlos Williams fueron los poetas que impulsaron los primeros pasos de Allen Ginsberg en ese aullido mesurado. De Whitman imitó ese tono seráfico que aparece de pronto en sus poemas, muy visible en la nota al pie de página de su Aullido: “Todo es Santo. Todo el mundo es Santo. Todo hombre es un ángel”, etcétera. De William Carlos Williams se abstuvo de adoptar el pie variable, pero forjó más bien el eco, la resonancia, el alcance de aquella invención métrica y la obsesión de su maestro: la de atraer para la poesía de habla inglesa el idioma de los americanos, su habla de todos los días. Pero sostuvo asimismo una posición místico-formal, me atrevería a decir, que siempre imaginé como una locura extraordinaria: lo que vio en Cézanne. Lo que investigó de Cézanne viajando incluso a Aix para conocer su casa, hurgando en sus papeles y sobre todo en sus cuadros. Lo que Cézanne llamaba “las pequeñas sensaciones de la naturaleza” lo subyugó. Y cuando Cézanne escribe: “... esta pequeña sensación no es otra cosa que Pater omnipotens aeterna Deus” (imagino el Cristo Pantokrator del poeta Héctor Viel Temperley). Ginsberg sueña que ésa era la clave hermética del extraordinario pintor. Cézanne había refinado a tal extremo sus visiones ópticas, que todos sus puntos de vista podían volverse satori, dice Ginsberg, iluminación, contemplaciones de la yoga. Y entonces supone que Cézanne no utilizaba las líneas de la perspectiva para crear un espacio sino que lo lograba mediante la yuxtaposición de un color contra otro. Y tuvo la idea de utilizar para sus poemas esa yuxtaposición que según él establecería una brecha “como la brecha espacial en la tela” que la mente puede llenar con la sensación de la existencia.
Ahora bien, a esa experiencia podemos sumarle la devoción mística tras su lectura de Blake, más la lectura cantable de sus poemas más queridos (Aullido y Kaddish) con los que adoptó una manera de leer, digamos, poundiana; ese grado de dramatismo y voluptuosidad de Pound... Entonces chocamos con toda clase de auroras: “... hay una declaración de Artaud sobre el tema, que dice que ciertas músicas, al introducirse en el sistema nervioso, cambian la composición molecular de las células nerviosas o algo parecido...”, comenta el propio Ginsberg.
¿Qué nos conmueve de un poeta a pesar de su tiempo y de sus filiaciones sino sus procedimientos poéticos y lo que excede esas “formas políticas”, inocencia o articulación rítmica de los afectos?

Blog de Alejandro Padrón
La pesada carga de su ausencia:
en el Centenario del Nacimiento de Arturo Uslar Pietri
Antonio Sánchez García
Tomado de Venezuela Analítica,Lunes, 15 de mayo de 2006
A Federico Uslar.
“Lo que se necesita es que todo el país se limpie los ojos de telarañas políticas y de mentiras convencionales y se movilice en su propia defensa. Hay que salvar a Venezuela”.
Arturo Uslar Pietri.
JANO FRACTURADO
Los mejores espíritus de la generación del 28, sobre cuya frágil trabazón aún descansan los restos de este naufragio, se enfrentaron a un sencillo dilema: literatura o política.[1] Los dos caminos quedaron signados por la presencia magnífica de quienes los asumieron apasionadamente. Rómulo Betancourt, quien supo escapar a tiempo del sortilegio de la ficción, se entregó de lleno a la política, dejándose arrastrar por ella sin desfallecer un solo instante. Arturo Uslar trastabilló entre la literatura y la política durante esos tres magistrales lustros que se inician con la publicación de Las Lanzas Coloradas en 1931 y culminan con su apogeo político convertido en el gran elector del medinismo. Eso fue en 1945, cuando el hecho de no ser tachirense ni hombre de armas le cerró el paso a la presidencia de la república a la que parecía predestinado, a casi un siglo de la otra gran tragedia, la de la Guerra Federal, que sepultara los sueños de uno de los grandes ancestros intelectuales de Uslar, Cecilio Acosta.[2] De creerle a los aztecas, para quienes la historia acontecida jamás se clausuraba, repitiéndose cíclicamente cada cincuenta y dos años, estamos a punto de reescribirla. Cuando la pesada carga de su ausencia reclama nuevamente, como a la muerte de Gómez, el concierto de los mejores. Y sus ideales de una Venezuela moderna y emancipada de las taras de su pasado caudillesco adquieren más vigencia que nunca.
Ni Rómulo ni Uslar dejaron jamás de mirar hacia el fondo respectivamente reflexivo o pragmático de sus naturalezas. Fueron, cada uno a su manera, una extraña simbiosis bergsoniana: hommes des lettres, emularon y superaron la ciclópea capacidad textual de Bolívar; hommes d’action, supieron responder a la necesidad constructiva que la orfandad política venezolana reclamaba. Pero mientras Betancourt anclaría la magna obra de la modernidad a través de la creación del príncipe moderno, su partido, Uslar navegaría arrastrado por el pesimismo de su inteligencia, inclinándose finalmente por la literatura y la reflexión, convirtiéndosenos - luego de Bello, el desterrado -, en el más grande intelectual venezolano del siglo XX. Fueron, para nuestra inmensa desgracia, una suerte de desencontrado complemento. Cuando para el bien de la república debieron haber sido los antagonistas de dos grandes bloques de fuerza: uno, del lado de la Venezuela que emergía desde el trasfondo de los nuevos tiempos; el otro; del lado de una fracturada continuidad histórica que se nos escapa en una siempre esquiva línea de fuga. La creación de la Venezuela contemporánea adoleció por ello de esa terrible falencia, carente de un sólido punto de amarre: democrática sin ser liberal, igualitaria aunque pobre en instituciones, estatólatra sin civilidad, pública sin respaldo en lo privado. Huérfana de lo que Hegel llamara “sociedad civil”: la compleja socialización material en base al esfuerzo mancomunado de los ciudadanos.
EL POLÍTICO QUE PUDO SER Y DEBIO HABER SIDO
Si a los 25 años irrumpió como una tromba en el panorama literario de Hispanoamérica con una obra que implicaba toda una revolución de su tradición narrativa, a los 30 condensó en una sencilla frase todo un programa político, que bien pudo haber sido el programa de acción para un eventual liberalismo venezolano: “sembrar el petróleo”. No lo dijo el economista Alberto Adriani, como muchos pretendieron y el mismo Uslar se vio obligado a desmentir, pero pudo haberlo dicho. Pues la consigna articulaba el pensamiento liberal de una muy importante élite ilustrada que, reconociendo la pertinencia del gradualismo post gomecista, pretendía afincarse en los logros de la dictadura – nada más y nada menos que “el estado mágico” de que nos habla Fernando Coronil – para avanzar hacia la construcción de una auténtica modernidad. Ya Adriani anticipa la concepción que esos primeros embriones de liberalismo venezolano tenían del rol de ese Estado “los pueblos latinos de América tienen necesidad para su formación y en vista de su política exterior, de crear Estados fuertes…(que) no significa gobierno tiránico o arbitrario que nunca aseguró la continuidad de ningún esfuerzo social ni de concordia, y no justifica a caudillos voraces e independientes.”
Uslar, en consonancia con dichas ideas, asumió el esfuerzo por retomar el pensamiento modernizador de Cecilio Acosta y darle cabida en una nación profundamente desencajada por la acción del caudillismo autocrático y convaleciente de una auténtica catalepsia política. Perdida, para mayor desgracia, en el laberinto de esa maldición ancestral que el propio Uslar bautizara como “el Minotauro del petróleo”.
De allí la inmensa dificultad para dar con el sujeto social capaz de empujar y soportar el esfuerzo modernizador. Venezuela no contaba con una clase de comerciantes e industriales emprendedora, ni siquiera con una élite capaz de autonomía política. Muchísimo menos con una burguesía culta y hacendosa. La sociedad civil hegeliana. Aquella que pudo haber nacido bajo el esfuerzo moderador del general Páez, reconocido en sus virtudes humanas y políticas por tirios y troyanos: “de poco sirve y no llega a la imagen histórica común que, entre 1830 y 1847, Venezuela haya tenido el gobierno más ilustrado, legalista y liberal de toda la América española” -, pero que terminara hecha añicos por el delirio de la guerra larga.[3] Era, muy por el contrario, una gigantesca hacienda arruinada, despoblada y paupérrima, a la que un azar de la naturaleza había convertido en depositaria de una monstruosa y aparentemente inagotable fuente de riqueza El instrumento para cualquier transformación, arrastrado a la superficie por el chorro de La Rosa, fue su peor habilitado: el Estado. Pues la sociedad venezolana fue y seguiría siendo hasta nuestros días una gelatinosa articulación de intereses salvajes, generados en una suerte de partenogénesis desde la cúpula de gobiernos incompetentes, devorados o despedazados por un aparato estatal macrocefálico y corruptor. Jamás la obra interior de un esfuerzo colectivo auto sustentado. Fue y sigue siendo un cuerpo carente de armadura orgánica, estructural. Endógena, para usar una muletilla al uso. E incluso ese Estado macrocefálico y desalmado no alcanzaría jamás a internalizarse en la conciencia de sus ciudadanos como para llevar una vida autónoma e independiente de los caprichos de los caudillismos de turno y asumir las tareas impulsoras de un desarrollo nacional, como lo planteara ese pensamiento liberal. De allí la indiferenciada cohabitación entre Estado y Gobierno y la congénita carencia de continuidad histórica: “La fatalidad de ese “Estado Blando” , que el economista sueco Gunna Myrdal ha señalado como una característica de los pueblos subdesarrollados, se dio entre nosotros en una proporción gigantesca. Un adiposo Estado, sin esqueletos ni músculos, que crece como los protozoarios por adición y segmentación cubriendo un espacio inerte”.[4]
Aún así: entre la muerte de Gómez y la revolución de octubre el post gomecismo pudo articular una suerte de continuismo modernizador y democrático tras las figuras de López Contreras y Medina Angarita. Para muchos, el feliz reinicio de la Venezuela de la modernidad y un esfuerzo de reenganche con la fundacional de Paez, Soublette, Fermín Toro, Fortique, José María Vargas, Santos Michelena y tantos otros. Uslar fue el gran intelectual orgánico de ese esfuerzo. Ocupando los más importantes cargos de la administración pública, desde los ministerios de educación y el de hacienda hasta la secretaría de la presidencia y el ministerio del interior. Pero no alcanzó a montar al príncipe moderno indispensable para un procedimiento de tanta envergadura como la estabilización de un bloque de poder sistémico: el partido.
EL GRAN ENFRENTAMIENTO
De modo que en lugar de encuentro y entendimiento entre los líderes de esos fragmentos de la Venezuela fracturada por el petróleo y recién recuperada de una dictadura implacable de 27 años, se produjo la profunda enemistad y el combate a muerte, declarada luego del 18 de Octubre en el horrendo y estúpido juicio de residencia a Uslar y la indignada y sobrecogedora carta de éste a Rómulo, de mayo del 46. Combate del que Betancourt obtendría por cierto una victoria pírrica. Dejando a la Venezuela socialdemócrata nacida de la fragua betancourista huérfana de una auténtica interlocución. Ni Caldera ni el COPEI darían jamás la talla: fueron tanto o más populistas, demagógicos y estatólatras que la propia Acción Democrática. Sufriendo bajo la errada conducción de su despótico y rencoroso líder máximo de una congénita miopía para la grandeza de una Venezuela liberal y moderna, como la soñada por Cecilio Acosta y construida por Bello, a la diestra de Portales, en el modesto Chile de la primera mitad del siglo XIX, convertido gracias a ese fortuito encuentro en la primera potencia económica del continente.
Quien relea esa carta a sesenta años de haber sido escrita no puede menos que estremecerse por su aterradora actualidad. “El balance de su gobierno – le escribe a Betancourt a seis meses de su asalto al Poder manu militari, en una carta publicada en La Esfera el 5 de mayo de 1946 – sería de humo y palabras vacías, si no tuviera un saldo tan trágico para el progreso, para las libertades y para la evolución institucional del país”. Al criticar el régimen cívico-militar octubrista parece estar criticando al régimen hoy imperante, que reproduce los rasgos sustanciales del gomecismo: “un régimen de derechos tolerados que pueden suprimirse en cualquier momento”. Pero es en referencia a la naturaleza de ese Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa encargado de esgrimir el arma de la justicia como instrumento de persecución política en donde destaca de manera más flagrante el anticipo siniestro de la que sesenta años después llegaría a ser la justicia bolivariana: ese tribunal “ni es tribunal, ni sabe de responsabilidades, ni conoce de justicia. Es la grotesca guillotina de su revolución”. Para terminar prefigurando en Betancourt – sin duda injustamente - la figura de quien asumiría a medio siglo de distancia el legado de ese terrible equívoco histórico que fue la revolución de Octubre: “Usted no ha podido ser otra cosa que un demagogo y en ejercicio del poder continúa siéndolo irremediablemente…Con el despliegue permanente de esa quincalla verbal y con la audacia inconsciente de quien no sabe lo que hace y nada tiene que perder, ha logrado apoderarse usted del comando efectivo del gobierno y enrumbarlo por un camino de errores hacia la satisfacción mezquina de sus oscuras pasiones de hombre tarado de complejos”.[5]
El lenguaje dictatorial y autocrático de Betancourt tampoco dejaba lugar a dudas: “Ingenuo es quien imagine que un gobierno como el nuestro, asistido de la fe colectiva y apoyado en un ejército unificado e inmune a la maniobra disolvente, vaya a admitir que se discuta la legalidad de sus actos en estrados judiciales. Aventura riesgosa para ellos sería la de quienes se lanzaran por ese camino de provocación insolente.”[6] Suena, cuando menos, extraordinariamente cercano al estilo del teniente coronel. Tanto como para que los señalamientos de Eleazar López Contreras escritos en 1949 contra la revolución de Octubre parezcan destinados al régimen de Hugo Chávez: “lo fundamental para la revolución de Octubre fue la conquista del poder, a expensas de la moral del Ejército, para imponer una dictadura totalitaria…Pero más que el abuso de mando y de poder, que el desequilibrio económico y la calculada demagogia empleada para establecer rivalidad entre trabajadores y capitalistas…los autores de la revolución de octubre tienen sobre sí la responsabilidad, el cargo de conciencia, el crimen de lesa patria, de inculcar, fomentar e imponer en centros universitarios, en escuelas, en los organismos de trabajadores, entre blancos y negros, ricos y pobres, civiles y militares, el sentimiento de prevención, de la envidia y el odio. Ya lo dijo Gonzalo Carnevali en 1932: ‘Hay que encauzar las reservas de odio de las masas, pues el odio es el motor de todas las transformaciones profundas y duraderas del orden social.’”[7]
La herida que le causaría ese juicio y el destierro al que se vería compelido por la voluntad de Betancourt lo marcarían para siempre. Quien quiera ahondar en ella no tiene más que leer las conmovedoras páginas que escribiría en Nueva York en memoria de Don Andrés Bello, hundido en la miseria y olvidado de los suyos en Londres, febrilmente aferrado a la interpretación del texto del Cid Campeador como a una única posible tabla de salvación cristiana: cargar sobre los hombros con el mal de todos.
De los sos ojos tan fuertemientre llorando tornaba la cabeza e estáualos catando, vio puertas abiertas e uzos sin estrados, alcándaras vacías sin pielles e sin mantos Fablo Myo Çid bien e tan mesurado: Grado a ti Sennor Padre que estas en alto, Esto me an buelto myos enemigos malos.
EL PROFETA DESARMADO
Cuatro años después de esa feroz diatriba, le enviaba a sus viejos enemigos y futuros aliados un mensaje de entendimiento y concordia: “En la tormentosa y atribulada España del siglo XIX – le recordaba a la élite política desgarrada por esa patológica, larvada e ininterrumpida guerra civil que ha asolado a Venezuela desde la Guerra Larga – surgió después de la restauración un largo período de paz, de estabilidad, de bienestar, que los más de los españoles de hoy añoran. No fue un milagro. Fue el resultado buscado del entendimiento de conservadores y liberales, de Cánovas y Sagasti, sobre las reglas del juego político. Ese fue el famoso Pacto de El Pardo. No fue perfecto, pero representó uno de los mayores bienes que España haya recibido en su historia. Entendimientos de esa clase es lo que los venezolanos necesitamos y lo que Venezuela pide de nosotros. No cultivo artificial de divergencias y de pugnas… El verdadero amor de Venezuela es lo que debe acercarnos a todos los que lo sentimos y empequeñecer nuestras divergencias.”[8] Era el primer atisbo de lo que luego y al margen de su representación sería acordado por AD, COPEI y URD en Nueva York y el 31 de Octubre de 1958 firmado por Betancourt, Jóvito y Caldera en la quinta Punto Fijo, de la Avda. Solano de Caracas, residencia del líder socialcristiano.
Los intentos por regresar al primer plano de la política nacional, alcanzando una senaduría, postulándose a la presidencia de la república en liza con Raúl Leoni y Rafael Caldera, en 1963, y construyendo el Frente Nacional Democrático (FND) en 1964, - con el que participaría en el gobierno de Amplia Base hasta 1966, incorporándose brevemente al redil del Pacto de Punto Fijo - no fueron más que un frustrado interludio en una carrera que, enrumbada sin más remedio por los carriles de la divulgación, la escritura y el periodismo se había separado para siempre de los esquivos meandros de la práctica política inmediata. De una u otra forma, Venezuela le había negado sus brazos. La justificación de ese desencuentro amoroso, de ese hiato nunca resuelto entre crítica y acción, entre teoría y praxis resuena hoy como grávido consuelo: “no he tenido una chaqueta de intelectual, una chaqueta de político y una chaqueta de hombre privado. Mi vida es la misma: hacer algo para ayudar a la tribu a salir”. Imposible esquivar el mesianismo profético de tales palabras. Resuena en ellas la visión orteguiana de la función mayéutica de los profetas bíblicos: no adormecer a los suyos con cánticos y alabanzas, sino despertar y estremecer a la tribu de Israel con sus admoniciones. “Porque no lo dudo he escrito las palabras que están en este libro – escribe desde su exilio en Nueva York en 1949 - , y en él las recojo para lanzarlas como un pedrusco a la campana que ha de despertar al pueblo venezolano, mi pueblo.”[9]
Aún así: la Venezuela de esa tormentosa década de los sesenta salvaría los graves escollos del golpismo, las guerrillas, el castrismo y la disolución, pero había perdido la esencia de su singladura betancouriana. En manos de Caldera primero, y de Carlos Andrés Pérez, después, se iría sin rumbo fijo hacia su definitivo naufragio. No es consuelo ver a Uslar y a Betancourt desterrados por igual del fárrago, la corrupción y la grandilocuencia que consumaran la gangrena final de un proyecto que nació de un mal parto. Vivían ambos a pocas puertas de distancia, sus hijos compartiendo patios y juegos y ellos hieráticos defendiendo en silencio lo que pudo haber sido y no fue.
Betancourt muere lejos, minusválido y solo, posiblemente asqueado de la postración en que se ha hundido el sueño de su Venezuela moderna, popular y democrática luego de extraviarse en brazos del delirio del que fuera su joven secretario. Pero el destino le ahorró la celada que le tendería a Uslar, el profeta desarmado: convertirlo en el instrumento de la caída de Pérez, cuando para mayor desgracia intentaba hacer realidad algunos de los sueños uslarianos: construir una Venezuela emancipada económicamente, liberal políticamente, descentralizada institucionalmente, moderna y progresista socialmente. Pavimentando a cambio – nadie sabe para quién trabaja - en su más desafortunada jugada política el sendero al teniente coronel golpista a quien tanto llegara a aborrecer en sus momentos postreros, cuando ya lo viera encumbrado al Poder desplegando sin máscara ni maquillajes los únicos atributos con que lo distinguiera en la última entrevista que diera en vida, cuando reconociera en Chávez a “un delirante, un ignorante, un pobre hombre”. La misma entrevista en que reconoce haber sido el factotum del defenestramiento de Carlos Andrés Pérez. Por fortuna los hados le ahorraron sufrir en vida la más dantesca de sus visiones, convertida en realidad por el instrumento de su shakesperiana venganza: “un país improductivo y ocioso, un inmenso parásito del petróleo, nadando en una abundancia momentánea y corruptora y abocado a una catástrofe inminente e inevitable”. Poco tiempo después de su desaparición física su terrorífica profecía se cumpliría al pie de la letra. La catástrofe, siempre paciente y tenaz, como la muerte, espera por nosotros.
EL OUTSIDER
No quiso considerarse miembro de la llamada “generación del 28”, una realidad que rebajó a mistificación.[10] Ni siquiera la valoró conceptualmente como lo que, en la terminología orteguiana sería propiamente una generación: un grupo de coetáneos marcados por una impronta indeleble y un propósito histórico común. Para él, la generación de Rómulo, Otero Silva, Jóvito Villalba y tantos otros no fue más que “un grupo de estudiantes opuestos a Gómez”. Al marginarse, se convirtió automáticamente en lo que el mismo Ortega considera “una figura extravagante”: un outsider.[11]
Ese fue su primer paso hacia el destierro interior: no se enfrentó a Gómez, si bien despreció profundamente el mundo de doctorcitos, tinterillos y poetastros que colmaban el laberinto intelectual de su corte maracayera. Tampoco fue una ficha con plenitud de derechos del gomecismo sin Gómez, ese decenio crucial de nuestro ingreso al siglo XX. Pudo y debió haber sido el heredero natural del general Medina. Era incomparablemente superior a Escalante, propuesto bajo su propia iniciativa. Y desde luego a Biaggini, con quien el medinismo esperaba suplir la vacancia causada por la trágica locura de aquel. López Contreras ya no era más que un incordio.
Cabe la gran interrogante acerca del destino de Venezuela y del suyo propio si hubiera cumplido el papel para el que parecía predestinado: ser presidente de la república a los 39 años. Culto, excelente orador, discreto y sagaz, conocía los meandros de la administración pública, había ocupado las carteras de educación, hacienda, interior y la propia secretaría de la presidencia, todo lo cual lo había preparado casi como si se hubiera tratado del delfín natural de Medina Angarita.
Fue el propio Medina quien se sintió obligado a explicarle las razones que le obstruían inexorablemente el paso a la presidencia de la república: ser un intelectual, civilista y caraqueño. O, para mejor entendimiento, no pertenecer al ejército ni haber nacido en el Táchira, como el mismo Medina, López Contreras, Gómez y Cipriano Castro. Una cadena sucesoria que parecía la única capaz de domeñar a un país que recién despertaba de una catalepsia política provocada por ella misma.
Un guatireño interrumpiría a medias la secuencia, compartiendo el poder con otro militar tachirense y abriendo los portones al gran despertar de Venezuela. No sabía que había destapado la caja de Pandora. En cuanto a Uslar, si bien vivió la era perezjimenista refugiado en la actividad privada, tampoco se opuso de manera militante a su dictadura sino en los momentos postreros, cuando fuera preso por firmar un manifiesto en su contra. Siguió luego, hasta su muerte, una ruta en solitario, desafiando a tirios y troyanos. Confirmó luego en 1963 con su avasallador triunfo electoral en el centro del país y su derrota en el retrasado interior de la república el sino de los fondistas solitarios: derrumbarse a las puertas de Miraflores.
Pasará a la historia venezolana como el más grande intelectual y el gran outsider del siglo XX.
NOTAS
[1] Las divergencias entre ambos líderes respecto de su inserción generacional son absolutas. Mientras Rómulo la exhibe no sin un dejo de orgullo en el primer escrito de que se tenga conocimiento, Uslar la considera en su última entrevista concedida al borde de su muerte una patraña política. En carta a Salvador de la Plaza del 29 de junio de 1928 escribe desde Curazao el joven desterrado refiriéndose a Jóvito Villalba, una de las víctimas de la persecución gomecista provocada por los sucesos universitarios de febrero: “Víctima de la última de ellas fue mi entrañable amigo y compañero J. Villalba Gutiérrez, uno de los valores más definidos de mi generación”. Uslar refuta absolutamente la existencia de tal generación: “La generación del 28 es un mito que hay que revisar. La generación literaria fue muy pequeña y en ella yo sí tuve una participación muy grande, por el famoso editorial de la revista Válvula, pero lo que después se llamó, por intereses políticos, la generación del 28, fueron aquellos estudiantes que protestaron contra Gómez en Caracas.” Arturo Uslar Pietri, Ajuste de cuentas. Rafael Arráiz Lucca. Caracas, 2001.
[2] Simón Alberto Consalvi establece explícitamente el lazo de unión entre uno y otro evento: “La reforma agraria comenzó a otorgarles a los campesinos lo que habían estado demandando inútilmente por más de cien años, desde los días de la Revolución Federal o Guerra Larga de mediados del siglo XIX.” Introduc-ción a Rómulo Betancourt, El 18 de Octubre de 1945, Barcelona, 1979.
[3] La visión de Uslar respecto de esos 17 años iniciales de la república ha sido la dominante en la historiografía sobre el período. “Entre 1830 y 1847, Páez logró mantener la regularidad del gobierno, ahogar las conspiraciones y sofocar las revueltas.” Francisco A. Encina, Bolívar, Tomo VII. También es la visión de Gil Fortoul, para quien Páez “libró de de manejos deshonestos la administración de rentas, con lo que inspiró ciega confianza a la población trabajadora, al comercio y a las industrias. Y gracias a su trato expansivo, llano, cortés sin amaneramientos, encadenó a su persona la simpatía de todas las clases sociales, aún de la más alta”. También la de Antonio Leocadio Guzmán: “Páez, a quien en materia de probidad fiscal tenemos por intachable, era un hombre de gran sagacidad y de una ductilidad singular para adaptarse a las circunstancias, siempre en provecho de su autoridad, hasta donde ellas la hacían posible; y sin romper nunca con sus cómplices de 1826 y 1829, conocía la necesidad de respetar el elemento colombiano y boliviano en que figuraban todas las autoridades reconocidas por nuestros pueblos y gran parte del poder militar”. A Encina, uno de los más perspicaces historiadores chilenos, no se le escapa el paralelismo entre la labor de Páez en Venezuela y la de Portales en Chile: “instintivamente, lo mismo que Portales, alternó la firmeza y la energía con la blandura y la indulgencia, y aunque, como el mago creador del orden chileno de 1830-1920, se eclipsó pasajeramente y procuró que la evolución política se independizara de su prestigio, no lo logró, y al desaparecer éste, como en el resto de América, se produjo la sucesión de anarquía y dictaduras criollas” . Encina, Op. Cit.
[4] El 8 de marzo de 1936, en el discurso de inauguración de la agrupación ORVE, Martiano Picón Salas señalaba: “Queremos que por primera vez exista en Venezuela el Estado, es decir, el órgano que concilie y armonice la discordia colectiva y ofrezca justicia y eficiencia a todos los hijos del país. Para el Estado que nosotros propiciamos no deben existir castas ni grupos, sino venezolanos”. El Universal, 9 de marzo de 1936.
[5] El estado de ineficacia e incuria en que naufragamos al presente vale asimismo para establecer un paralelo con la dictadura gomecista. A comienzos de los 30 le escribe Alberto Adriani desde Ginebra a Mariano Picón Salas: “Si se pudiera vencer la incuria y la ignorancia de estos hombres imprevisores que en estos años de despilfarro y servidumbre, pretenden dirigirnos. Venezuela es un estado fuera del mundo; una factoría de petróleo extraído por brazos esclavos. Gobiernan los más incapaces y los peores.”
[6] Citado en E. López Contreras, El triunfo de la verdad, México, 1949.
[7] Ibidem, pág. 45.
[8] UAP, De una a otra Venezuela, Caracas, 1950.
[9] UAP, De una a otra Venezuela, New York, 1949.
[10] “Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa; es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos…Si cada generación consiste en una peculiar sensibilidad, en un repertorio orgánico de íntimas propensiones, quiere decirse que cada generación tiene su vocación propia, su histórica misión.” José Ortega y Gasset, El Tema de Nuestro Tiempo (1923), Obras Completas, Tomo III, Págs. 147 y siguientes. Madrid, 1947.

The Alejandro Padrón´s blog
From New York Time, domingo, 14.05.2006
Scan This Book!
By KEVIN KELLY
Published: May 14, 2006
Abelardo Morell/Bonni Benrubi Gallery
Readers’ Opinions
Forum: Discuss with Kevin Kelly whether digital technology will replace the printed book.
Abelardo Morell/Bonni Benrubi Gallery
In several dozen nondescript office buildings around the world, thousands of hourly workers bend over table-top scanners and haul dusty books into high-tech scanning booths. They are assembling the universal library page by page.
The dream is an old one: to have in one place all knowledge, past and present. All books, all documents, all conceptual works, in all languages. It is a familiar hope, in part because long ago we briefly built such a library. The great library at Alexandria, constructed around 300 B.C., was designed to hold all the scrolls circulating in the known world. At one time or another, the library held about half a million scrolls, estimated to have been between 30 and 70 percent of all books in existence then. But even before this great library was lost, the moment when all knowledge could be housed in a single building had passed. Since then, the constant expansion of information has overwhelmed our capacity to contain it. For 2,000 years, the universal library, together with other perennial longings like invisibility cloaks, antigravity shoes and paperless offices, has been a mythical dream that kept receding further into the infinite future.
Until now. When Google announced in December 2004 that it would digitally scan the books of five major research libraries to make their contents searchable, the promise of a universal library was resurrected. Indeed, the explosive rise of the Web, going from nothing to everything in one decade, has encouraged us to believe in the impossible again. Might the long-heralded great library of all knowledge really be within our grasp?
Brewster Kahle, an archivist overseeing another scanning project, says that the universal library is now within reach. "This is our chance to one-up the Greeks!" he shouts. "It is really possible with the technology of today, not tomorrow. We can provide all the works of humankind to all the people of the world. It will be an achievement remembered for all time, like putting a man on the moon." And unlike the libraries of old, which were restricted to the elite, this library would be truly democratic, offering every book to every person.
But the technology that will bring us a planetary source of all written material will also, in the same gesture, transform the nature of what we now call the book and the libraries that hold them. The universal library and its "books" will be unlike any library or books we have known. Pushing us rapidly toward that Eden of everything, and away from the paradigm of the physical paper tome, is the hot technology of the search engine.
1. Scanning the Library of Libraries
Scanning technology has been around for decades, but digitized books didn't make much sense until recently, when search engines like Google, Yahoo, Ask and MSN came along. When millions of books have been scanned and their texts are made available in a single database, search technology will enable us to grab and read any book ever written. Ideally, in such a complete library we should also be able to read any article ever written in any newspaper, magazine or journal. And why stop there? The universal library should include a copy of every painting, photograph, film and piece of music produced by all artists, present and past. Still more, it should include all radio and television broadcasts. Commercials too. And how can we forget the Web? The grand library naturally needs a copy of the billions of dead Web pages no longer online and the tens of millions of blog posts now gone — the ephemeral literature of our time. In short, the entire works of humankind, from the beginning of recorded history, in all languages, available to all people, all the time.
This is a very big library. But because of digital technology, you'll be able to reach inside it from almost any device that sports a screen. From the days of Sumerian clay tablets till now, humans have "published" at least 32 million books, 750 million articles and essays, 25 million songs, 500 million images, 500,000 movies, 3 million videos, TV shows and short films and 100 billion public Web pages. All this material is currently contained in all the libraries and archives of the world. When fully digitized, the whole lot could be compressed (at current technological rates) onto 50 petabyte hard disks. Today you need a building about the size of a small-town library to house 50 petabytes. With tomorrow's technology, it will all fit onto your iPod. When that happens, the library of all libraries will ride in your purse or wallet — if it doesn't plug directly into your brain with thin white cords. Some people alive today are surely hoping that they die before such things happen, and others, mostly the young, want to know what's taking so long. (Could we get it up and running by next week? They have a history project due.)
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Tomado de Letras Libres, MAYO DE 2006

Esto parece el paraíso, de John Cheever
por Rafael Lemus
Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. Lo sabemos todo y, sin embargo, nada es del todo cierto. Hay excepciones. Momentos de plenitud entre los muslos de una criada. Alguna novela convencional y, no obstante, válida. Cierta narrativa capaz de registrar, simultáneamente, la luz y la penumbra. Éste es el caso de Esto parece el paraíso (1982), la última novela de John Cheever. Una novela luminosa y, aparte de eso, un sereno testamento. Hundido en la vejez, cerca de la muerte, Cheever corta caja y esto entiende: el tiempo no ha intensificado su amargura sino, cosa rara, su esperanza. Una esperanza apenas encendida, ajena a toda cursilería. Son célebres sus ácidos relatos sobre los suburbios estadounidenses pero es hora, se convence, de escribir una coda. Una novela apacible. Una obra sobre “un hombre viejo al que le gusta patinar en el hielo”. Una historia, como señalará su primera frase, “para leer(se) en cama, en una casa antigua, una noche de lluvia”. Ésas, sus intenciones. Ambiciones de anciano, acaso. El resultado: una novela afable, extrañamente templada, la mejor de sus novelas. Eso, y un desmentido: no todo lo que dura es infame.
¿Una historia feliz? No necesariamente. Para componer su testamento, Cheever no se engaña. La vida es esto y esto retrata. No una historia fácil sino verosímil, tirada por el ruido y por el tedio. El protagonista: Lemuel Sears, un hombre acomodado y a un paso de la vejez. La anécdota: ese penúltimo paso, los inesperados ritos antes de atravesar el umbral de la senectud. Un amor postrero y frustrado. Una primera relación homosexual. Una batalla legal contra la empresa que contamina la laguna de su pueblo. No es esta historia lo que sorprende, sin embargo. Asombra el tono y una omisión: no hay angustia. Ocurre esto y aquello y no hay angustia. La hay en Cheever, por ejemplo, cuando enfrenta su culposa bisexualidad pero no en su protagonista, quien se lía con un hispano como quien bosteza indolentemente. La hay allá y no acá. Ése, uno de los hallazgos de la novela: expulsada la angustia, la historia adquiere una ventajosa extrañeza. Es y no es leal a este mundo. Es luminosa y, al encontrar sólo esperanza en un mundo falsificado, es toda sombras. Es esto y es otra cosa.
La novela es feliz sólo porque su resolución es feliz. Cheever postula un mundo sereno, carente de angustia, y sus recursos narrativos afirman lo mismo. No hay tensión en la prosa, por ejemplo: ésta fluye templada, armónicamente, rebosante siempre de lirismo. El lirismo también coopera: construye correspondencias a través de sus metáforas y así alivia –nada lo hace– la angustia causada por la separación. Ni siquiera las subtramas, tan habituales en Cheever, desentonan: distraen la tensión narrativa, cosa buena cuando se desea escribir una novela apenas intensa. Hay que decirlo así: Esto parece el paraíso es un triunfo de la técnica narrativa. Hay que decirlo de ese modo porque estos triunfos no son corrientes en las novelas de Cheever. En pocos casos como en el suyo es tan cierta esta frase: fue mejor cuentista que novelista. Escribió algunos de los cuentos fundamentales de la literatura norteamericana pero ninguna de sus novelas centrales. Ni Falconer, su novela más famosa, ni su saga de los Wapshot –Crónica de los Wapshot y El escándalo de los Wapshot– se sostienen a la altura de lo que hacían casi al mismo tiempo, digamos, Truman Capote, William Styron o Philip Roth. Son novelas lastradas por la experiencia del cuentista: demasiadas subtramas, tensión escasa y un temperamento nunca lo suficientemente enardecido como para expresarse durante un centenar de páginas. Si alguna de sus novelas sobrevive, será ésta, y a otra cosa.
Otra cosa: la luz en la narrativa estadounidense. No es Cheever el único autor luminoso en aquella literatura. Son legión los autores que han registrado allá, sin traicionarlo, un mundo pleno de claridad y destellos. Ése es acaso el rasgo distintivo de la literatura norteamericana: su naturaleza solar. Como poesía nacional, el optimismo democrático de un ciudadano que se sospecha un cosmos. Como épica popular, un hombre batiéndose bajo el sol contra una ballena. Más tarde, con Hemingway y Faulkner, lo central ocurre, así sea sórdidamente, al aire libre. Incluso cuando dobla el siglo y la narrativa se oculta en las aulas y en las plumas judías la luz no cesa. Piénsese en la preocupación de Norman Mailer: cómo describir la sensación de poder y crecimiento. Piénsese en la de J.D. Salinger: cómo dictar una moral humanista desde una literatura fina y pudorosa. Piénsese, sobre todo, en la de Saul Bellow: cómo extender una epifanía durante toda una obra, cómo reconstruir festivamente los claroscuros de la sociedad estadounidense. Es allí, en esa tradición, donde también descansa el mejor Cheever. El cronista de esos suburbios tan idílicos como vacíos. El cuentista que padece una simultánea aversión y fascinación por sus vecinos. El novelista temperado, y a veces extraordinario, de Esto parece el paraíso.
Que se entienda. Sólo allá, en aquel mundo, ocurre eso. Aquí, estancadas, las nociones básicas. Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. ~
Blog de Alejandro Padrón
ARTÍCULOS DE SERGIO PITOL

Tomado de EL PAÍS, 28.04.2006
ENTREVISTA: Sergio Pitol - Premio Cervantes 2005: "El 'Quijote' es un verdadero festejo de inteligencia y audacia"
AURORA INTXAUSTI Edición impresa - 19-04-2006
Pitol elogia el esplendor del exilio republicano
Edición impresa - 22-04-2006
TEXTO REF.: Los maestros
Edición impresa - 22-04-2006
ANÁLISIS: Mi amigo Sergio Pitol
Margo Glantz Babelia - 22-04-2006
CRÍTICA: Ficción y crítica
EDGARDO DOBRY Babelia - 22-04-2006
REPORTAJE: "Estamos todos muy bien"
J. R. M. / J. A. R. Edición impresa - 22-04-2006
El Rey entrega a Sergio Pitol el Premio Cervantes por sus "reflexiones sobre el arte de escribir"
21-04-2006
AUDIO - Sergio Pitol recuerda a los escritores españoles en el exilio mexicano al recoger el Premio Cervantes
El escritor Sergio Pitol abrirá en el Círculo la lectura continuada del 'Quijote'
Madrid - 18-04-2006
ENTREVISTA: Sergio Pitol - Premio Cervantes de Literatura: "Cervantes no dejó de huir toda su vida"
JOSÉ ANDRÉS ROJO Edición impresa - 07-02-2006
Algunos de sus escritores favoritos
Edición impresa - 02-12-2005

Tomado de El Cultural, lunes, 24.04.2006
Viaje con Pitol
Enrique Vila-Matas se imagina junto al escritor mexicano en el avión que le trae a España para recoger el premio Cervantes
Enrique Vila-Matas y Sergio Pitol
El 21 de abril el mexicano Sergio Pitol recibe el premio Cervantes. Es la antesala de la celebración, el 23 de abril, del Día del Libro. De nuevo el aniversario de las muertes de Cervantes y Shakespeare permitirá que el domingo libros y rosas tomen las calles, gracias a la espléndida costumbre catalana que comienza a extenderse en el resto de España. El Cultural se une a esta fiesta de papel y libertad viajando imaginariamente con Sergio Pitol y Enrique Vila-Matas, su mejor amigo español. Pocos como él conocen al escritor mexicano y su estilo, que “consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es contarlo todo, pero no resolver el misterio”. También Care Santos, en su día presidenta de la Asociación de Jóvenes Escritores de España, nos descubre los secretos de la nueva hornada de escritores catalanes en catalán, y Ramiro Pinilla nos adelanta algunos tramos de su próxima y esperadísima novela, La higuera (Tusquets). Además, Antonio Soler nos desvela en “Cuatro esquinas” los libros que le hicieron escritor.
–Enhorabuena, Sergio.Acompaño a Pitol en su viaje de México a España, donde va a recibir el premio Cervantes.Sonríe y eso no significa que piense contestar a lo que acabo de decirle. En Sergio, últimamente, las sonrisas no se dejan interpretar. Tampoco es que sean un misterio. Se alejan simplemente del absurdo. Es como si él supiera (y creo que lo sabe perfectamente) que es absurdo decir que algo es absurdo, pues, como diría Beckett, decir eso sigue siendo un juicio de valor.–Entonces, ¿no se puede opinar? -le pregunto a bocajarro sin que él haya dicho algo que justifique esa pregunta.–Ahora sí, pero ya es un poco tarde -me responde con agilidad.Sin palabra alguna, le doy a entender con la cabeza que comprendo lo que ha dicho. Pero en realidad no le entiendo. ¿Por qué ahora ya es un poco tarde?–Me has entendido perfectamente -dice. Y por fin comprendo, están cerrando las luces del avión. Llegó tal vez la hora del sueño. Cierro los ojos unos segundos. Y me digo, con admiración total, que vida y literatura se funden en mi maestro y amigo. Y paso a preguntarme si hay algo más cervantino que la pasión por confundir vida y literatura. En algún lugar de El arte de la fuga, Sergio Pitol nos dice que él es la suma de “los libros que he leído, la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios”. Pienso en las calles recorridas, las que he podido caminar junto a él. Hay calles, callejuelas y callejones transitados en Asjabad, Veracruz, Caracas, París, Aix-en-Provence, Praga, Desvarié y Kabul. Y pienso especialmente en un día de lluvia en Aix-en-Provence, adonde acudimos para homenajear a Antonio Tabucchi. Fue un día que recuerdo por la agresiva lluvia y por la constante pérdida de sus gafas por parte de Sergio; algo esto último nada extraño, pues es ya legendaria su inclinación a perder y luego recuperar sus anteojos. Ese día los perdió varias veces, en diversas librerías y cafés, como si eso le sirviera de antídoto perfecto para no perder su paraguas. Recordé ese día que en la tendencia a olvidar los lentes Juan Villoro había encontrado una pista para iluminar nuevos aspectos de la poética de Pitol: “Sergio escribe en la nublada región de quien perdió adrede sus anteojos; pretende que su originalidad es atributo de su mala vista...” Para Villoro, Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. En El arte de la fuga, Pitol nos cuenta que, en su primer viaje a Venecia, allá hacia 1961, extravió los lentes a su llegada, los extravió mientras se preguntaba si hallaría la muerte en Venecia, la muerte en la ciudad de su antepasados. Muerte y neblina, extravío de anteojos y la fusión compacta de vida con literatura la encontramos él y yo también en otro día de lluvia, en este caso en Mérida, Venezuela. Habíamos subido a cuatro mil metros de altura y, al descender a la ciudad, Sergio estaba aterrado porque creía tener la presión muy alta. Entramos en una farmacia y la temperatura se la tomó un niño de catorce años que ya se veía que no sabía tomarla. “Tiene usted cinco mil cuatrocientos veinte de presión”, le dijo el niño. Sergio quedó pálido y sobrecogido. “Debería estar muerto”, añadió el niño. “¡Ay!”, gritó Sergio. Le acompañé a una clínica cercana, donde –para ser fiel a su costumbre– olvidaría sus anteojos. Allí una enfermera, que vestía de forma inocente pero pornográfica (con una casi inverosímil minifalda), se limitó a decirle, tras una breve inspección, que no corría peligro alguno. “Ay, señorita”, dijo entonces Sergio, “es como si me hubiera salvado la vida”. ¿Era aquella enfermera pornográfica la literatura misma? Sergio siempre dijo que la literatura le había salvado la vida. Poco después hubo que ponerse a buscar los anteojos. Tengo la impresión de que Sergio se ha quedado dormido mirando las nubes. Me digo a mí mismo que en todas esas anécdotas de días lluviosos del pasado está contenida la silueta de su vida cervantina, pues, como él dice, “todo es todas las cosas”. Leyéndole, pero también viajando con él, se tiene la impresión de estar ante o junto al mejor escritor en lengua española de nuestro tiempo. Descubro que Sergio no duerme, sólo está mirando las nubes.De pronto dice que ha perdido los anteojos.–¿A cuánto estaremos de España? -termina preguntándome.No tengo ni idea, no sé qué contestarle. Faltan como mínimo seis horas para llegar a Madrid. Me quedo preguntándome si andará algo nervioso con la entrega del premio. Pero luego cambio de pregunta y me interrogo en silencio acerca de su estilo. Si alguien que no lo haya leído quisiera saber cuál es su estilo, ¿qué le respondería? Creo que le diría que su estilo consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es contarlo todo, pero no resolver el misterio. Su estilo es distorsionar lo que mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre uno o dos anteojos, perderlos todos, perder los anteojos y perder los países y los días lluviosos y las nubes, perderlo todo: no tener nada y ser mexicano y al mismo tiempo ser extranjero siempre.Las nubes se han borrado y se diría que estamos volando por el espacio sideral. Madrid aún queda lejos. Le pregunto, a propósito del espacio, si sabe de dónde venimos y adónde vamos. –¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada? –le digo.Largo silencio. Hasta que me contesta:–Produce vértigo. La pregunta, además, tiene relación con otras igualmente perversas: ¿Qué había antes de que existiera el universo? ¿Qué hay fuera del universo? ¿Se podrá algún día leer la mente? El avión parece haberse detenido en el tiempo.¿Llegaremos a entenderlo todo?De nuevo, un largo silencio. Intento leer en su mente. –¿Te has dado cuenta de que te has tomado muy en serio lo de que soy tu maestro? -me dice y sonríe. Tampoco esa sonrisa se deja interpretar. Le veo volver a perder los anteojos. Y Madrid aún queda lejos.
Enrique VILA MATAS

Premio Cervantes 2005
TEXTO DE REFERENCIA
Los maestros
SERGIO PITOL
Tomado de EL PAÍS - Cultura - 22-04-2006
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Sergio Pitol y el rey Juan Carlos, durante la entrega del Cervantes. (R. GUTIÉRREZ) ampliar
Debo a Alfonso Reyes a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje
Aquellos peregrinos, heridos por una guerra atroz y derrotados, crearon una atmósfera intelectual
El primero de diciembre del año pasado, ese mágico día que pareciera haber transformado mi vida, la ministra de Cultura de España me anunció que había sido otorgado el Premio Cervantes, eran las nueve de la mañana y una hora después mi casa estaba atestada de una muchedumbre: un equipo de televisión, la radio, los periodistas locales, mis familiares, mis amigos, mis colegas de la Universidad, mis vecinos y una cantidad de transeúntes desconocidos que entraron por curiosidad. Por la tarde fui a la ciudad de México para hacer una tregua.En el viaje de Xalapa a la capital dormí profundamente, quizás una hora, pero en las cuatro siguientes, aletargado, entre el sueño y la vigilia, aparecían visiones de infancia, personas de un pueblo al que no he visto desde casi sesenta años, mi abuela con un libro, algunos festejos en casa o en el campo, la nana de mi abuela que llegaba a pasar temporadas con nosotros a los noventa años, jardines espléndidos, mi hermano jugando tenis y montando yeguas, trozos de conversaciones sobre el mal precio del café y de los cultivos que por sequías o inundaciones siempre dejaban pérdidas, familias sentadas alrededor de la radio para saber la noticia de la Guerra Civil española, que siempre terminaban en estruendosas discusiones. Desde ese primero de diciembre he recordado imprevisiblemente fases de mi vida, unas radiantes y otras atroces, pero siempre volvía a la infancia.
La enfermedad me condujo a la lectura; comencé con Verne, Stevenson, Dickens y a los doce años ya había terminado La guerra y la paz. A los dieciséis o diecisiete años estaba familiarizado con Proust, Faulkner, Mann, la Wolf, Kafka, Neruda, Borges, los poetas del grupo Contemporáneos, mexicanos, los del 27 españoles, y los clásicos españoles. A esa edad, encontré algunos maestros excepcionales. Estoy seguro de que sin ellos no hubiera llegado a este día, elegantísimo como estoy, en el Paraninfo de la prestigiosísima Universidad de Alcalá.
Llegué a la ciudad de México a los dieciséis años para cursar estudios universitarios. La que definió mi destino, mi camino hacia la literatura, fue la Facultad de Derecho, y concretamente un maestro, Don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Internacional. Pedroso solía hablarnos del dilema ético encarnado en El gran inquisidor, de Dostoievski; del antagonismo entre obediencia al poder y el libre albedrío en Sófocles y Eurípides; de las nociones de teoría política expresadas en los tantos Enriques y Ricardos de los dramas históricos de Shakespeare; de Balzac y su concepción dinámica de la historia; de los puntos de contacto entre los utopistas del Renacimiento con sus antagonistas los teóricos del pensamiento político, los primeros visionarios del Estado Moderno: Juan Bodino y Thomas Hobbes. A veces en la clase discurría ampliamente sobre la poesía de Góngora, poeta que prefería a cualquier otro del idioma, o de su juventud en Alemania, donde había realizado la traducción al español de poemas de Rilke, algunas obras de Goethe. Era un narrador espléndido, nos relataba sus actividades durante la guerra civil, de sus experiencias en el sobrecogedor Moscú de las grandes purgas, donde fue el último embajador de la República Española. Pedroso nos incitaba a leer, a estudiar idiomas, pero también a vivir.
En el mismo periodo, frecuenté devotamente los cursos de Don Alfonso Reyes en el Colegio Nacional, y leí gran parte de sus libros. Los leía, me imagino, por el puro amor a su idioma, por la insospechada música que encontraba en ellos, por la gracia con que, de repente, aligeraba la exposición de un tema necesariamente grave. Releo sus ensayos y más me asombra la juventud de esa prosa que no se parece a ninguna otra. Debo a nuestro gran escritor y a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar refranes y una radiante levedad reñida en apariencia con el lenguaje literario, en medio de alguna sesuda exposición sobre Góngora, Gracián, Virgilio o Mallarmé. Lo que mi generación le debe ha sido invaluable. En una época de ventanas cerradas, de nacionalismo estrecho, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. Evocarlo, me hace pensar en uno de sus primeros cuentos: La cena. Años después comencé a escribir. Y sólo hace poco advertí que una de las raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento. Buena parte de lo que más tarde he hecho no es sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato.
Mi tercer maestro, Aurelio Garzón del Camino, era modestísimo, baldado físicamente, pobre, oscuro, pero como los otros dos vivía plenamente en la literatura. En 1956, a los veintitrés, comencé a trabajar como corrector de estilo en la Campaña General de Ediciones. En esa editorial hice amistad con Garzón del Camino, un traductor infatigable que vertió al español la entera Comedia humana de Balzac, más todas las novelas de Zola y muchos otros libros franceses. Era director de correctores en la editorial. Aquel modesto gramático español, salvado por la Embajada mexicana de un campo de concentración y transportado a México después de la hecatombe en España, me transmitió su pasión por el idioma, que él convertía casi en una religión.
De él aprendí que el mejor estímulo para un escritor se lograba acercándose a las épocas de mayor esplendor del idioma. Por eso habría de tener a la mano a los clásicos mayores. Me explicaba, libro en mano, que el estilo era una destilación de los mejores segmentos de la lengua. Escribir, decía, no significaba copiar mecánicamente a los maestros. El objetivo fundamental de la escritura era descubrir o intuir el "genio de la lengua", la posibilidad de modularla a discreción, de convertir en nueva una palabra mil veces repetida con sólo acomodarla en la posición adecuada en una frase.
El exilio español enriqueció de una manera notable a la cultura mexicana. Aquellos peregrinos, heridos por una guerra atroz y derrotados, crearon una atmósfera intelectual mejor, nos enseñaron a entender y amar a la España que ellos representaban y ampliar nuestros horizontes. En la filosofía, María Zambrano y José Gaos, en la teoría de la música, Adolfo Salazar y Jesús Bal y Gay, en la historia de las artes plásticas Juan de la Encina, en el cine Luis Buñuel, y en la literatura, Luis Cernuda, José Moreno Villa, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Max Aub, José Bergamín, al principio del exilio, el latinista Millares Carlo, y muchísimos más. Nosotros estudiamos con pasión a los clásicos españoles desde siempre, por ser también nuestros clásicos. Fuera de los clásicos, sólo me interesaba Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Machado y los poetas del 27. La literatura del XIX no la toqué en la adolescencia, tenía fama de mojigata y de un costumbrismo regionalista. De golpe, los españoles exiliados me descubrieron la grandeza de Galdós. María Zambrano, Luis Cernuda, José Bergamín escribieron ensayos extraordinarios en aquel tiempo sobre ese novelista. Después de Cervantes estaba sólo Galdós.
El discurso que leyó Octavio Paz en este lugar en 1981 fue dedicado a Galdós, al último de la segunda serie de los Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. El ensayo de Paz es magistral. Trata de la semejanza de la historia del siglo XIX en España y en México: la permanente guerra entre liberales y conservadores en los dos países, entre fanatismo contra tolerancia, Inquisición contra libertad, legionarios celestiales contra la vida pública laica.
La libertad en el Quijote. Uno de los ejes fundamentales del Quijote consiste en la tensión entre demencia y cordura. Cervantes fue desde joven un lector y admirador de Erasmo, por lo que logra intuir la superioridad de una vida interior que vencerá al fin de vacuidad de los cultos exteriores. Convierte la locura en una variante de la libertad.
Cervantes ejerce también una libertad absoluta en la estructura del Quijote. La demencia le ofrece un marco propicio y la imaginación se la potencia. Cervantes es un adelantado de su época. No hay ninguna ulterior corriente literaria importante que no le deba algo al Quijote: las varias ramas del realismo, el romanticismo, el simbolismo, el expresionismo, el surrealismo, la literatura del absurdo, la nueva novela francesa, y muchísimas más encuentran sus raíces en el libro de Cervantes.
Extracto del discurso de Sergio Pitol.

El Rey entrega a Sergio Pitol el Premio Cervantes por sus "reflexiones sobre el arte de escribir"
Al acto asisten el presidente del Gobierno y la presidenta de la Comunidad de Madrid
EFE - Madrid
Tomado de ELPAIS.es - Cultura - 21-04-2006 - 12:50
El escritor mexicano Sergio Pitol recibe el premio Cervantes de manos del Rey Don Juan Carlos. (REUTERS) ampliar
FOTOGALERÍA Sergio Pitol recibe el Cervantes
AUDIOSergio Pitol recuerda a los escritores españoles en el exilio mexicano al recoger el Premio Cervantes21-04-2006
SERGIO PITOL Nacimiento:18-03-1933(Puebla)
El Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares ha sido el escenario en el que el Rey Don Juan Carlos ha entregado esta mañana el Premio Cervantes al escritor mexicano Sergio Pitol, cuya obra fue premiada por "sus reflexiones constantes sobre el arte de escribir, su anticipación a los géneros y su dimensión cervantista", ha pronunciado un discurso en el que, entre evocaciones de su vida, ha reconocido que el premio le llegó en "un mágico día que pareciera haber cambiado mi vida".
El máximo galardón de las letras españolas le fue concedido a Pitol el pasado mes de diciembre por el conjunto de su obra y hoy le ha sido entregado por el Rey en una ceremonia en la que han estado presentes, además de los Reyes, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero; la ministra de Cultura, Carmen Calvo, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, entre otras personalidades de la vida cultural y social.
Autor de títulos como El tañido de una flauta, El Vals de Mefisto, El arte de la fuga o Pasión por la trama, Pitol, de 73 años, ha recordado agradecido cómo, nada más conocerse en diciembre pasado la noticia del premio, su casa de Xalapa (México) quedó "atestada de una muchedumbre" entre equipos de televisión y radio, familiares, amigos y vecinos", y “desde ese día, he recordado imprevisiblemente fases de mi vida, unas radiantes y otras atroces", pero siempre volviendo a su infancia.
Su infancia es precisamente uno de los pilares de su obra, ya que le marcó profundamente quedar huérfano a los cuatro años, con lo que tuvo que ser criado por una abuela. Además, durante seis años de su niñez sufrió malaria, lo que le obligó a permanecer en cama, convirtiéndose en un voraz lector. Secundado en esta afición por su abuela, también apasionada de las letras, a los 12 años había leído ya a Verne, Stevenson, Dickens y Tolstoi, como él mismo ha relatado hoy a todos los asistentes al solemne acto.
Por su parte, el Rey ha elogiado de Pitol su “lúcida trayectoria literaria que enriquece el valor de nuestra lengua común” y su obra, que "nos seduce con la verdad" También ha destacado el Rey que el premio Cervantes 2005, que coincidió con el Cuarto Centenario del Quijote, haya recaído en un hombre de letras de profunda "dimensión cervantina", con un "talante innovador" y "adelantado a su tiempo". En resumen, "un verdadero modelo" para las nuevas generaciones de escritores, un maestro que, sin embargo, "no ha pretendido ejercer la más mínima docencia"
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