
Un cuento para releer
JAVIER MARÍAS
EL PAIS SEMANAL - 30-07-2006
Cuando ustedes lean esto, es probable que ya se hayan apagado los prolongados ecos del incidente entre Materazzi y Zidane, del que se han ocupado casi todos los columnistas, hasta los que desdeñan o detestan el fútbol. Pero puede que no del todo, y que en realidad nunca se apaguen, y que ese asunto, por tanto, pase a formar parte de la memoria y el imaginario colectivos, no sólo de los futboleros. Si eso fuera así, sería el mayor éxito de Zinedine Zidane, en contra de las apariencias y de los actuales lamentos.
Pasada la primera y elemental impresión, hay que mirar el episodio desde el punto de vista más duradero, que es el de la ficción. Cuanto se recuerda en la vida adquiere con el tiempo, precisamente por ser recordado, un carácter narrativo, y acaba viéndose, según el caso, como una película, una novela o un relato. La despedida de Zidane da más para lo último, quizá. Tal como había ido la historia, el final parecía destinado a ser muy feliz o, en su defecto, bastante feliz. Para quienes gustan de los cuentos “bonitos”, esto habría sido lo ideal: Zidane, uno de los jugadores más exquisitos, campeón del Mundo con Francia en 1998 y de Europa en el 2000, de la Champions League con el Real Madrid en el 2002, ya con treinta y cuatro años, cansado del mal juego reciente de su equipo y de entrenadores bobos que no supieron sacarle provecho; un hombre que suele caer bien, solidario y nada demagógico fuera del campo, elegante, discreto, con una notable timidez pese a llevar un decenio o más siendo un astro, decide jugar sus postreros partidos con la camiseta de su país y retirarse para siempre. Vistas sus decepcionantes actuaciones de los últimos dos años, y lo gastados que andan la mayoría de sus veteranos compañeros, nadie espera apenas nada, ni de Francia ni de él. Al principio del Mundial de Alemania, se confirman los escepticismos: ni él ni su equipo brillan, son incapaces de ganar a selecciones inferiores como Suiza y Corea del Sur, les cuesta lo indecible derrotar a Togo. El siguiente rival es la bulliciosa y rejuvenecida España, y nuestros periodistas e hinchas, con sus proverbiales chulería y bravuconería, anuncian la jubilación de Zidane: quedará eliminado, dará sus últimos pasos de baile con un balón. Los españoles, como suelen, muerden el polvo, y el “viejo” les mete un gran gol. Luego caen los brasileños, grandes favoritos según los spots de publicidad, y les siguen los no menos soporíferos portugueses. Francia está en la Final. Contra todo pronóstico inicial, el cuento se encamina hacia el género infantil, o hacia una película de Disney.
Imaginemos que Zidane no cabeceó a Materazzi y que aun así su selección perdió. Ahí tenemos el final bastante feliz. El magnífico héroe crepuscular ha estado a punto de lograr la proeza, y en todo caso se ha marchado disputando la Final de la Copa del Mundo, algo al alcance de muy pocos. Supongamos que Francia sí gana. Que lo hace mediante gol o pase de Zidane, o bien que, llegados a los penalties, él se encarga de marcar uno decisivo o no tanto –lo mismo da– de manera magistral, como ya hizo al inicio del partido. Como capitán de Francia, el ídolo fatigado recibe y alza el trofeo y desaparece sobriamente en su momento de apogeo, en la máxima gloria a la que puede aspirar un futbolista. Este cuento es precioso y le gusta a casi todo el mundo, incluyéndome a mí. Pero no da mucho de sí, no se puede releer, porque es de una pieza y algo empalagoso. De hecho tiene todos los ingredientes de los cuentos de hadas, o aún peor, de las historias edificantes, ejemplares, de “superación”. Si lo miramos con ojos literarios o cinematográficos, a lo que más se parece es a una película americana idiota o juvenil, si es que ambas cosas no quieren decir lo mismo hoy en América.
Tal como se ha desarrollado, en cambio, la despedida de Zidane resulta inquietante, turbia, adquiere densidad y dramatismo de buena ley. Como si fuera un jugador bisoño, el admirable Zinedine, que habrá oído de todo a lo largo de su carrera en el césped, cae en la provocación de un archiconocido archivillano italiano y le da un cabezazo en presencia del mundo entero. Echa a perder su final felicísimo cuando lo acariciaba con la punta de los dedos: estaba en su mano asirlo y crear la mejor leyenda. ¿La mejor? No lo creo. De no haber sido expulsado y haber vencido Francia, todo habría sido tan perfecto que no habría admitido lo que hace de veras que los hechos perduren: el enigma, el misterio, la ambigüedad, la posibilidad de fantasear interminablemente con lo que habría podido ser y se desperdició. Es decir, lo que llevamos haciendo muchos desde hace semanas, y lo que nos quedará para siempre como el hermoso final que se malogró. Esta otra película no es de Disney, sino quizá El buscavidas de Rossen, o Atraco perfecto de Kubrik, o La jungla del asfalto de Huston, o alguna compleja maravilla de Fritz Lang, cuyos personajes lo prevén todo para alcanzar sus metas y abandonan o fracasan en el último instante. Sí, en cierto sentido es una pena lo que ocurrió, pero en otro hay que agradecerle al gran Zidane que en su última hora nos haya dejado un relato hondo, extraño, quebrado, rugoso, y no una historieta tan previsible y tersa que no se pueda releer.

Blog de Alejandro Padrón
FRAGMENTO LITERARIO
Subir a por aire
Una novela en la que George Orwell, a través del protagonista de la obra George Bowling, traza una nostálgica visión de las costumbres inglesas desde 1893 -año del nacimiento de Bowling- hasta 1938, cuando ya se cernía el espectro de la Segunda Guerra Mundial
ELPAIS.es publica todos los miércoles un fragmento literario de las últimas obras editadas por Ediciones Destino (http://www.edestino.es)
Tomado de ELPAIS.es - Cultura - 28-06-2006
Portada del libro 'Subir a por aire', de George Orwell. Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza nueva.
Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la pequeña ventana se veía,
abajo, el denominado jardín posterior, los nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay niños no tienen espacio pelado en medio.
Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de esas caras de color rojo ladrillo que acostumbran a ir acompañadas de un cabello rubio y unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta y cinco años.
Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar, me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omoplatos, que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de esos. «Gordito» es como me llaman generalmente.
«Gordito Bowling.» Yo me llamo George Bowling.
Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos, casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones. Sabía cuál era la razón, desde luego: era
aquella condenada dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, dígase lo que se quiera, la dentadura postiza representa un hito en la vida de un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años. Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de pie, sólo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me enjabonaba la barriga pensé que ninguna mujer podría mirarme ya con interés, a menos que la pagase para ello. Pero en aquel momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna mujer me mirase con interés.
Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos, naufragio... todo), y aunque tenía que dejarme caer por las oficinas de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había otra cuestión que tenía olvidada desde hacía algún tiempo. Tenía en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera. Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los colores que lleva el jockey.
Y resultaba que en no sé qué carrera participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en aquel momento.
Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya empiezo a estar harto.
Cuando me hube enjabonado completamente me sentí mejor, y me sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía, estaba entre pasar un final de semana con una mujer o ir gastándolas poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.
—¡Papá! ¡Quiero entrar!
—¡No puedes entrar! ¡Vete!
—¡Pero, papá...! ¡Quiero ir a un sitio!
—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.
—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!
No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El WC está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Sólo cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que tenía aún jabón en el cuello.
Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que, por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.
Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda, no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa, resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando cree que malgasto algo.
Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora, pero ahora además está muy delgada y marchita, y tiene siempre una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras, terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho de balancearse con los brazos cruzados mirándome dramáticamente y diciéndome: «Pero George, ¡esto es muy serio! Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio que es, George...». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará la sensación de seguridad que debe de experimentarse.

Blog de Alejandro Padrón
Príncipe de Asturias de las Letras 2006
Premio a la magia literaria de Paul Auster
El autor estadounidense logra el galardón por su afán renovador y su sintonía con los lectores jóvenes
Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) volvió a colocar el nervio de las historias en el corazón de la narrativa estadounidense más reciente, e hizo de Nueva York el paisaje esencial de muchas de sus obras. Ayer, el autor de la Trilogía de Nueva York Y La música del azar obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. El escritor, que se encuentra rodando una película en Portugal, se impuso en la votación final a su compatriota Philip Roth y al israelí Amos Oz. El jurado destacó, entre otras cualidades, sus ambiciones de renovación literaria, su exploración de nuevos ámbitos de la realidad con una visión actual y su atento seguimiento de los problemas de nuestro tiempo.
J. CUARTAS / EL PAÍS - Oviedo / Madrid
Tomado de EL PAÍS - Cultura - 01-06-2006
Paul Auster, fotografiado en 2003. (JOAN SÁNCHEZ) ampliar
"Un autor de nuestro tiempo". Así fue definido ayer Paul Auster por varios de los miembros del jurado que le otorgó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, dotado con 50.000 euros. "No me lo esperaba", respondía él en Portugal, cuando la directora de producción de La vida interior de Martín Frost, la película que está dirigiendo basada en uno de sus relatos, le daba la noticia cuando le llamaron por teléfono para comunicárselo. Auster se encontraba en pleno rodaje en Azenha do Mar, un pueblo marinero que está a unos 60 kilómetros al norte de Lisboa.
El caso es que el autor de Trilogía de Nueva York, Mr. Vértigo, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, La música del azar..., tantos títulos famosos en España y en todo el mundo por su legión de lectores y por sus adaptaciones cinematográficas, se convertía en el tercer escritor estadounidense -tras Arthur Miller y Susan Sontag- premiado con el Príncipe de Asturias de las Letras.
Fue por varias razones, resaltadas por el jurado en el acta: "Por la renovación literaria de varios géneros (narrativa, poesía, ensayo y guión), su exploración de nuevos ámbitos de la realidad con una visión actual, su atento seguimiento de los problemas de nuestro tiempo y su capacidad para captar la atención del público joven".
Había sido propuesto en varias ocasiones. Pero tampoco lo tuvo fácil esta vez. Cinco autores (Auster, su compatriota Philip Roth, el israelí Amos Oz, el español Juan Goytisolo y el portugués António Lobo Antunes) se mantuvieron con mucha fuerza como candidatos al galardón. Pero fue la opción de Roth -que llegó a la final junto a la de Oz- la que capitalizó un fortísimo apoyo en un muy amplio sector del jurado. La dificultad o imposibilidad para que pudiera viajar a Oviedo en octubre a recoger el galardón debilitó in extremis sus posibilidades frente a la otra gran opción favorita, la de Auster, que ganó por mayoría.
Modernidad
A favor de Auster pesó la modernidad de su obra, su capacidad para conectar con las inquietudes actuales y con un público juvenil que lo ha distinguido como autor de referencia, y también su maestría para enlazar el lenguaje literario con el cinematográfico, algo que ha cultivado en muchas de sus obras en un camino que ha transitado con vocación de síntesis en obras como Smoke, que llevó al cine Wayne Wang; Lulu on the Bridge, guión que él dirigió, o Blue in the face, codirigida entre Auster y Wang.
Para la Fundación Príncipe de Asturias, Auster es no sólo "uno de los escritores estadounidenses más reconocidos y admirados universalmente de su generación", sino que también "ha creado un universo literario en torno al azar y la búsqueda de la identidad, donde realidad y fantasía invaden los espacios cotidianos del hombre".
El jurado estuvo integrado por Andrés Amorós, Luis María Anson, Juan José Armas Marcelo, Blanca Berasátegui, María Luisa Blanco, Rogelio Blanco, Pedro Casals, Antonio Colinas, Francisco Javier Fernández Vallina, Víctor García de la Concha, José Luis García Martín, Pilar García Mouton, Manuel García Rubio, Emilio González Ferrín, Manuel Llorente, Rosa Navarro Durán, Berta Piñán, Fernando R. Lafuente, Fernando Sánchez Dragó, Darío Villanueva y Román Suárez Blanco.
En declaraciones a Efe, Auster dijo sentirse "realmente halagado por el premio". "Ya saben cómo son estas cosas, a uno siempre le emociona que se valore su obra", añadió el autor, que se reconoció "contento por todo lo que un premio como éste significa".
Tercer premio español
Auster sabía que estaba entre los favoritos del Premio Príncipe de Asturias y así lo comentó a sus ayudantes de producción. Pero como ya le ocurrió en otra ocasión anterior, no esperaba ganarlo. "Éste es el segundo premio que recibo en España [con Tombuctú logró el Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente de Santiago de Compostela en 2000], aunque el primero no recuerdo cómo se llamaba porque me lo dieron hace tiempo", dijo Auster bromeando en relación a una distinción que provenía de una institución estudiantil y que en su día agradeció mucho. Además, El libro de las ilusiones recibió en la Feria del Libro de Madrid el Premio al Mejor Libro del Año del Gremio de Libreros
El escritor no espera venir a España antes de octubre. Sus planes a corto plazo son acabar el rodaje de la película en Portugal, que le llevará dos semanas más y viajar después a Estados Unidos. "Cuando finalice la película, la montaré en verano y después regresaré a Portugal para trabajar con el sonido", aclaró.
Lleva un mes rodando esta nueva adaptación que sale de un relato de su Libro de las ilusiones. Está protagonizada por la suiza Irene Jacob, los estadounidenses Griffin Dune, Michael Imperioli y Sophie Auster, la hija del escritor, que es cantante y participó hace dos meses en las jornadas del Día Mundial de la Poesía, que organizó precisamente en Oviedo la Fundación Príncipe de Asturias.
Auster, muy crítico con la gran industria cinematográfica, confiesa vivir el cine con tanta pasión como la literatura y ni siquiera dejó ayer que la efervescencia de haber ganado el Premio Príncipe de Asturias, le distrajera de su trabajo más que el mínimo indispensable.

The Alejandro Padrón´s Blog
An Interview With John Updike
In 'Terrorist,' a Cautious Novelist Takes On a New Fear
By CHARLES McGRATH
From The New York Times
Published: May 31, 2006
John Updike is wary of the Internet, concerned that a worm could migrate into his computer and chew up whatever he is working on. In a much-publicized speech recently at BookExpo America, the annual publishing convention, he also took a dim view of the notion of digitizing all books on an enormous online data bank.
Skip to next paragraph
Enlarge this Image
Robert Spencer for The New York Times
John Updike's 22nd novel, "Terrorist," about a Muslim in a city that is much like Paterson, N.J., will go on sale next week.
Related
Featured Author: John Updike
Readers’ Opinions
Forum: Book News and Reviews
The cover of John Updike's new novel from Knopf.
For his new novel, "Terrorist," however, he ventured onto the Web to research bomb detonators. He was fairly certain, he remarked recently during an interview in Boston, that the only detonator he could recall — the one that Gary Cooper plunges in "For Whom the Bell Tolls" — must be out of date, but he was also reassured to discover, as he put it, that "the Internet doesn't like you to learn too much about explosives."
While working on the book, Mr. Updike, now 74, white-haired, bushy-browed and senatorial-looking, also risked suspicion by lingering around the luggage-screening machines at La Guardia Airport, where he learned that the X-rays were not in black and white, as he had imagined, but rather in lurid colors: acid green and red.
And he hired a car and a driver to take him around some of the seedier neighborhoods in Paterson, N.J., and to show him some churches and storefronts that had been converted into mosques. "He did his best, but I think I puzzled him as a tour customer," Mr. Updike said.
"Terrorist," which comes out from Alfred A. Knopf next week, is set in Paterson — or, rather, in a slightly smaller, tidier version of the city, called New Prospect — and is about just what the title says. Its protagonist is an 18-year-old named Ahmad, the son of a hippie-ish American mother and an Egyptian exchange student, now absent, who embraces Islam and is eventually recruited to blow up the Lincoln Tunnel.
The new novel is Mr. Updike's 22nd and in some ways a departure. It loosely follows the conventions of a thriller, for example, one of the few forms that Mr. Updike, a jack of nearly all literary trades, had not tried before. And yet as he spoke about "Terrorist" it became clear that the novel also knits together some themes and preoccupations that have been with him almost from the beginning: sex, death, religion, high school and even Paterson itself, which also figures prominently in his novel "In the Beauty of the Lilies" and which Mr. Updike said he sometimes imagines as another version of Reading, Pa., near his hometown, Shillington.
Mr. Updike, who confessed to a mild phobia about tunnels, said the image of an explosion was actually the inspiration for the book. "That picture was the beginning," he added. "The fear of the tunnel being blown up with me in it — the weight of the water crashing in."
Originally, though, he imagined the protagonist as a young Christian, an extension of the troubled teenage character in his early story "Pigeon Feathers," who comes to feel betrayed by a clergyman. "I imagined a young seminarian who sees everyone around him as a devil trying to take away his faith," he said. "The 21st century does look like that, I think, to a great many people in the Arab world."
When Mr. Updike switched the protagonist's religion to Islam, he explained, it was because he "thought he had something to say from the standpoint of a terrorist."
He went on: "I think I felt I could understand the animosity and hatred which an Islamic believer would have for our system. Nobody's trying to see it from that point of view. I guess I have stuck my neck out here in a number of ways, but that's what writers are for, maybe."
He laughed and added: "I sometimes think, 'Why did I do this?' I'm delving into what can be a very sore subject for some people. But when those shadows would cross my mind, I'd say, 'They can't ask for a more sympathetic and, in a way, more loving portrait of a terrorist.' "
Ahmad is lovable, or at least appealing; he's in many ways the most moral and thoughtful character in the entire book, and he gains in vividness from being pictured in that familiar Updikean setting, the American high school.
"It might be that, having gone to high school and having a father who was a high school teacher, that I'm imbued with the ethos," Mr. Updike said. "It occurred to me, though, that a real omission in terms of plausibility is that I don't do enough with cellphones. My school isn't really electrified."
· 1
· 2
Next Page »
Next Article in Books (9 of 14) »

Blog de Alejandro Padrón
REPORTAJE
El nuevo escándalo de Peter Handke
El Premio Heine concedido al escritor provoca indignación en Alemania
JOSÉ COMAS - Berlín
Tomado de EL PAÍS - Última - 31-05-2006
El escritor Peter Handke, en una imagen de 2002. (EFE) ampliar
El Ayuntamiento de Düsseldorf votará la retirada del galardón al autor que defendió a Milosevic
La concesión por la ciudad de Düsseldorf del premio literario Heinrich Heine, dotado con 50.000 euros, al escritor austriaco proserbio Peter Handke el pasado día 23 ha desencadenado un escándalo en Alemania. Políticos de todos los partidos han reaccionado con indignación por el galardón a un defensor a ultranza del déspota fallecido Slobodan Milosevic. Todo parece indicar que el Ayuntamiento de Düsseldorf revocará en su reunión del próximo 22 de junio la decisión del jurado y retirará el premio a Handke.
Desde el inicio de las guerras balcánicas que siguieron a la ruptura de Yugoslavia, Handke se distinguió en nadar contra la corriente de la corrección política y en defender a Serbia y al déspota gobernante Milosevic. En unas frases que después Handke corrigió y atribuyó a su mal francés llegó a decir que los serbios sufrieron más que los judíos en el Holocausto, y estableció paralelismos entre Auschwitz y los bombardeos de la OTAN.
La última aparición escandalosa de Peter Handke fue en el entierro de Milosevic, en su pueblo natal de Pozarevac, a mediados del pasado marzo. A esto siguió la prohibición de la representación de su obra El juego de las preguntas en la Comédie Française, en lo que algunos consideraron un acto de censura.
Al jurado del Premio Heine no parecen haberle importado las opiniones políticas de Handke, y le concedió los 50.000 euros, dotación que dobla la de años pasados. Considera el jurado que el escritor austriaco se hizo acreedor al premio, porque, "obstinado como Heine, Peter Handke persigue en su obra su camino hacia una verdad abierta. Handke orienta su visión poética hacia el mundo en contra de la opinión publicada y sus rituales, sin la menor concesión".
Si se tienen en cuenta las opiniones de Handke y las reglas para conceder el premio, se comprende con facilidad el escándalo. El Premio Heine se concede a "personalidades que con su creación intelectual se comprometan por los derechos del hombre, tal como hizo Heine; fomenten el progreso social y político; sirvan a la comprensión entre los pueblos o difundan la idea de la comunidad entre todos los seres humanos".
En la lista de ganadores del Premio Heine, que concede su ciudad natal desde el año 1972, figuran el suizo Max Frisch, la premio Nobel austriaca Elfriede Jelinek o el cantautor alemán Wolf Biermann. Entre los candidatos al premio concedido a Handke figuraba este año el escritor israelí Amos Oz.
Políticos de todos los partidos, pero en especial del ecopacifista Los Verdes, reaccionaron indignados ante la concesión del premio a Handke. El eurodiputado Daniel Cohn-Bendit declaró que la decisión es "una locura total", y añadió que podían habérselo otorgado al presidente iraní Ahmadineyad porque, "en definitiva, también él nada contra corriente". Para el jefe del grupo parlamentario de Los Verdes en el Bundestag, Fritz Kuhn, la concesión del premio a Handke, supone "una burla a las víctimas del régimen de Milosevic y una burla a Heine". El gran gurú de la crítica literaria alemana Marcel Reich-Ranicki calificó lo ocurrido de "insulto indignante y una burla al poeta Heine".
Handke salió ayer al paso de algunas críticas en una carta en las páginas culturales del diario conservador Frankfurter Allgemeine. Sostiene Handke: "Jamás negué una matanza en las guerras de Yugoslavia entre 1991 y 1995, tampoco les quité importancia, las minimicé o las aprobé". Añade Handke: "En ninguna parte de mis escritos se puede leer que yo calificase a Milosevic de una o de la víctima". Después explica el malentendido sobre sus declaraciones en las que comparaba el sufrimiento de los serbios con el de los judíos.
Príncipe de Asturias de las Letras 2006
Premio a la magia literaria de Paul Auster
El autor estadounidense logra el galardón por su afán renovador y su sintonía con los lectores jóvenes
Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) volvió a colocar el nervio de las historias en el corazón de la narrativa estadounidense más reciente, e hizo de Nueva York el paisaje esencial de muchas de sus obras. Ayer, el autor de la Trilogía de Nueva York Y La música del azar obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. El escritor, que se encuentra rodando una película en Portugal, se impuso en la votación final a su compatriota Philip Roth y al israelí Amos Oz. El jurado destacó, entre otras cualidades, sus ambiciones de renovación literaria, su exploración de nuevos ámbitos de la realidad con una visión actual y su atento seguimiento de los problemas de nuestro tiempo.
J. CUARTAS / EL PAÍS - Oviedo / Madrid
Tomado de EL PAÍS - Cultura - 01-06-2006
Paul Auster, fotografiado en 2003. (JOAN SÁNCHEZ) ampliar
"Un autor de nuestro tiempo". Así fue definido ayer Paul Auster por varios de los miembros del jurado que le otorgó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, dotado con 50.000 euros. "No me lo esperaba", respondía él en Portugal, cuando la directora de producción de La vida interior de Martín Frost, la película que está dirigiendo basada en uno de sus relatos, le daba la noticia cuando le llamaron por teléfono para comunicárselo. Auster se encontraba en pleno rodaje en Azenha do Mar, un pueblo marinero que está a unos 60 kilómetros al norte de Lisboa.
El caso es que el autor de Trilogía de Nueva York, Mr. Vértigo, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, La música del azar..., tantos títulos famosos en España y en todo el mundo por su legión de lectores y por sus adaptaciones cinematográficas, se convertía en el tercer escritor estadounidense -tras Arthur Miller y Susan Sontag- premiado con el Príncipe de Asturias de las Letras.
Fue por varias razones, resaltadas por el jurado en el acta: "Por la renovación literaria de varios géneros (narrativa, poesía, ensayo y guión), su exploración de nuevos ámbitos de la realidad con una visión actual, su atento seguimiento de los problemas de nuestro tiempo y su capacidad para captar la atención del público joven".
Había sido propuesto en varias ocasiones. Pero tampoco lo tuvo fácil esta vez. Cinco autores (Auster, su compatriota Philip Roth, el israelí Amos Oz, el español Juan Goytisolo y el portugués António Lobo Antunes) se mantuvieron con mucha fuerza como candidatos al galardón. Pero fue la opción de Roth -que llegó a la final junto a la de Oz- la que capitalizó un fortísimo apoyo en un muy amplio sector del jurado. La dificultad o imposibilidad para que pudiera viajar a Oviedo en octubre a recoger el galardón debilitó in extremis sus posibilidades frente a la otra gran opción favorita, la de Auster, que ganó por mayoría.
Modernidad
A favor de Auster pesó la modernidad de su obra, su capacidad para conectar con las inquietudes actuales y con un público juvenil que lo ha distinguido como autor de referencia, y también su maestría para enlazar el lenguaje literario con el cinematográfico, algo que ha cultivado en muchas de sus obras en un camino que ha transitado con vocación de síntesis en obras como Smoke, que llevó al cine Wayne Wang; Lulu on the Bridge, guión que él dirigió, o Blue in the face, codirigida entre Auster y Wang.
Para la Fundación Príncipe de Asturias, Auster es no sólo "uno de los escritores estadounidenses más reconocidos y admirados universalmente de su generación", sino que también "ha creado un universo literario en torno al azar y la búsqueda de la identidad, donde realidad y fantasía invaden los espacios cotidianos del hombre".
El jurado estuvo integrado por Andrés Amorós, Luis María Anson, Juan José Armas Marcelo, Blanca Berasátegui, María Luisa Blanco, Rogelio Blanco, Pedro Casals, Antonio Colinas, Francisco Javier Fernández Vallina, Víctor García de la Concha, José Luis García Martín, Pilar García Mouton, Manuel García Rubio, Emilio González Ferrín, Manuel Llorente, Rosa Navarro Durán, Berta Piñán, Fernando R. Lafuente, Fernando Sánchez Dragó, Darío Villanueva y Román Suárez Blanco.
En declaraciones a Efe, Auster dijo sentirse "realmente halagado por el premio". "Ya saben cómo son estas cosas, a uno siempre le emociona que se valore su obra", añadió el autor, que se reconoció "contento por todo lo que un premio como éste significa".
Tercer premio español
Auster sabía que estaba entre los favoritos del Premio Príncipe de Asturias y así lo comentó a sus ayudantes de producción. Pero como ya le ocurrió en otra ocasión anterior, no esperaba ganarlo. "Éste es el segundo premio que recibo en España [con Tombuctú logró el Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente de Santiago de Compostela en 2000], aunque el primero no recuerdo cómo se llamaba porque me lo dieron hace tiempo", dijo Auster bromeando en relación a una distinción que provenía de una institución estudiantil y que en su día agradeció mucho. Además, El libro de las ilusiones recibió en la Feria del Libro de Madrid el Premio al Mejor Libro del Año del Gremio de Libreros
El escritor no espera venir a España antes de octubre. Sus planes a corto plazo son acabar el rodaje de la película en Portugal, que le llevará dos semanas más y viajar después a Estados Unidos. "Cuando finalice la película, la montaré en verano y después regresaré a Portugal para trabajar con el sonido", aclaró.
Lleva un mes rodando esta nueva adaptación que sale de un relato de su Libro de las ilusiones. Está protagonizada por la suiza Irene Jacob, los estadounidenses Griffin Dune, Michael Imperioli y Sophie Auster, la hija del escritor, que es cantante y participó hace dos meses en las jornadas del Día Mundial de la Poesía, que organizó precisamente en Oviedo la Fundación Príncipe de Asturias.
Auster, muy crítico con la gran industria cinematográfica, confiesa vivir el cine con tanta pasión como la literatura y ni siquiera dejó ayer que la efervescencia de haber ganado el Premio Príncipe de Asturias, le distrajera de su trabajo más que el mínimo indispensable.
the alejandro padrón´s blog
from the new york times
'Double Lives: American Writers' Friendships,'
by Richard Lingeman
Henry and Edith and Scott and Ernest
Review by ROY BLOUNT Jr.
Published: May 14, 2006
Richard Lingeman's survey of seven eminent literary friendships, each deftly sketched, is remarkably absorbing, given its brevity across two centuries and the fact that its cast of characters changes every 30 pages or so. Lingeman makes the relatively short, unrocky and Platonic relationship between Willa Cather and Sarah Orne Jewett as interesting, in its way, as the steamy and ructious goings-on among the only threesome considered here, Jack Kerouac, Neal Cassady and Allen Ginsberg. Cather may well have been the only noted author to become the close friend of one of the noted auth

Dusan Petricic
DOUBLE LIVES
American Writers' Friendships.
By Richard Lingeman.
255 pp. Random House. $24.95.
Readers’ Opinions
Forum: Book News and Reviews
As a thread-seeking reviewer, however, I regret that Lingeman ventures no startling generalizations that I could argue with. He suggests that writers' friendships have not been as fragile as is often assumed, and proceeds to make his case by leading us through the lengthy ups and downs that each set of friends went through.
Perhaps Lingeman's detached judiciousness is continuity enough. Though there are occasional lapses, like his assertion that the love of Samuel Clemens for his daughter Susy "bordered on the Oedipal," which would imply that the father saw the daughter as his mother. And for the sake of perspective it would be nice if more of these friendships had a common denominator. Clemens's friend William Dean Howells, to be sure, was also a friend of Edith Wharton's friend Henry James (who didn't care for Clemens nor Clemens for him), but Howells spurned the overtures of H. L. Mencken's friend Theodore Dreiser, whose bodacious improprieties in life and art Howells deplored (as did Mencken, eventually).
Lingeman keeps his own affinities pretty much to himself, which may be just as well. To readers who take great writers personally, this book may seem, as it is, a bit — how shall I put it — crowded. Insofar as reading good stuff is erotic, there is something awkward about curling up simultaneously with two writers who were more fond of each other (Herman Melville admired Nathaniel Hawthorne's "spicy and slowly oozing heart") than they can conceivably have been of us. Would anyone know how to respond on finding himself or herself nestled, as it were, between Henry James and Edith Wharton? (Not an utterly idle speculation. James, we learn, tended to fix Wharton up with men he was attracted to.)
Why does anyone write but in search of a soul mate? A good ear readily lent to what the writer has in mind. A confidant on call to respond with the right sigh or shudder or chuckle when the writer has, to his or her own tentative satisfaction, made things clear. It is childish to expect this imaginary friend, the ideal reader, to be embodied in another person, perhaps especially in another writer, whose expectations are comparably — which doesn't mean compatibly — childish. Someone who comes close to filling that bill brings great relief, confirmation and potential for betrayal.
The same might be said about elective affinities between people in general. Are the very verbal different from anybody else, aside from having more words? I allude, of course, to what Fitzgerald wrote about the very rich ("The very rich are different from you and me") in one story and what Hemingway quoted and then one-upped ("Yes, they have more money") in another — a famous bump in their friendship that Lingeman contextualizes neatly in the chapter titled "Poor Scott, Poor Ernest."
Poor, the two of them, in different ways: Scott needing punishment, Ernest blood. Odd to think of addressing Hemingway as "Ernest." Which is what Scott called him, we gather from this book. Of course Fitzgerald had known Hemingway since they were both in their 20's. You wouldn't address someone who once wrote to you, as did Hemingway to Fitzgerald, "Oh . . . I'd get maudlin how damned swell you are" — you wouldn't address someone like that as "Papa." Even if by some chance he were your papa. And "Ernie" — out of the question.
Not odd, on the other hand, to think of addressing Fitzgerald as "Scott." Even though he doesn't seem like a Scott, any more than Hemingway seems like an Ernest. Fitzgerald's actual first name, Francis, would have suited him more: soft, androgynous. Ernest was the alpha — the more aggressively insecure — male of that pair.
Hemingway valued Fitzgerald as a rival he could flatter, then overtake, then dump on: "Scott was a coward of great charm." Melville found in flinty Hawthorne a sort of voluptuous dark star, one of the inspirations for a novel "broiled" in "hellfire," perhaps to its detriment, at least in the marketplace. Lingeman duly notes the homoerotic element in both friendships, unavoidably in the latter. He finds no evidence, however, to support either the Brokeback rumors about Hemingway and Fitzgerald, in their day, or the widely accepted current opinion that Melville drove Hawthorne away by coming on to him physically. "One suspects," concludes Lingeman on rather vague grounds, that in fact an envious Melville drew away from Hawthorne, whose stock had risen as Melville's had bottomed out.
Relative recognition is bound to affect literary friendships. Ideally, each writer should be getting just enough acclaim to be able to listen to the other moan about how little he or she is getting, without either pitying or strangling him or her. It's a delicate balance.
ON the other hand, in the old days at least, writers might live for each other's letters. Howells was perhaps the ideal writer friend: secure in his own standing, editorially influential on friends' behalf and too short to tower over anyone in person. (A plump 5-foot-4, according to Lingeman. But I don't know where he got the notion that Clemens was "over six feet." Mark Twain was 5-8ð by his own account, and he was a stretcher.) But out of concern for his serious reputation, Howells suddenly insisted that a comedy he and Clemens had written for the stage be withdrawn. Clemens, who had already reserved a theater and negotiated a contract with a producer, and who felt the play was good enough for his reputation, wrote Howells a furious letter. In a P.S., Clemens noted his wife's objection to the language he had used, which "might make Mr. Howells feel bad."
"Might make him feel bad!," the postscript went on. "Have I in sweat & travail wrought 12 carefully contrived pages to make him feel bad, & now there's a bloody doubt flung at it?"
Presumably the chance to write such a glorious fulmination, and to read it piping hot, was worth the short-lived rift.
Roy Blount Jr.'s most recent book is "Feet on the Street: Rambles Around New Orleans." He is president of the Authors Guild.
Next Article in Books (8 of 9) »

John Irving indaga sobre su infancia y la búsqueda de su padre en
‘Hasta que te encuentre’
El autor de Las normas de la casa de la sidra presenta su novela más autobiográfica
EFE - Barcelona
Tomado de ELPAIS.es - Cultura - 15-05-2006
Hasta que te encuentre." alt="El escritor John Irving, durante la presentación hoy en Barcelona de su undécima novela, Hasta que te encuentre."
El escritor John Irving, durante la presentación hoy en Barcelona de su undécima novela, Hasta que te encuentre. (EFE-) ampliar
El escritor estadounidense John Irving, autor de la premiada Las normas de la casa de la sidra, reflexiona sobre su infancia y la búsqueda de su padre a través de Jack Burns, el protagonista de su undécima novela, Hasta que te encuentre, en el que proyecta los recuerdos más traumáticos de su pasado. Durante la presentación del libro en Barcelona, el escritor lo ha definido como su obra "más personal y autobiográfica".
En una multitudinaria conferencia de prensa celebrada en la Fundación Tàpies, Irving ha comentado que "contrariamente a lo que sucede con la mayoría de los autores, que escriben su obra más autobiográfica en sus primeras novelas, yo he tardado diez novelas en volcar mis recuerdos".
El autor tiene una explicación para esta "rareza": "Soy un hombre muy lento a la hora de digerir las historias, las circunstancias personales, y por esa lentitud hice Oración por Owen (1989) veinte años después de la Guerra de Vietnam, y he esperado a tener cincuenta y muchos o sesenta y pocos años para escribir sobre mi infancia y mi adolescencia".
Irving admite que las dos experiencias sexuales de Jack Burns y la falta de información sobre su auténtico padre biológico son "un reflejo de mi vivencia personal, de mi infancia, adolescencia e incluso primera juventud". Detrás de la angustia de Jack Burns, que tiene en su infancia su primera experiencia sexual, se encuentra la propia experiencia de Irving, que descubre el sexo a los 11 años con una mujer de más de 20, una mujer conocida y admirada por su familia, con la que mantuvo una relación durante varios meses.
Heridas ocultas
Escribir sobre su propia experiencia sexual a los 11 años ha resultado más fácil, apunta, "con la perspectiva de un tiempo dilatado", si bien en su momento no sintió que hubiera padecido un trauma. Esa sensación llegó después, cuando "descubrí que sentía siempre atracción por mujeres mucho mayores que yo, algo que sólo superé con mi propia experiencia de la paternidad -ha tenido tres hijos varones-. Al ser padre me di cuenta del daño que me había hecho esa mujer".
En la ficción, Irving aleja de esa experiencia paternal a su protagonista, Jack Burns, "para que se perpetúe su trauma". El escritor confiesa que, en su caso, la práctica de la lucha grecorromana fue "una salida para la rabia contenida" por la falta de identidad de sus orígenes, y "una mejor terapia que las drogas o el alcohol".
Con una tradición que ahonda sus raíces en la novela del siglo XIX, Irving se muestra como un escritor metódico que sabe de antemano qué escribirá y cómo lo hará, hasta el punto de que "el título suele estar siempre al principio", y siempre sabe con certeza el último capítulo, antes que el primero. "Necesito saber exactamente cuáles son las frases que compondrán esos últimos párrafos, porque así puedo saber el tono: si será un final triunfal; una final alegre, feliz, ascendente; o un final melancólico, más bien triste, descendente".
Con respecto al eterno debate ficción/realidad, muy presente en Hasta que te encuentre, Irving ha dicho que "las novelas siempre tienen que ser más verosímiles que la vida real, porque la vida real no es creíble". Y añade una ironía: "si escribiera en una novela la historia de un nefasto comentarista deportivo de un pueblo del Medio Oeste de EE UU que se va a California a hacer películas, películas muy malas, que luego se convierte en gobernador de California, y más tarde en el peor presidente de los Estados Unidos, me dirían que es una novela poco creíble y en realidad es la historia de Ronald Reagan
Blog de Alejandro Padrón

Tomado de RADAR LIBROS
Domingo, 14 de Mayo de 2006
La fiesta inolvidable
Con la excusa de celebrar el estreno de un ballet experimental producido por Serge Diaghilev, un inglés excéntrico organizó en mayo de 1922 una comida en un hotel parisino con una única idea en la cabeza: sentar a la mesa a los cinco grandes nombres de ese apoteótico modernismo que estaba redefiniendo el siglo. La cosa no salió exactamente como pensaba. Pablo Picasso hizo su entrada mudo como una efigie; Igor Stravinsky, con una notable mala onda; James Joyce, con una alevosa borrachera irlandesa; y Marcel Proust, recién después del postre. Ahora, aquella noche con la que tanto se fantaseó, y en la que se produjo el encuentro más extraño del arte del siglo XX, es reproducida bocado a bocado y copa a copa en el exhaustivo A Night in the Majestic.
Por Rodrigo Fresán
La noche del próximo 18 de mayo se cumplirán 84 años de una de las más célebres y misteriosas fiestas en la historia del arte. Una dinner-party que tuvo lugar en el parisino Hotel Majestic en 1922 y que reunió –cortesía del matrimonio de Sydney y Violet Schiff– a lo más noble y representativo del convulsionado y revolucionario panorama artístico de entonces y, dentro de ese paisaje, a cinco nombres clave sentándose a la misma mesa para mirarse de reojo. Por orden alfabético: Serge Diaghilev, James Joyce, Pablo Picasso, Marcel Proust e Igor Stravinsky. Un libro recién aparecido del biógrafo e historiador Richard Davenport-Hines –A Night in the Majestic: Proust and the Great Modernist Dinner-Party of 1922 (Faber and Faber, 14,99 libras)– se cuela en el salón para reconstruir la antológica velada y teorizar sobre lo que en verdad ocurrió esa noche mágica, irrepetible y tan complicada.
ENTRADAS
Veinte años antes de la noche en el Majestic, durante las turbulentas jornadas del affaire Dreyfuss, Marcel Proust organizó una cena a la que invitó a los más apasionados defensores de ambos lados del conflicto. Uno de los convidados, Léon Daudet, acudió al ágape esperando lo peor, “que no sobreviviera ni una pieza de porcelana” y, a los pocos minutos de llegar, se asombró “por las corrientes de entendimiento y benevolencia que parecían originarse en Marcel para fluir entre los que allí estaban sentados para envolverlos como en espirales de calma y razón”. Cuando Daudet se acercó a felicitar a Proust por lo que había conseguido, éste se encogió de hombros y, restándole importancia al tema, musitó: “Lo cierto, monsieur, es que todo depende de la primera reacción que experimenten entre ellos los diferentes personajes”.
Cabe pensar que dos décadas después el fan proustiano Sydney Schiff pensó en las palabras de su ídolo cuando, junto a su adoradísima esposa Violet Beddington Schiff, se propuso –y consiguió– montar lo que en perspectiva se entiende como una cumbre modernista y, en su momento, fue una de esas comidas en la que todo podía ocurrir y todo ocurrió.
¿Y quiénes eran los Schiff? Para muchos eran unos entusiastas del arte, para muchos otros eran unos snobs ingleses fascinados por París, lo francés y, en especial, por el autor de En busca del tiempo perdido. Sydney Schiff (1868-1944) era el autor –bajo el seudónimo de Stephen Hudson– de un puñado de novelas modernistas cuyo nombre y títulos han sido olvidados. Schiff no aparece hoy en ninguna historia de la literatura inglesa o en diccionario biográfico alguno y, los más piadosos y memoriosos, lo consideran “un amateur de talento”. Hombre de bigote militar y temperamento depresivo, bebía champagne en cantidades industriales (para aprehensión de Proust, quien recomendaba la cerveza) y su más catalepsia que inmortalidad literaria se debe, hoy, a dos motivos: la publicación en la revista Criterion, editada por T.S. Eliot, de la nouvelle à clef y proustiana Céleste (donde Proust aparece anglificado como Richard Kurt) y el haber sido junto con su esposa destinatarios de la dedicatoria de Sodoma y Gomorra II: “Sólo ustedes me parecen a mí aquello que se busca sin pausa”.
Cuenta Davenport-Hines que los Schiff pensaron primero en el Ritz –guarida habitual de Proust– pero, como allí no se permite la música luego de la medianoche se pasan al Majestic (rebautizado siete décadas después como Hôtel Raphaël) en el 17 de la Avenue Kléver donde, tres años antes, se hospedó la delegación británica durante las negociaciones del Pacto de Versailles. La idea de Schiff, comunicada al impresario Serge Diaghilev, fue celebrar a la compañía de los Ballets Russes luego del estreno del ballet-burlesque –veinte minutos, cuatro bailarines, experimento de Igor Stravinsky– Le Renard. El bloomsburyano crítico de arte Clive Bell –uno de los pocos ingleses presentes, esposo de Vanessa, la hermana de Virginia Woolf– recordó que Schiff “invitó a cuarenta o cincuenta personas, miembros del ballet y seguidores del ballet, pintores, escritores, modistas, modelos, pero lo que en realidad le importaba era, en un reservado de la planta alta, reunir a los cuatro hombres que más admiraba: Picasso, Stravinsky, Joyce y Proust”.Y Schiff consiguió lo que se propuso.
PRIMER PLATO
El primer capítulo de A Night at the Majestic se titula “18 de mayo de 1922” y funciona como un médium invocando el espectro de una noche que se niega a descansar en paz. Davenport-Hines ilumina todos los rincones del lugar, se preocupa por reordenar una posible lista de invitados (ya que los Schiff no la enviaron para su publicación en Le Figaro o Le Gaulois) y hasta recalienta el menú de lo servido basado en descripciones de la novela de Proust (mucho espárrago, pierna de cordero en salsa béarnaise, boeuf à la gelée, pollo financière, langosta à la americaine y postres como ananá y ensalada de trufas, pudding Nesselrode, tarta de almendras, café y helado de pistacchio y mousse de frutillas).
Pasada la medianoche ya han sucedido cosas interesantes: Picasso se presentó con un pañuelo anudado en la cabeza (alguien lo describe como “un pirata catalán”; nadie recuerda que haya dicho nada); la Duquesa de Clermon-Tonnere ha pronunciado aquello de “en el séptimo día Dios creó a Picasso”; la Nijinska (bailarina hermana de Nijinski) ha confiado que el astro ruso padece esquizofrenia, y alguien cree haber visto a Wyndham Lewis. Pero Proust no llega. Schiff no le ha enviado invitación por temor a asustarlo; pero sí le ha comentado, con delicadeza, fecha y lugar del acontecimiento para intrigarlo. Su lugar junto al anfitrión permanece vacío, Schiff sufre, pero –con los platos retirados y el café servido, cerca de las dos y media de la madrugada– aparece, vestido de etiqueta, con un abrigo de piel sobre su frac, guantes blancos, el francés del momento. Proust –vampiro de la alta sociedad, ahora vampirizado por su libro– es de una palidez casi transparente. Clive Bell –admirador confeso– lo encuentra “enfermizo y débil; pero sus ojos eran gloriosos”. Joyce –quien llegó media hora antes, pero igualmente tarde– yace borracho en un rincón. Joyce llegó así porque –teorizó Schiff– necesitaba envalentonarse y ocultar su vergüenza de no poseer un traje apropiado para la ocasión. Enseguida, Proust es un reactivo, todo se mueve en esta noche en el Majestic como –ya desde el título– en una película de los Hermanos Marx. Una aristócrata en decadencia, que se sintió “maltratada” por Proust en su novela, se pone de pie y deja la estancia. Proust deja escapar un gemido y se sienta junto a Stravinsky –a quien mencionaba cálidamente en Sodoma y Gomorra– y, para romper el hielo, ensaya un elogio de Beethoven. “Detesto a Beethoven”, le informa Stravinsky. Proust decide entonces dedicarse a Diaghilev (definido como “un encantador invasor” en su novela, el francés y el ruso ya habían intercambiado cartas con cierta frecuencia, aunque ninguna de ellas ha sobrevivido) y a Picasso (a quien admiraba por sus telones para el Parade de Jean Cocteau a quien, en una carta, le confiaba “¡Qué guapo es Picasso!”). Schiff le sugiere a Picasso que retrate a Proust. “Le llevará poco más de una hora”, ruega con pasión de doble groupie. Picasso se hace el que no escucha. Joyce ronca en un rincón y alguien lo despierta y es entonces cuando Violet Schiff tiene una idea.
SORBETE DE LIMON
El frío ácido que se utiliza para limpiar el paladar entre un platillo y otro, y quizás éste sea el mejor sitio para intentar una cauta aproximación al término y al concepto. Según The Penguin Dictionary of Literary Terms and Literary Theory, de J.A. Cuddon (edición revisada de 1982), Modernismo más o menos equivale a: “Término vago, pero comprehensivo para un movimiento (o tendencia) que comenzó de manera subrepticia en los últimos años del siglo XIX y que tuvo una gran influencia a lo largo del siglo XX. El término abarca a todas las artes y, sugieren algunos, alcanzó su punto más alto durante los años ‘20”. Davenport-Hines es más preciso en su libro, y no duda en señalar a 1922 como el anno mirabilis del fenómeno: “En la primavera de 1922, el Modernismo tenía quince años de edad y se encontraba en su apogeo. Puede afirmarse que su estreno fue durante 1906-7, cuando Picasso comenzó a pintar Les demoiselles d’Avignon, había entrado en una fase más estable en 1910 con la triunfal primera ejecución del ballet L’oiseau de feu de Stravinsky y la apertura de la exposición de los post-impresionistas en las Grafton Galleries de Londres... Pero 1922 –desde un punto estrictamente literario– fue el año en que T.S. Eliot publicó The Waste Land, James Joyce su Ulises y Marcel Proust –el 29 de abril de ese año– la segunda entrega de Sodoma y Gomorra”. Y tal vez haya que decirlo: a Davenport-Hines –como a Sydney Schiff– lo que más le importa es la figura de Proust. El ensayista lo coloca como centro de mesa y comensal en la cabecera (así aparece en la portada de la edición inglesa que simula un poster de la época) y la edición norteamericana de A Night at the Majestic –que aparecerá en junio próximo– va todavía más lejos al ser retitulada como Proust at the Majestic: The Last Days of the Author Whose Book Change Paris y poner en la cubierta una foto del francés a solas, mal que le pese al espectro de James Joyce. Davenport-Hines hace foco en Proust porque, después de todo y por encima de todo –proustificado y proustituido–, lo que a él le interesa es la recuperación de un tiempo perdido y el modo en que encajan los engranajes de diversas memorias para poner a funcionar el cuerpo y el alma de una noche simbólica de toda una época. Así, el libro de Davenport-Hines se inscribe dentro de un subgénero que los más piadosos definen como “biografía de anécdota y no de vidas y obras”, y los menos clementes descartan como “un profile de The New Yorker inflado”. Si se trata de ser equilibrados, puede decirse que A Night of the Majestic es un objeto simpático con la virtud de reunir información dispersa y rumores esparcidos (y, dicen los que saben, abundantes erratas en su costado musical) y que se lee con placer e interés. Y no es el único de esta tendencia de moda –que ya encuentra un exponente en 1971 en el goncourtiano Dinner at Magny’s de Robert Baldick– a la hora de lo histórico y lo biográfico y lo coral. Algunos hitos recientes son The Immortal Dinner de Penelope Hughes-Hallett (publicado en el 2000 y poniendo la mesa de una noche en la que coincidieron el pintor B.R. Haydon, William Wordsworth, John Keats y Charles Lamb); Evening in the Palace of Reason de James R. Gaines (del 2005 y explorando la partitura de la relación entre J.S. Bach y Frederick El Grande); February House de Sherill Tippins (2005, trazando la planta de una casa de Brooklyn en la que convivieron Carson McCullers, Jane y Paul Bowles, Gipsy Rose Lee, W.H. Auden y Benjamin Britten); y el muy comentado A Chance Meeting de Rachel Cohen (2004, donde se recuentan 36 encuentros casuales entre celebridades interconectadas estilo “seis grados de separación” e incluyendo a Henry James, Marcel Duchamp, Charles Chaplin y Norman Mailer). El 2006 no se conforma con A Night at the Majestic y trae y traerá The Yellow House de Martin Gayford (la historia de la casa de Arlès en la que vivieron Van Gogh y Gauguin), Rousseau’s Dog de John Eidinow (sobre la amistad primero y enemistad después entre Jean-Jacques Rousseau y David Hume) y, recién aparecido, Party of the Century de Deborah Harris, catando hasta el último canapé servido en la célebre fiesta black and white organizada por Truman Capote en el Plaza Hotel, en 1966, para festejar y autofestejarse por el descomunal éxito de A sangre fría. Pero volvamos al Majestic y, oh, Marcel Proust y James Joyce –quienes está claro que no se sentían parte de ningún movimiento o ismo sino gigantes solitarios– están conversando y...
SEGUNDO PLATO
...una cosa es segura: la idea de presentarlos para así crear un momento instantáneamente histórico fue de Violet Schiff. A partir de entonces, todo es incierto, abundan las versiones, y Davenport-Hines las analiza todas. Una de ellas se limita a Proust preguntando si le gustan las trufas y Joyce respondiendo que sí. Otra tiene que ver con apenas dos líneas de un diálogo terrible: “Nunca leí su obra, monsieur Joyce”, y “Nunca leí su obra, mister Proust” (esto último no era cierto; Joyce estaba interesado en Proust, pero su mala vista le impedía atreverse con la minúscula tipografía de los libros del francés, aunque sí había investigado varias páginas para comentar: “No les veo ningún mérito; pero también es verdad que yo soy un pésimo crítico”). Una tercera versión muestra a Proust recitando nombres de aristócratas del momento, preguntándole a Joyce si los conoce, y el irlandés respondiendo “Non, monsieur” una y otra vez. Violet Schiff aseguró que los oyó citarse a sí mismos para, enseguida, pasar a quejarse, alternativamente, de jaquecas (Joyce) y dolor de estómago (Proust). Y eso fue todo. Casi todo.
POSTRES, CIGARROS, CAFE Y LICORES
Porque las dificultades continuaron a la hora de dejar la escena del crimen y el frente de batalla. Proust había invitado a los Schiff a seguir conversando en sus aposentos porque, “de otro modo, los pobres camareros tendrán que estar en pie toda la noche”. Cabe suponer que Proust no estaba interesado en que el bamboleante Joyce fuera de la partida, pero Joyce no se dio por enterado y lo mismo se subió al taxi privado de Proust conducido por el fiel Odilon Albaret, marido de su ama de llaves Céleste. Joyce encendió un cigarro, abrió la ventanilla, Proust comenzó a toser y a hablar sin pausa y, al bajarse en la Rue Hamelin, le dio indicaciones a su chofer para que llevara al irlandés hasta su domicilio, lejos. Los Schiff –quienes se quedaron en lo de Proust hasta entrada la mañana– comentaron luego que pocas veces lo vieron tan feliz.
Exactamente seis meses después de la fiesta en el Majestic, fallecía Marcel Proust. El último capítulo del libro Davenport-Hines se titula “18 de noviembre de 1922” –entre una y otra fecha, el autor explica cómo fue que unos y otros llegaron a coincidir y repelerse– y se ocupa de la agonía del escritor francés y de los efectos casi cataclísmicos de su muerte. Son páginas tristes. Se sabe que poco después de su encuentro con Joyce & Co., Proust ya casi no salió y decidió encerrarse a terminar y corregir su libro (dedicándole especial atención a la parte de la muerte del escritor Bergotte, “porque ahora sé de qué se trata”) en una carrera a toda velocidad contra la parca. En su mémoire, Céleste Albaret narra en detalle una agonía en cámara lenta, pero que no por eso deja de moverse, avanzar hacia el inevitable final. Proust apenas abre sus puertas a las visitas (la aristócrata Marthe Bibesco narra en su Au bal avec Marcel Proust que se excusa de hacerla pasar a su dormitorio porque “le temo al perfume de las princesas”; el adicto insaciable Schiff sintió como un menosprecio la convalecencia de su héroe, preguntándole en una última carta si “está tan enfermo como para no interesarse por mí”) y, la madrugada del 18 de noviembre, Proust alucina a una mujer gorda y vestida de negro que tira de sus sábanas. La noticia de su muerte se extiende como un doloroso sismo por la ciudad que amaba y que lo amaba. Los taxistas y los camareros hacen un alto en sus actividades en señal de respeto (unos y otros adoraban a Proust tanto por su buen trato como por sus monumentales propinas que, en ocasiones, triplicaban el monto total de la adición), y el escritor modernista Ford Madox Ford, autor de El buen soldado, apuntó más tarde: “Todas las fiestas de ese día se convirtieron en funerales. La gente se limitaba a permanecer sentada, con cara de pánico, en silencio. Podía pensarse que, de pronto, todos eran hombres y mujeres que habían perdido a sus familias o sus ahorros durante una guerra”. Todos repetían una y otra vez, en calles y cafés: “Ha muerto...”. Las librerías colgaron crespones negros y pusieron sus libros en las vidrieras y comenzaron a circular anécdotas sobre “el martirio” o “el sacrificio” de sus últimos días, cuando lo único que le importaba a Proust era cerrar la puerta de su monumental obra. Intelectuales de renombre visitaron su cuerpo en el número 44 de la Rue Hamelin (Man Ray tomó una fotografía del muerto recién hecho; Jean Cocteau comentó que los cuadernos junto al lecho donde yacía el cadáver “parecían vivos, como un reloj en la muñeca de un soldado muerto”), telegramas y tributos discutiendo si con Proust terminaba la novelística del siglo XIX o se alumbraba la del XX cruzaron océanos y, el 21 de noviembre, el cortejo fúnebre es lento y monumental y recorre numerosos escenarios proustianos antes de llegar al cementerio de Père-Lachaise. James Joyce estuvo allí, silencioso y sobrio, y una semana después escribió en una libreta: “Su nombre ha sido a menudo ligado con el mío. En París, muchos no parecen muy sorprendidos por su muerte, pero cuando yo lo vi el pasado mayo no me pareció enfermo. De hecho, pensé que aparentaba diez años menos de los que tenía”.
Sydney Schiff publicaría tres días después su Prince Hempseed con la dedicatoria “A la memoria de mi amado amigo Marcel Proust, 18 de noviembre de 1922”, y con el correr del tiempo –fallecido el traductor oficial inglés Charles K. Scott Montcrieff– se daría el gusto de traducir Le Temps Retrouvé en 1931 en una versión para muchos deficiente y sin gracia.
Varios años después, triste y mirando casi sin ver por una ventana, Joyce –según Davenport-Hines– le comentaría algo a su joven secretario Samuel Beckett, autor de una monografía sobre Proust donde se lee: “El arte es la apoteosis de la soledad”. Asegura Davenport-Hines que entonces Joyce dejó escapar un suspiro largo y triste, y dijo: “Si al menos hubiéramos tenido la oportunidad de encontrarnos y conversar en algún otro sitio...”.